La nueva España
Por Francisco Cabanillas.
Si aterrizar en Ámsterdam, una ciudad a la que me unía muy poco —quizás sólo el poema de Pedro Pietri, en Puerto Rican Obituary (1973), que empieza con la dirección “1422 Ámsterdam Avenue,” o el libro de Enrique Giordano, El mapa de Ámsterdam (1985)—, no me resultó, por la afinidad agrícola con Toledo, Ohio, donde aterrizo con frecuencia, del todo extraño, la llegada a Madrid, en el verano de 2002, estuvo marcada por un sentido de extrañamiento: la desolación árida y roja que apareció por la ventanilla del avión algunos minutos antes de llegar a la ciudad de Felipe II, quizás lo más próximo que he estado a la ferocidad de un desierto, me sobrecogió por su agresividad inesperada. Por otro lado, la impresión de sentirse descolocado, a punto de aterrizar en un lugar extrañamente inesperado, tenía una dimensión familiar para mí; esa misma sensación de confusión geográfica, provocada por la ignorancia, me llevó de golpe al último año de los setenta (1979), cuando, con diecinueve años, como tantos puertorriqueños, me fui de Puerto Rico, en mi caso, el mismo día que más de quinientos años antes Cristóbal Colón había hallado tierra en el Caribe: un 3 de agosto.
A diferencia de lo que había sido la migración emblemática de los cuarenta y cincuenta, yo no terminé cuando me fui de Puerto Rico en Nueva York, sino, por cuestiones logísticas, en Cincinnati , Ohio, espacio de los rojos. El detalle es éste: en aquel aterrizaje de 1979, al término de la escala entre Miami y Cincinnati , provocó una impresión de descolocamiento geográfico parecida, aunque en el fondo sea simétricamente contraria, a la desolación de tierra roja y seca aledaña a Madrid. Y ello porque, en Cincinnati , el aeropuerto está localizado en una zona rural de Kentucky, que a mí me pareció, desde el avión, una jungla en la que seguro vivía Tarzán. De este modo, al aterrizar en lo que yo creía que era Cincinnati , y al ver la selva en la que, supuestamente, ésta estaba inscrita (¡la ignorancia es atrevida!), me preguntaba delirantemente qué diablos iba a hacer yo en aquella jungla del demonio. Yo, que venía de San Juan, de repente parecía que, como si fuera una parodia histórica de poca monta, invirtiera el viaje mítico del emigrante puertorriqueño, pues yo viajaba de la ciudad, San Juan, a lo que parecía el campo en los Estados Unidos, el aeropuerto de Kentucky que yo creía que era Cincinnati ; en vez de ir, como el grueso de los nuyorican, del campo en Puerto Rico, que Hernández Cruz rememora en Red Beans (1991), a la ciudad en Nueva York.
Si el maleficio del Cincinnati rural duró poco, la confusión con el supuesto Madrid desolador y desértico duró muchísimo menos. Justo al aterrizar en el aeropuerto de Barajas, precisamente al salir del túnel que comunica el avión con la sala de salida y de llegada, lo primero que escucho —lo que también me llevó a otro pasado— es la voz de un cubano que, sin ton ni son, hablaba por el teléfono celular; no el cuchicheo de las dominicanas que había escuchado algunas hora antes en el aeropuerto de Ámsterdam, sino un vozarrón que casi se quedaba con el aeropuerto. No “la memoria integradora de Cintio Vitier,” sino el estruendo apocalíptico que, según Edgardo Rodríguez Juliá, marca, junto con la de Haití, la historia de Cuba, muy al contrario de la maleabilidad que, en La isla que se repite (1989), defendió Antonio Benítez Rojo, a quien leí mucho sin saber que Benítez Rojo había escrito, mucho antes, cuando todavía vivía en Cuba, un artículo laudatorio de la Revolución Mexicana.
Con el vozarrón del cubano, mi llegada a Madrid incidía en el recuerdo de mi primer viaje a Miami, “la Hong-Kong de las Américas,” que fue además mi primer viaje al mainland estadounidense. En ese recuerdo de mi temprana adolescencia, otro acento cubano me había impactado de una manera indeleble, al punto de convertirse en uno de esos recuerdos imborrables que, además, conservan la sensación, no sólo la imagen, de la sorpresa: en este caso miamense, una sensación de escalofrío social. Entonces, y me refiero a la primera mitad de los años setenta, me encontraba en una cafetería de Miami Beach, cuando la voz de un cubano, que venía desde mi espalda —todavía me veo volteándome para sorprenderme con la cara del hombre gritón—, salió de un rostro negro. Sin lugar a dudas, uno de los tropezones culturales más resonantes de mi adolescencia (el otro fue en la isla de Culebra), pues nunca me había topado personalmente con un acento cubano que tuviera cara negra, si bien, como muchos en el Summit Hills de los sesenta y setenta, me crié entre cubanos de clase media que estudiaban en el Colegio de Belén.
Ahora, en Madrid, la voz del cubano que hablaba por teléfono me llegaba como una bienvenida cómplice; otra vez, como con las dominicanas en Ámsterdam, parecía que, no importaba cuán lejos me desplazara en el espacio, siempre me mantenía girando alrededor de algún tipo de caribeñidad. En Barajas, lo diferente y lo semejante se entrecruzaban, como esas máquinas que, según los franceses posmodernos, se acoplan y se interrumpen. Por momentos, me parecía que ya, a toda aquella gente que iba y venía, la había visto antes, muchas veces; pero también en otras ocasiones, como cuando llegué al estacionamiento del aeropuerto y vi que los automóviles tenían un baño de tierra, como si en vez de agua hubiera llovido barro, lo diferente me asaltaba sin por ello sentir que me agrediera.
No obstante, aterrizar en Madrid no se prestaba a confusiones de ningún tipo. Era obvio que la llegada no se parecía a la de San Juan, ni mucho menos a la de Barranquilla, Colombia, donde, tras una parada de emergencia, aterricé una madrugada a principio de los noventa en un viaje que venía de Buenos Aires, debido al calentamiento de una turbina.
En las pocas horas que estuve aquella primera y única vez en Colombia, me llevé estas dos imágenes de Barranquilla. Primero, que el calor que allí me asaltó no lo había experimentado nunca en ningún otro lugar del mundo; fue, por encima del calor de San Juan, al que Alejandro Tapia se refería, en el siglo XIX, como “el bochorno secular de la canícula,” la sensación más próxima que había sentido a estar dentro de un horno que no daba tregua. Por esa sensación infernal, entre otras razones, los puritanos estadounidenses prefirieron la nieve al calor. Metido en ese calor, el recuerdo de Andrés Caicedo, el José Asunción Silva de la salsa , me resultó inevitable: “El lector sabrá de la prisa demente de aquel que camina al sol, buscando una pared en cuya base crezca una franjita de 35 milímetros de sombra y pararse allí, con escalofríos hasta la caída de la tarde.” Después, y solamente después, lo poquito que pude ver de Barranquilla, en un viaje del aeropuerto a un hotel que estaría a quince minutos de distancia, fue por otra parte mucho, pues me facilitó el contexto callejero para entender mejor, mucho mejor, algunos pasajes de la literatura de García Márquez; paisajes que han dejado de ser, como ha subrayado Rodríguez Juliá en El cruce de la bahía de Guánica (1989), parte del Caribe boricua.
Barajas no es para nada el Caribe, me dije como el que abre un libro de Cortázar y le tira piedras a la noche para ver qué pasa al otro lado del día; sin embargo, algo me acogía con mucha tranquilidad, como si yo fuera parte del paisaje que pronto iba a encontrar.
De Madrid a Alcalá de Henares, el viaje, relativamente corto en auto o en tren, me pareció incluso más breve de lo que realmente era; como si después del afiche propagandístico de Benicio del Toro justo a la salida del aeropuerto, llegáramos de un tirón a Alcalá, cuna, según escuché, de los neonazis españoles, con quienes nunca me topé en la plaza. Al acercarnos a las afueras de Alcalá, me alertaron para que viera las chabolas que se agrupaban en un pequeño y triangulado espacio de tierra en un punto de la carretera. Casuchas de cartón y madera construidas en medio del polvo y la precariedad, ¿otra mácula social con olor a neoliberalismo? Definitivamente, un cuadro de pobreza que, como dicen en Puerto Rico, ya no se ve en la isla.
El gran subtexto de aquellas chabolas era, para mí, éste; la vez que, desde un particular punto de la periferia, entré a Buenos Aires por una zona en la que se veía perfectamente el gigantesco cordón de pobreza que bordeaba la gran ciudad. Un cuadro realmente alarmante. La frontera entre la ciudad y su cagadero, me dije; ahí está la mierda que no se ve cuando uno está dentro de la ciudad capitalista. Según nos alejábamos de las chabolas españolas, me di cuenta de que la memoria más reciente que yo tenía de los arrabales puertorriqueños, más concretamente los de San Juan, se encontraba en la novela de Esmeralda Santiago, When I Was Puerto Rican (1993), y en el cuento de José Luis González, que hacía poco había releído, “En el fondo del caño hay un negrito” (1954).
Una vez en Alcalá, como hace la gente del pueblo todas las tardes, me tiré a la calle a caminar por el casco histórico de la ciudad. No es extraño, ahora que lo pienso, los vaivenes que sentí al caminar por aquellas calles; vaivenes que, en ocasiones, me hacían pensar vagamente en algunas calles mexicanas. En muy raras ocasiones, sin embargo, me parecía estar caminando por el Viejo San Juan. No, más bien, sobre todo al pasear por el patio interior de la Universidad de Alcalá, algo me hacía pensar en la parte más antigua y renacentista de Santo Domingo. Algo había en la imagen que me enviaban algunos edificios, todavía con esa sensación de paisaje nuevo que, ya a la tercera vez de contacto, empieza a morir; algo había en la construcción de algunos edificios pequeños que, sin embargo, parecían más grandes y majestuosos de lo que eran, algo había por allí que yo, de alguna manera, había visto antes en la parte colonial de Santo Domingo, pero no, repito, en mi viejo San Juan.
Ninguna fachada en Alcalá me cautivó como me seduce, por su minimalismo robusto —fue una edificación para la defensa—, la fachada de la Iglesia San Carlos, en Santo Domingo.
Mi primer almuerzo en Alcalá aconteció en un restaurante colombiano, que se anuncia, con el nombre de El Ruedo, mediante un cuadro taurino de Fernando Botero, el pintor latinoamericano que más ha pintado la música; maestro también, según Ricardo Pau-Llosa, de la metonimia, emblem ática de l arte estadounidense, pero nunca de la met áfora, que caracteriza el arte latinoamericano.
Quizás esa misma primera noche que llegué a Alcalá, cené, tarde, muy tarde para mi estómago agringado, acostumbrado a cenar entre cinco y seis de la tarde, en una churrasquería argentina, en la cual, para mi desgracia, no había mi corte de carne favorito: el bife de chorizo. En vez, me tuve que contentar con una lasaña que, al estilo argentino, contiene, entre otros ingredientes, capas de huevo duro. ¿Habrá restaurantes boricuas en Madrid? La idea era tentadora: si en Estados Unidos, a pesar de la diáspora, no se ha comercializado la sazón boricua al nivel de lo mexicano o incluso de lo cubano, las probabilidades de encontrar un restaurante boricua en Madrid, como los que hay en Hartford, Connecticut, en Lorain, Ohio, o incluso los pocos que hay en Miami, tenían que ser nulas. Atención: una vez en Guadalajara, México, almorcé un restaurante mexicano de un puertorriqueño que estaba casado con una mexicana.
Pero ninguna de estas peculiaridades compara con la que experimenté la tarde que fui al concierto de Caetano Veloso, que fue también mi primera visita a noche de Madrid. La verdad es ésta: nunca había sentido una tensión tan dramática entre, como se dice en la jerga, la copia y el original. Ni los planteamientos de Severo Sarduy, que teorizó entre nosotros, siguiendo a Lezama, la fuerza de la copia ante el original; ni las relecturas de Jorge Soto a los cuadros de José Campeche; en fin, nada me estremeció tanto como llegar esa tarde triunfante pero inconspicua, en un Volkswagen , a Madrid, y tener la sensación de que llegaba, otra vez, a Buenos Aires. Lo diré de esta manera: mi descubrimiento de Madrid fue, como ningún otro, más pasivo, más intrascendente, casi sin novedad ni gravedad, pues al ver Madrid por primera vez me parecía que repetía, de una manera neobarroca, Buenos Aires, una ciudad con edificios franceses, infraestructura inglesa y cuadrícula española.
Para mí, con una visión foránea, incluso ingenua tanto de Buenos Aires como de Madrid, llegar a la capital española fue como volver a ver los mismos edificios, las mismas aceras, los mismos árboles, que había visto en Buenos Aires, donde había aterrizado las navidades anteriores, en 2001, justo el día en que la república rugió con el golpe de los cacerolazos, un veinte de diciembre. Los comercios, la caca de los perros en las aceras rotas, el tráfico, pero no los taxis; en fin, todo parecía conspirar contra la unicidad, la primacía y la grandeza de Madrid, que me pareció, borgescamente, una copia de Buenos Aires. Incluso, y no exagero, la importancia que se le daba a la luz, la manera en que se veneraba el sol —un gusto tan chocante para un caribeño, acostumbrado a buscar la sombra—, ese rito me parecía que se planteaba en Madrid igual que en Buenos Aires, como si se tratara de una claridad parecida: una pasión por la luz natural que, por muchas razones de peso, no era parte del discurso estadounidense.
Ahora bien, como una impresión dramática, el horror de todos los horrores hispanoamericanistas, hay que ver el otro lado de la moneda: Buenos Aires me pareció, la primera vez que la vi a principios de los noventa, más ajena y por eso también más rígida que Madrid. De hecho, me hizo sentir, quizás porque yo mismo auspicié el trato, más extraño. A pesar del fervor de Borges — Tu ausencia me rodea como la cuerda a la garganta —, la primera vez que caminé por las calles de “El sur,” me pareció que Buenos Aires hacía realidad, al nivel más superficial, el racismo surafricano: por las calles porteñas que caminé sin prisa y sin miedo, faltaba la negritud que tanto en Puerto Rico como en Estados Unidos resulta constitutiva. Esa ausencia me pareció surreal, sobre todo porque en la literatura argentina del siglo XIX el racismo era también una respuesta a la presencia de la negritud.
Un efecto de extrañeza, seguro que por todos los mitos sobre la europeidad argentina, me invadió en Buenos Aires cuando la vi por vez primera, como si, por otro lado, la europeidad fuera un agente de radical diferencia para un boricua. Distorsiones librescas: a la vez que suponía que Buenos Aires tenía que mostrarme su rareza, algo que, por ejemplo, nunca me pasa en México, suponía también que yo sería registrado en la ciudad como otro cultural, quizás uno de los muchos provincianos que, durante el verano, caminaban por Barrio Norte. ¿Identificaría un porteño el acento boricua? ¿Sabía un porteño lo que era un boricua? Al cabo de mi primera visita a Buenos Aires, comprendí dos cosas que, durante la década de los noventa, se fueron ido modificando.
Primero, que Europa, definitivamente, no era para los argentinos del siglo XX, como sucedió en el Caribe, “un anacronismo,” aunque cada vez más Estados Unidos reclame una centralidad en el imaginario argentino. Si, como dijo de Sarduy su mejor lector, irse becado a París a principios de los sesenta podía verse en Cuba como un provincianismo, lo mismo no se podía decir de un argentino a principio de los noventa, cuando Miami no competía todavía con el viaje a Europa de muchos jóvenes argentinos. De hecho, diría que, incluso en los momentos en que se tornaba en arrogancia (un exceso de la modernidad periférica), Buenos Aires tenía el derecho a reclamar su europeidad, por la cual, me demostró aquella vez, en época de vacas flacas, invertía la energía que fuera necesaria para mantener su identidad. El mito no resultó una ficción. En fin, que el eurocentrismo argentino no me pareció, como plantea la voz populi , un delirio, sino una realidad muy concreta, por la que la ciudad está dispuesta a pagar, en pos de la Cultura , lo que sea necesario.
Por otro lado, a la segunda conclusión que llegué, que también ha ido cambiando, fue que, a principios de los noventa, el Caribe era para Argentina sobre todo Cuba; y en segundo lugar, por el turismo, la República Dominicana. En la medida en que, todavía movida por un eurocentrismo sin rival, Argentina contraponía Europa sobre Estados Unidos, en esa misma medida, como expresión de ese antiamericanismo, ignoraba, por menosprecio, lo boricua. Si el eurocentrismo argentino le permitía subvalorar, en lo cultural, lo yanqui, según el cliché europeo de que lo gringo carece de Cultura , entonces más bárbaro tenía que resultarle Puerto Rico, una colonia gringa, a aquel Buenos Aires de mi primera vez, a principio de los escandalosos noventa, cuando el neoliberalismo fingió una paridad entre el peso y el dólar que explotó después. De hecho, desde la geografía argentina, los puertorriqueños son centroamericanos; lo que empeora la situación, ya que, desde esa misma óptica, lo centroamericano simboliza en el imaginario porteño-argentino, a pesar del voceo que comparten, lo más retrógrado de América.
De ahí venía, en última instancia, la extrañeza cultural, me justifiqué finalmente frente a uno de los muchos espejos del neobarroco caribeño: a principios de los noventa, en Buenos Aires estaban menos familiarizados con lo boricua que, incluso, en los Estados Unidos, país que simboliza para el rodosiano la extrañeza cultural por antonomasia; país del que, como me ha pasado a mí, devuelven cheques de bancos puertorriqueños porque no trabajan moneda extranjera, sólo dólares. Siempre será motivo de asombro que, al cabo de un siglo de influencia estadounidense, en Puerto Rico se hable significa aunque no exclusivamente, de pesos y pesetas en vez de dólares y quarters .
Aunque esto es obvio, pues, de muchas maneras, Puerto Rico está más cerca de Estados Unidos que de Argentina, también tiene, desde la retórica hispanoamericanista, algo de chocante, ya que resquebraja el sentido de mismidad subrayado en esa visión bolivariana. A lo largo de los noventa, por otro lado, catapultado mayormente por la industria de la cultura gringa, lo boricua se ha hecho más presente en Argentina, vía Ricky Martin pero también Chayane y Jennifer Lopez, Univisión, el turismo; y sobre todo, mediante la merenguización emblemática de los noventa, que también se catapulta desde lo gringo, en virtud de la cual esperé el año 2000 en la provincia de Buenos Aires, bailando en la calle al compás de Elvis Crespo: ¡suavemente!
He llorado en Venecia,
me he perdido en Manhattan,
he crecido en La Habana,
me sido un paria en París,
México me atormenta,
Buenos Aires me mata.
Joaquín Sabina
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