La mina del diablo
El sueño común a los catorce años es comprar el último disco, un MP3 o el móvil de última generación. Lo normal, vaya. Basilio Vargas también tiene catorce años, pero hasta ahí llega la coincidencia, el resto es otra historia. Él es boliviano, cabeza de familia a cargo de una madre y un hermano menor, cobra entre dos y cuatro dólares diarios por trabajar, a veces manipulando dinamita, en las minas de plata de Cerro Rico a las que los indígenas no han bautizado en vano como “la montaña que come hombres”: ocho millones de muertos desde que empezaron a explotarse en el siglo XVI. Alrededor de Basilio y su familia, el mundo de los mineros, consolándose, a partes iguales, en Dios, en el demonio que habita la mina y de cuyo humor dependen sus vidas, y en las hojas de coca que mascan desde siempre para matar el hambre y el miedo. Esta historia de niños adultos nacidos sin suerte, es un revulsivo imprescindible para abrir los ojos de los más jóvenes a la realidad de la injusticia y desigualdad que campa a sus anchas y de paso, para preguntarse a gritos, con qué derecho algunos pocos poseen tanto.
Hace 450 años que se explotan las minas de plata de Cerro Rico, en Bolivia. Se calcula que han muerto 8 millones de personas desde entonces en las minas. Hoy día, unos 5 mil indios, agrupados en cooperativas, siguen buscando los de que quedan en Cerro Rico. La conocen como la "montaña come hombres". A través de la mirada de los niños, conoceremos el mundo de los mineros, devotos de la religión católica, que rompen sus ataduras con Dios en cuanto entran en las montañas.
Se trata de una antigua creencia que considera que el diablo, representado por centenares de estatuas construidas en los túneles, determina el destino de todos aquellos que trabajan en las minas. Huérfanos de padre asumen las responsabilidades del cabeza de familia y compaginan su trabajo con la asistencia a la escuela. Basilio sabe que la escuela es su única posibilidad de escapar de su destino en la mina.