La muerte es un perro verde
(En el Cementerio de Moradillo)
Vestida de negro con la sombra del ciprés
Dormido entre las tumbas
Sus pies descalzos sienten la respiración del suelo
Inexorable como las agujas de un reloj de arena
En la mente de un olvido
Y un “mucho os quiero Mario, María”
Y un “yo a vos también, hombre, mujer”.
Su huella se ve palpable alrededor de las tumbas
Regalando pisadas al viento de las almas
Que van de un lado a otro
Molestas de su esencia
Por el pecado de la lentejuela, el pecado del asno
Por estas calles silentes y hambrientas
De rezos o de recuerdos
De siglos en cruz, en banderas o piedras
Sobre sus cabezas acomodadas en la tierra
Según las apariencias de la fe de cada cual
Por razones y cosas
Que conciertan o que no conciertan
Cada tumba escucha
El murmullo silente de las gentes
Y su pesar de que quebró la soga por lo más delgado
Y pagaron justos por pecadores
Dando el difunto o la difunta
Vueltas eternas en su tumba
Mientras vemos en la lápida de enfrente
Que sucede el instante
De una nueva muerte que le vino a una moza
Un día de desventura
Cuando el mozo le dio con un botijo en la cabeza
La muerte deambula y es tan eterna
Como la cucaracha
Que habitó la tierra antes que dios y que el hombre
Y que vive noventa días nueve sin cabeza
Antes de contar siete, y descansar
Como descansa la muerte, ahora
Llevándose un beso
De acá para allá
Mudada de aire, y, volviéndonos la mano, diciendo:
Ahí llega una cajita de nácar
Donde duerme un niño o niña
Que acostará en su cuna el viento
Despertándoles de un sueño
Metido entre la ropa
Haciendo que sus sonrisas vuelen
Por calles empedradas salpicadas de almas
“Para morir, ¿qué fruta es la que han comido?”
Se pregunta la gente.
Enterrados por esta misma gente sometida a un amo
Llamado Dolor y Tristeza
La niña, si es niña
Será enterrada con sus bailarinas
Y el niño, si es niño
Con su cochecito de bomberos
Para bailar ella, cuando vuelva el silencio
En la habitación de la No Vida
Y el niño quemar los ramos de flores, ya secas
Que sin embargo, para su pena
No arden.
Dejemos a los muertos descansar
Del cansado viaje de los mozos
A quienes les toca enterrar
Llevando a cuestas las cajas
Crucemos el río de la Vida
Que pasa no muy lejos de la verja
Y riega las aceñas
Que la muerte se quede a la puerta
Soñando caracoles o cantáridas
Que no escuche el deseo que algunas tienen
De mudar marido y quedar viudas
Y el perro verde
Que habita en el camposanto
Que por la noche se asusta de ver fantasmas
Siga ladrando cuando quiera:
“no en tiendo”