La revolución devora a sus nietos
El efecto bumerán sufrido por la “primavera egipcia”, ahora volcado contra los alevines de aquella revolución, anticipa en cabeza ajena lo que espera a las revueltas populares que irresponsablemente cohabitan con las fuerzas políticas que cuando estaban en el poder formaron parte decidida del problema: un viaje a ninguna parte.
No han pasado ni seis meses desde el golpe de Estado militar en Egipto, que derrocó al primer presidente legítimo de su historia, y ya esa revolución está devorando a sus hijos. Después de haber diezmado a los partidarios de Morsi, en su mayoría simpatizantes o votantes del Partido Libertad y Justicia (PJyL), opción política con que los Hermanos Musulmanes asumían las reglas de la democracia occidental, el furor de la dictadura se dirige ahora hacia aquellos laicos que cuestionan sus métodos despóticos. Jóvenes en su mayoría pertenecientes a los movimientos sociales que impulsaron la “primavera árabe” con epicentro en la Plaza Tahrir.
Otra vez se cumple la advertencia del poema “Ellos vinieron” (“Primero vinieron a buscar a los comunistas y no dije nada porque yo no era comunista) del alemán Emil Martin Niemöller , aunque erróneamente atribuido a Bertolt Brecht. El apoyo de muchos al golpe militar, desde los salafistas del Partido al-Nour hasta representantes del colectivo civil Tamarod pasando por el Partido Comunista, y su silencio cómplice cuando los generales arrasaron los campamentos de los disidentes y aceptaron la legislación de excepción que perseguía a su brazo político, ha terminado pasándoles factura.
Ahora las víctimas de una soldadesca que tenía como una de sus misiones la de realizar “test de virginidad” a las mujeres ya no son solo los seguidores del depuesto Morsi (aún hoy secuestrado por los militares con la connivencia de las cancillerías de la democrática Unión Europea y la Casa Blanca) ni de los Hermanos Musulmanes. Tras el último atropello perpetrado por el poder castrense, condenando a 11 años de cárcel a 14 jóvenes, en su mayor parte menores de edad, por manifestarse con globos cortando el tráfico, la represión ha alcanzado de lleno al Movimiento 6 de Abril, el grupo que lideró las protestas contra Mubarak.
En la crónica de su corresponsal en El Cairo que publicaba EL País, uno de los medios que vio con simpatía el alzamiento militar, se informaba de la detención del activista Alaa Abdelfattá acusado de “haber convocado una manifestación ilegal el pasado martes frente al Parlamento y de haber incitado a los asistentes a la violencia”. Y añadía que la ley de seguridad ciudadana supuestamente vulnerada contempla “la potestad que otorga al Ministerio del Interior de prohibir cualquier concentración pública, de usar pistolas de balines para dispersar a los manifestantes y la inclusión de elevadas sanciones económicas y penas de cárcel para aquellos que violen la ley”. ¿Les suena?
¿Copia el gobierno español la hoja de ruta de los golpistas carniceros de Al Sisi? Sería un auténtico despropósito establecer similitudes entre ambos regímenes, por mucho que sin duda existan coincidencias entre sus legislaciones en materia de orden público. Pero de la misma forma cometeríamos una ingenuidad si no advirtiéramos que en países estratégicos en el tablero global, como España y Egipto, las resistencias a procesos populares contra el statu quo resultan mucho más serias que en otros, como Islandia, donde sus efectos centrifugadores son infinitamente más limitados. La prueba está en que la rebelión ciudadana que prendió en el país nórdico se saldó con un proceso democrático que llevó al banquillo a los banqueros del saqueo financiero y facilitó la apertura de una etapa constituyente. Por el contrario, en Egipto el “Estado profundó” instó una reversión manu militari contra el gobierno salido de las urnas que incluso contaminó a partidos de izquierda y grupos protagonistas de la primavera árabe.
Esos dos ejemplos deberían servir para conjurar en España cualquier intento de volver la rebelión ciudadana a la casilla de salida. Como pretende a lo bestia ese nuevo arsenal de leyes represivas del gobierno del PP que vuelven a demostrar la legitimidad de las protestas y la venalidad del régimen. O, en un tono menos agresivo, las llamadas a la unidad que surgen de púlpitos políticos que acaban de renovar su juramento de lealtad al statu quo. Y aunque no hay nada escrito, ambas experiencias parecen confirmar que el mayor peligro estriba en dejar la iniciativa a quienes antes estuvieron del lado del problema y ahora quieren convencernos de que son perfectamente capaces de soplar y sorber al mismo tiempo.