La palabra “muerte”

La palabra “muerte”

Me resulta curioso que durante casi tres meses en un hospital, acompañando los últimos momentos de un familiar casi centenario, no he oído la palabra “muerte”.

Sí sobre una descompensación general del organismo, encharcamiento de los pulmones, una arritmia incontrolable, un proceso hipoglucémico sin una causa clara, etc, etc… Al final no ha muerto: ha fallecido. No es lo mismo. La muerte nos pertenece como sujetos. El fallecimiento es, como oí decir, que “no podemos hacer nada más”, es decir fallan todas las medidas posibles de la farmacopea médica para seguir con vida. Fallecer forma parte del mundo técnico y científico. Nos roban la muerte.

No es baladí este tema sobre la palabra “muerte”. Ya Sartre afirma “vivimos para la muerte”, algo obvio pero no tanto, porque no es que sea el sentido de vivir, esa “pasión inútil” que dice Sartre (pasión al fin y al cabo). Sin la muerte como fin consciente no podemos ser auténticos con lo que hacemos, ni ante lo que sentimos y tampoco sobre aquello que vivimos. Los escondrijos de la palabra “muerte” se adueñan de nosotros y se convierte en el fondo sobre el cual construimos nuestro “ser-en-el-mundo”, pero es un mundo vacuo en el que no es posible comprometernos con la libertad.

Una sociedad obsesionada con la muerte crea un mundo fanático, como pasa cuando la religión es el centro de la sociedad, igual que para quienes hacen de la muerte una herramienta para sus fines políticos o económicos. Pero una sociedad que obvia el hecho de morir es una sociedad banal, vacía, incapaz de hacer nada sino dejarse llevar. Sólo puede consumir, quejarse, lloriquear, autocompadecerse cada cual, atrofiar los sentimientos y hacer del amor una conducta y del desamor rabia. Una rabia que puede impulsar a matar sin la muerte, como el hastío, sólo como un acto más ante una propiedad perdida.

Morir cuando se ha cumplido el ciclo de la vida es un acto hermoso, tiene una belleza de la que no se puede hablar, que causa horror que se mencione. Otra cosa es la muerte de accidente, de enfermedad, cuya fealdad y horror es que se ha cortado una vida, incluso una parte de quien está cerca de la persona que pierde la vida, cuando ésta no ha desarrollado en todo su potencial, pero cuando esto sí que ha ocurrido es el ocaso de vivir, supone una agonía que se convierte en un paisajeen el que respirar se agarra al aire, los latidos se esfuerzan por seguir, la debilidad del cuerpo anuncia el último suspiro, el “suspiro del ángel” acompañado de una relajación que permite ver su movimiento y la blancura de la piel. Y se deja de respirar, ya no late el corazón. Ha muerto. ¡Perdón, perdón!, no hay que usar esta palabra, mejor lo que se dice: “lo siento”, “le acompaño el sentimiento”, “se veía venir”.

Vivimos en una sociedad absurda: el cruel es quien pronuncia la palabra… ¿cuál?, “ésa”. Es sádico quien ve la belleza de un cuerpo cuando está muriendo…, aunque sienta pena, aunque los recuerdos reboten y se hagan eco… Da lo mismo, somos unos imbéciles y egoístas incapaces de morir por haber vivido, incapaces de amar en todas sus formas y con todas sus consecuencias, incapaces de luchar para reafirmar nuestras ideas… y vivimos escondidos de nosotros mismos y escondemos morir, por lo tanto, también vivir.

¡Estoy harto!. La normalidad es un disfraz, pero no hay por qué llevar la careta todo el rato.

No es la muerte lo que nos hace ser, sino saber de ella, incorporar morir como un hecho venidero más, no el centro, sino lo que le corresponde a existir. Y la huella que deja una persona querida es un eco de silencio, sí. Pero la vida sigue. Podemos aprender en silencio, sin el cual lo demás es la inercia.

Callemos, no digamos nada. Disculpadme por estas palabras, pero como sé que voy a morir, antes o después, escribo lo que me da la gana, porque quiero vivir mientras que escribo y en mis palabras. Salud

* Ramiro Pinto

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