La sabiduría de Lucila
La cocina es muy pequeña. Allí no hay forma de escapar al parloteo incesante de Lucila. Ignoro si en su casa, con su familia, actuará en la misma forma, pero aquí en el restorán habla hasta por los codos. Debido a eso, a quien le corresponde asistirla en la estufa las demás compañeras le echamos la bendición y le deseamos suerte, como si en vez de cambiar de área en el trabajo fuera a lanzarse de un quinto piso.
Todo diciembre seré la ayudante de Lucila. No es la primera ocasión en que me dan esa encomienda. Sin embargo sigue asombrándome el frenesí con que la mayora habla. Entre una palabra y otra apenas respira. Lo hace como si temiera olvidar sus preocupaciones. Son su único tema de conversación. Parece que nunca le faltan y las necesita. Si no las encuentra en el presente las busca en el pasado. Quien no lo sepa se lleva, como yo, buenas sorpresas.
Por ejemplo, el día en que Lucila se soltó llorando por la muerte de su hermano Aníbal. Conmovida le di el pésame y le dije que, en esas condiciones, hubiera sido mejor no presentarse a trabajar. El dueño del restorán de seguro entendería la situación. Lucila se enjugó la cara con la punta de su delantal y me aclaró que la pérdida de su hermano era cosa de 20 años atrás. Entonces, ¿qué caso tiene ponerse a recordar algo que sucedió hace mucho tiempo y le causa tanto sufrimiento? –le dije. Para consolarme.
La respuesta de Lucila me confundió y le pedí que se explicara. Según ella, hay situaciones dolorosas que deben recordarse porque así uno se da cuenta de que las cosas siempre pueden ser peores y se ven los problemas del momento con menos amargura. Ella tenía un ejemplo muy reciente. El domingo anterior su hijo Alberto le informó que se iba de México por un año –el tiempo que iba a durar su contrato en una procesadora en el norte. La idea de que durante tantos meses dejaría de ver a su único hijo le causó un dolor tremendo. Logró aligerarlo pensando en que Alberto sólo se iba lejos por una temporada y no para siempre, como su hermano Aníbal.
Reconozco que el método de Lucila para consolarse es muy raro, pero no le niego su dosis de sabiduría. La otra vez que me quemé con aceite hirviendo me puse histérica a causa del dolor y por el miedo de que me quedara cicatriz. Mientras me envolvía la mano en una bolsa de hielo, Lucila me recordó a Justina, la compañera que perdió un dedo con la rebanadora de papas. Entonces me consolé pensando en que yo había sufrido un accidente con suerte.
Ojalá que Lucila hubiera compartido conmigo su sistema de consolación el año pasado. Sufrí como loca porque Eduardo se me desapareció dos días. Cuando lo vi entrar en la casa me le eché encima y le reclamé que se hubiera gastado con sus amigotes todo el aguinaldo. Acabé diciéndole tales insultos que él volvió a irse. Hubiera sido mejor que al verlo pensara que las cosas podían haber sido terribles: por ejemplo si Eduardo jamás hubiera vuelto.
II
Aunque todavía faltan semanas para la Nochebuena, Lucila está preocupada. El patrón aún no nos ha dicho si el 24 trabajaremos sólo mediodía.
El asunto la inquieta porque este año le corresponde preparar la cena para l4 personas, incluyendo a su tía Teresa. La señora vive en un asilo. En Navidad pide permiso de salir para darse el gusto de comer los romeritos de Lucila y al día siguiente llevarse un túper con una buena ración de comida porque quiere ofrecerles un taquito a sus amigos asilados.
Lucy está segura de que cuando Teresa habla de sus amigos se refiere a un tal Danilo, un viejo que es su amante. Su sospecha me escandalizó. A ella en cambio la tranquiliza: Es mejor que mi tía tenga un compañero para el recalentado, a que se pase el 25 solita frente a la tele encendida.
Lucila sabe que, a menos de que comience con los preparativos de su cena familiar desde una semana antes, el 24 la agarrarán las prisas y lo más probable es que la comida no quede tan bien como ella quiere. También ha considerado la posibilidad de que, como sucedió hace un año, después de los primeros brindis sus invitados se pongan a discutir, se agarren a golpes y se vayan sin importarles los gastos y los esfuerzos de ella. De ocurrir así, para consolarse pensará que la noche pudo haber sido mucho peor: como aquel 1970 en que, de buenas a primeras, dejó de ver a su hermana Herminia.
Por la forma en que Lucila me lo contó pensé que su hermana se había extraviado. No. Herminia se alejó de su familia porque su mamá aceptó dársela a su madrina que, en mucho mejor condición económica, le pidió que se la regalara bajo promesa de darle a la niña casa, alimentos y educación. La despedida fue tan rápida que Lucila no tuvo tiempo de entender lo que sucedía. La ausencia de su hermana le dolió después, conforme fue dándose cuenta de que en los sitios en donde siempre encontraba a Herminia había sólo vacío y de que los momentos de sus eternas conversaciones y juegos los colmaba el silencio.
Lucila lloraba a escondidas para no mortificar a su madre que un día, al fin, la sorprendió bañada en lágrimas. No encontró más forma de consolarla que decirle: No sufras tanto por Herminia. Piensa que está lejos, pero viva. Malo sería que le hubiera sucedido algo terrible como un accidente o una enfermedad mortal, porque entonces sí no volveríamos a verla. En cambio, como sucedieron las cosas, algún día podremos ir a visitarla o ella vendrá.
Comprendo que de aquella conversación Lucila tomó la sabiduría que le permite seguir adelante contra viento y marea, orgullosa de sus habilidades para cocinar. Los clientes que elogian sus platillos a veces piden que se acerque a su mesa para felicitarla. Oigo que le preguntan en dónde está su secreto para hacer las salsas y los adobos. Ella les enumera los condimentos en términos de puntas de cuchara y pizquitas. Lo que no dice es que en su buena sazón están su parloteo interminable y a veces también sus lágrimas.
III
Aunque Lucila no deje de hablar se da cuenta de todo, por ejemplo de que estoy triste. Me preguntó el motivo. Le confesé que diciembre me afecta, me entristece. Pienso en los familiares y en los amigos que ya no están. Cualquier cosa me recuerda que las fiestas de fin de año en mi casa siempre eran tristes porque mi padre las pasaba borracho.
En su intento por ocultarlo se volvía parlanchín, bromista, juguetón con mis hermanos y conmigo; con mi madre, cariñoso hasta la obscenidad. Ella lo rechazaba discretamente. Él se enfurecía por eso y porque nosotros no celebrábamos sus bromas. Al fin se iba a su cuarto llorando, horrorizado de tener hijos agrios y una esposa insípida.
Lucila aceptó que yo tenía motivos de sobra para agobiarme con esos recuerdos, pero luego me hizo notar algo en lo que no había pensado. En las Navidades que yo recordaba como momentos muy tristes de mi infancia había algo hermoso: la presencia de mi padre. Entonces, al fin niña, no imaginé que la situación empeoraría cuando llegara el diciembre en que mi padre se ausentó de nosotros para siempre.