Las yndias en quince estampas
Nònimo Lustre*. LQS. Mayo 2021
Gracias a la generosidad de IHC, he recibido un luxuoso volumen ilustrado profusamente. Aunque no sea lo acostumbrado en este tipo de libros, esta vez su título corresponde a su contenido: Arte imperial inca: sus orígenes y transformaciones desde la conquista a la independencia (Fondo Editorial del Banco de Crédito del Perú; Lima, noviembre 2020, 360 pp.) Salvo especificación en contrario, las siguientes citas bibliográficas son de este libro. Para ampliarlas, pinche en las ilustraciones. No espere leer investigaciones primarias ni propuestas seminales. Tampoco encontrará artículos arriesgados ni, mucho menos, heterodoxos –recuerden que lo edita un banco. Como cabía esperar de un producto ‘de regalo institucional’, falta esa scholarship a la que adoramos algunos. Ejemplos: no he conseguido averiguar quién es el editor general académico y no tiene ISBN. Pero las reproducciones de las ilustraciones –cuadros en su mayoría- son magníficas así que, pelillos a la mar.
Olvidemos la reflexión, abracemos la contemplación estética y admitamos que los párrafos siguientes son sólo unas glosas a unas imágenes cuya inspiración es ajena al Ande, su realización es lastimera y su propósito, meramente propagandístico. En estos óleos y tablas, los indígenas andinos –ni Inkas ni imperiales- son sólo una mano de obra aherrojada por los frailes, tinterillos y logreros que explotan su destreza con los tintes y tintas. Comencemos con una selección personal de quince dellas:
Era obligado que la primera ilustración fuera la del Santiago ex Matamoros mutado en Mataindios pues sintetiza perfectamente la importancia que un mito bélico-católico tuvo en la Invasión de las Yndias Occidentales. El cuadro en sí es de ínfima calidad pero su negrura refleja tan tosca como efectivamente la tenebrosidad que cayó sobre los invadidos, evangelizados a la fuerza.
Comenta la autora del ensayo que acompaña a este cuadro: “Las comunidades andinas fácilmente lo confundieron con los ritos tradicionales de poner el nombre: el ruthuchiku, que era administrado a niños y niñas al cumplir un año de edad, y el warachiku y quikuchiku, a muchachos y muchachas respectivamente, a los trece años. A la vez, los términos “bautizar” y “rebautizar” fueron utilizados tanto por el clero misionero como por los andinos ladinos para referirse a dichos ritos. En Roma y Salamanca, la Iglesia debatía la cuestión del bautismo de adultos: ¿habría de ser administrado con o sin instrucción doctrinal previa? Los teólogos salmantinos, notablemente el dominico Francisco de Vitoria y sus colegas, juzgaron que era necesaria la instrucción “no sólo en la fe sino también en la moral cristiana” (Rolena Adorno, 42) Por mi parte, sostengo que no hubo tal confusión sino que los andinos fueron forzados a disimular y ‘sincretizar’ para aparentar sumisión a los nuevos sacerdotes. Tampoco creo que las discusiones de los ‘teólogos salmantinos’ tuvieran mayor importancia en la Invasión. Cuando se esclaviza a una nación tiene que haber unos paniaguados académicos que peroren sobre el sexo de los ángeles pero eso no les interesa a los Señores de la Guerra.
Uno de los cientos o miles de arcángeles arcabuceros que pulularon en las Yndias. Son ángeles reconocidos por la Iglesia (Miguel, Gabriel y Rafael) que son resguardados por otros como Uriel, Baraquiel, Jehudiel y Sealtiel que fueron proscritos en el Concilio de Letrán pero que, aun así, fueron muy populares en las Yndias. Soldados celestiales vestidos con hopalandas que les permiten volar por encima de las montañas. Seres alados que han cambiado la espada por la pólvora. Aristócratas con vestuario de gala: aquí, con sombrero chambergo, valona al cuello, mangas acuchilladas, calzones gregüescos y verdes medias manchegas. Sin armadura en este caso. Barroco puro.
Hoy nos parecerá ridículo que unos ángeles vayan armados. Pero, recapacitemos: si los dioses son guerreros, sus mayordomos también deben serlo. Esto de rechazar la coyunda Dios-Homicidio es un prejuicio no menos ridículo nacido de la absurda creencia en que los Entes de Fé son personificaciones de la paz y llevan amor pero no armas. Entonces, ¿por qué hay Órdenes monástico-militares?, ¿de dónde sale la expresión “curas trabucaires”? Es dudoso que exista la Fé Verdadera pero es seguro que, en las Américas, sólo prosperaba –y prospera- al amparo de la pólvora y del acero. Dicho de otro modo: estos cuadros son atemporales.
La beata Catalina estaba obsesionada con elevarse de su ínfima dignidad como superiora de un beaterio al más elevado de madre, abadesa o no. Escribió al rey voluminosos expedientes para que la toca blanca de este cuadro pudiera ser sustituido por el velo negro de las madres. Y, en 1746, limosneó por el sur del Pirú consiguiendo 4000 pesos, insuficientes para que su desastrado beaterio se exaltara a convento de clausura. Volvió a Lima donde sus parientes de la aristocracia indígena reunieron un enorme caudal. Pero, cuando se aprestaba a sobornar (sic) con él a la aristocracia vaticana, murió en 1774. Para la Corona y el Papado, olía mal el dinero de la india heredera de curacas y otras dignidades incas.
Aunque la riqueza argentífera de Potosí era conocida por los incas e incluso por los primeros vagabundos invasores, no fue oficialmente descubierta hasta que, en 1545, llegó al Cerro Rico una partida de militares analfabetos y tomó posesión según un documento que rezaba: “y de otros españoles y naturales que aquí en número de sesenta y cinco habemos, tanto señores de basallos como basallos de señores, posesionóme y estaco deste cerro y sus contornos y de todas sus riquezas, nombrado por los naturales este cerro Potosí”. En 1660, con cerca de 200.000 vecinos, la ciudad de Potosí era mayor que cualquier ciudad española e incluso igualaba a París y Londres. Los indígenas acarreados en la odiosa mita, los mitayos, sucumbían en pocas semanas tanto por la tiranía laboral como por el uso del azogue –mercurio- con el que se amalgamaba la plata. Por su prosperidad material, su mortandad y su violencia, era llamada Babilonia. De ahí que se levantaran 32 conventos y templos –para perdonarla, claro está.
Según L.E. Caballero, es una Virgen triangular con indumentaria postiza. Y concluye que “este cuadro recuerda la distribución de las historias en los retablos medievales en cuerpos (en sentido horizontal) y calles (en sentido vertical). Es una cuadrícula plana carente de la ilusión de profundidad que ofrece la perspectiva. Su orden jerárquico: la forma más grande es la Virgen-Montaña. La siguen las jerarquías celestiales y después las terrenales. Destacan el sol y la luna y, pequeñísimos, el inca y su hijo, otros habitantes y unas cabañas, entre ellas una situada en el centro del pecho de la Virgen que ¿representa? la entrada a las entrañas del Socavón.” Es probable que los indígenas se extrañaran de que sus montañas sagradas, los apus y urqus, fueran sacralizados por una deidad extraña y, más aún, que el cuadro se pintara cuando el estaño estaba sustituyendo a una plata a punto de agotarse.
Una de las rarísimas representaciones que reconocen la deuda de la Corona española para con los indígenas acarreados a Potosí. Sin el genocidio de los mitayos, aquel fabuloso tesoro argentífero no habría podido extraerse a través de los cientos de galerías que horadaron el Cerro Rico. Ni se hubieran ensayado artilugios mineros como el cárcamo y la gubia. En cuanto a las columnas de Hércules (non plus ultra) a las que se aferra ‘el Inca’, diría que son el paradigma del clavo ardiendo.
Escandaliza el contraste entre los andrajosos indígenas y los enjoyados santitos y virgencitas. Y más aún que esta obscena exhibición de la tiranía fuera considerada un espectáculo callejero bendecido y organizado por los frailes –con los jesuitas a la cabeza.
A la derecha de la imagen, el Inca y su esposa, la Colla, parecen estar al margen del bien y del mal pero sobre sus súbditos recae la maldición satánica. Esos que ahora son tildados de ‘demonios’ con cuernos, eran ayer los mismos que soportaban en las procesiones el peso de los pasos. Como veremos en la siguiente estampa, esos malignos luciferes no tardarían en insubordinarse con (contra) todas las de la ley.
Asegurar que los flecheros son “indígenas cristianos” es muy arriesgado puesto que indígenas eran pero cristianos… Es cierto que Santos Atahualpa expulsó a los franciscanos que infectaban su territorio y es probable que algún misionero fuera flechado pero no hubo la matazón ‘anticlerical’ que insinúa este cuadro. La escandalosa diferencia de estatura entre los ‘españoris’ y los ‘indios’ no es producto de la perspectiva sino una manía general de la iconografía de Yndias, donde los indígenas son sistemáticamente mucho más bajitos que los europeos. Pero, en este caso, los ‘indios’ no son retratados con facciones demoníacas –quizá porque su lejanía impide los detalles faciales.
La rebelión de Santos Atahualpa no se desarrolló en los Andes sino en su piedemonte y, más intensamente, en la Selva Central y periferia de la Amazonia. Ocurrió cuarenta años antes que los alzamientos de los Túpac quechuas y aimaras de 1780 y 1781 –los veremos en el siguiente acápite. Y, además, fue el primero en predicar el Inkarri o regreso del Inca. Incluso añadiría que su portavoz no fue apresado y ejecutado por los españoles sino que, simplemente, desapareció: ¿puede haber mejor inauguración para la definitiva sublevación anti-colonialista?
La Independencia
Las guerras por la Independencia latinoamericana no comenzaron con ningún Grito ni con la aparición de Próceres inmarcesibles sino mucho antes. En lo que atañe al ex Tawantinsuyu (Pirú y aledaños), pese a sus derrotas, las rebeliones del siglo XVIII encabezadas por los Túpac Amaru (en quechua, serpiente resplandeciente) y del aimara Túpac Katari anunciaron que llegarían sublevaciones mayores que desembocarían en la Independencia. Por ello, comenzamos este parágrafo con tres ilustraciones anteriores al siglo XIX.
Una rareza. Este cuadro es de los poquísimos que retratan personal y directamente a un aristócrata indígena –encima, una señora con apellidos decisivos en el tardo-imperialismo español. En plan modisto de moda, escribe un estudioso: “El excepcional retrato de la “ñusta” Manuela Túpac Amaru permite constatar que esas mangas no fueron de uso exclusivamente masculino. Se trata de una pintura utilizada por sus descendientes, los Betancourt Túpac Amaru, en la disputa judicial por el marquesado de Santiago de Oropesa, título asociado con la legítima sucesión incaica. En este lienzo, la noble mestiza aparece flanqueada por los escudos español e inca (este último ciertamente “reinventado”). Por medio de un atuendo básicamente indígena, Manuela acredita su ancestro incaico, pero ciertos detalles cruciales simbolizan su lealtad personal y familiar a la Corona española. Debajo de la lliclla [manto] asoman acampanadas mangas de encaje similares a las de los curacas del Corpus; sobre el fondo negro de la prenda destaca una banda roja y blanca –colores emblemáticos de la Casa de Austria– que se complementa con el tupu [alfiler] de plata, donde campea el águila bicéfala del imperio de los Habsburgo. Aunque para entonces ya se había producido el cambio dinástico en España, la élite local seguía testimoniando su gratitud hacia las concesiones otorgadas por el último de los Austrias.” (Luis Eduardo Wuffarden, 159)
La pequeña historia de este cuadro es muy instructiva porque refleja el racismo de la casta virreinal… y la imbecilidad o el miedo de sus herederos:
<< La verdadera piel del lienzo, que quedaría expuesta luego de despintar la capa superior, le mostró al historiador de arte algo inédito: el rostro real de una mujer de la nobleza incaica. Hasta entonces, los libros de arte solo habían compartido imágenes idealizadas de ñustas y collas, con trajes de colores brillantes que se asumía correspondían a tiempos del esplendor incaico. Manuela Tupa Amaro, sin embargo, se mostraba aquí en su aspecto real, cotidiano, de carne y hueso, digamos, vestida con un simple faldón negro y una lliclla del mismo color.
Aunque casada con el criollo Bernardo de Betancur y Hurtado de Arbieto, esto no le permitió un ascenso económico, pues ella misma declararía, como consta en los añejos legajos del Archivo Regional del Cusco, haberse “casado pobre”.
Los años finales de Manuela fueron difíciles, declarándose a sí misma “enferma de enfermedad corporal” y luchando por un reconocimiento que no llegó nunca. Reclamaba para sí el codiciadísimo marquesado de Oropesa, que era casi como proclamarse heredera de la corona inca. A pesar de la larga y dura batalla, el título no le fue concedido jamás. Sus hijos, luego, continuarían la lucha con resultados infructuosos, mientras otro personaje reclamaba el mismo título: José Gabriel Condorcanqui, más conocido como Túpac Amaru II.
¿Por qué alguien querría cubrir la imagen de esta mujer? Natalia Majluf, directora del MALI, ensaya una respuesta: “Pensamos que fue por la preocupación que tuvo la corona después de la rebelión de Túpac Amaru, por las pretensiones de nobleza indígena”. El herético, y acertado, atrevimiento de Stastny de despintar al Cristo permitió, también, conocer más de cerca el mundo de la nobleza indígena en la colonia.
Se trataría de una copia de otro retrato de Manuela pintado a inicios del siglo XVIII. El cuadro recuperado por Stastny habría sido mandado a pintar por los hijos de Manuela, durante el sonado juicio desatado a José Gabriel Condorcanqui por el marquesado de Oropesa, para presentarlo como prueba de su descendencia y de las prerrogativas de nobleza de su madre. “Hay historiadores -señala Majluf- que sugieren que en realidad el rechazo de los nobles indígenas del Cusco a las pretensiones de Túpac Amaru y su poca suerte en el juicio fue uno de los elementos que lo condujeron a rebelarse”.
Luego de la rebelión de Condorcanqui, la respuesta de España fue dura. España mandó a vigilar entonces a la familia Betancur y a otros nobles, y se prohibió cualquier representación que evocara el pasado indígena. Cubierta por el manto protector del Señor de los Temblores, el retrato de Manuela logró perdurar. Majluf añade: “Este cuadro es la imagen de un grupo social que prácticamente desapareció en la República; además, como tradición pictórica quedan pocas imágenes que dan cuenta de la historia de estas importantes figuras>> (mis cursivas; Maribel de Paz, “El cuadro que volvió a nacer”, en El Comercio, Lima, 02.VIII.2015)
Del infortunado Túpac Amaru II –el primero es del siglo XVI- existen infinidad de estampas populares que narran su cruel suplicio en plaza pública. Por su inherente morbo, no voy a comentarlas. Pero mencionaré que no es ilusorio que el ajusticiado de mala manera vaya a caballo puesto que era acemilero buen conocedor de una red de caminos comerciales que traspasaba los límites de los Perú y Bolivia actuales –hoy diríamos, director de una empresa logística con camiones y peones.
Casi simultáneamente a la sublevación del anterior revolucionario, estalló el movimiento pre-independista de Túpac Katari, aymara de nación. Huelga añadir que fue derrotado por la fuerza del ejército imperial español –glorioso… y sádico, véanse en el lado izquierdo, los ahorcados. Pero, sitiada la ciudad de La Paz por el pueblo indígena, es cierto que estuvo a punto de triunfar la insurrección. Es flaco consuelo que los vencedores sólo nos dejaran este plano de aquella ciudad.
Sin entrar en detalles del desventurado Prócer Francisco de Miranda –asesinado en una mazmorra gaditana-, me extasío ante el diseño de este pabellón naval: una sonriente luna llena pero, detrás, un sol naciente. A pesar de que los íconos son potentes, la composición está desequilibrada. Una lástima porque el gallardete tiene un aire cosmopolita –Miranda lo era en grado sumo-, pero también un aspecto general que evoca al Caribe azul.
Una india flechera cauciona el poderío de Bolívar. Un año después de que Figueroa pintara el anterior retrato, Bolívar dictó en Cúcuta su primer decreto indigenista; huelga añadir que nadie se tomó la molestia de respetarlo y menos de cumplirlo. Quizá porque El Libertador no amaba efusivamente a los indígenas: “Los blancos [quiteños y peruanos] tienen el carácter de los indios, y los indios son todos truchimanes, todos ladrones, todos embusteros, sin ningún principio de moral que los guíe” (Carta al general Santander, 07.I.1924, cit. en M.A. Perera, La Patria indígena de El Libertador. Bolívar, Bolivarianismo e Indianidad, p. 96, Debate, Caracas, 2009) Y, ya que estamos en el ex Tawantinsuyu, estando Bolívar precisamente en el Cusco de 1825, promulgó unas leyes para favorecer a los “pobres indígenas… [porque] Yo pienso hacerles todo el bien posible: primero por el bien de la humanidad, y segundo porque tienen derecho a ello, y últimamente, porque hacer bien no cuesta nada y vale mucho” (ibid: 97) Excuso decir que estas normas filantrópicas tuvieron la misma suerte que sus precedentes.
Un arcaico soberano Inka, quizá mítico quizá real, ofrece el Templo del Sol a un Libertador a caballo y con bicornio. Si recuerdo lo escrito en la ilustración anterior, me pregunto: ¿por qué?
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