Lázaro Cárdenas: la nacionalización del petróleo en México
Por Daniel Alberto Chiarenza*
“La Standard Oil exige la inmediata invasión a México, Cárdenas advierte que incendiará los pozos si asoma un solo soldado en la frontera. El presidente Roosevelt silba y mira para otro lado, pero la corona inglesa hace suyas las furias de la Shell y anuncia que no comprará ni una gota de petróleo mexicano. Francia dice que tampoco. Otros países se suman al bloqueo. México no encuentra quien le venda una pieza de repuesto; los barcos desaparecen de sus puertos […] Cárdenas no se baja de la mula. Busca clientes en las áreas prohibidas, la roja Rusia, la Alemania nazi, la Italia fascista, mientras las instalaciones abandonadas van resucitando poquito a poco: los trabajadores mexicanos remiendan, improvisan, inventan, se las arreglan como pueden a fuerza de puro entusiasmo, y así la magia de la creación va haciendo posible la dignidad”.
Eduardo Galeano: Memoria del fuego 3. El siglo del viento.
18 de marzo de 1938: el presidente mexicano Lázaro Cárdenas nacionaliza la industria del petróleo
Mediaron diez meses entre el estallido de la huelga de trabajadores petroleros y la resolución del conflicto. Éste consistió –en ausencia de un arreglo y tomando en cuenta las conclusiones alcanzadas por la omisión pericial- en el decreto expropiatorio del 18 de marzo de 1938, que afectaba los bienes muebles e inmuebles de las siguientes compañías: Compañía Mexicana de Petróleo “El Águila”, Naviera San Ricardo S.A., Huasteca Petroleum Co., Sinclair Pierce Oil Co., Mexican Sinclair Petroleum Corporation, Stanford y Cía. Sucs., Penn Mex Fuel Co., Richmond Petroleum Co. of Mexico S.A., Compañía Petrolera “Clarita” S.A., Compañía Petrolera Cacalilao S.A., California Standard Oil Co., Sabala Transportation Co., Compañía de Gas y Combustible “Imperio” S.A., Consolidated Oil Companies of Mexico S.A. Y Compañía Petrolera “El Agwi” S.A.
A partir de aquella épica fecha, una empresa oficial –PEMEX- tomó a su cargo los negocios petroleros enfrentando, además de la necesidad de improvisar toda clase de servicios imprescindibles para el funcionamiento, una lucha acérrima con las empresas expropiadas, las que, al igual que en pasado –después de la sanción de la Constitución mexicana de 1917-, no se resignaron a perder sus beneficios. Dijo Silvia Herzog: “acudieron a toda clase de procedimientos, lícitos e ilícitos, para hacer fracasar a la nueva empresa”. Sin embargo, a diferencia del gobierno inglés que rompió relaciones con México, el Gobierno estadounidense no tomó aquí la decisión de una intervención militar (no hubiera sido la primera) ni de una presión económica y diplomática insoportable para forzar al gobierno y a los sindicatos mexicanos a dar marcha atrás. No debe olvidarse el peso preponderante que correspondía a los Estados Unidos en esos años, como antes y después, en las relaciones económicas internacionales de México, para captar en su justa medida el peligro que aquí gravitaba. Así, en 1937, el 56% de las exportaciones mexicanas se dirigían a ese país, y el 62% de sus importaciones procedían de él: este último porcentaje sólo era superado, en América Latina, por el comercio exterior yanqui hacia Cuba.
Los apologistas del imperialismo estadounidense, sustentadores de una concepción muy particular del “imperialismo” que les permite sostener que, para esta época, el mismo ya había sido prácticamente liquidado, encuentra en este caso la mejor ilustración de semejante tesis. Dice, por ejemplo, Samuel Flagg Bemis: “Nada revela mejor la injusticia de los escritores que han atacado con fines polémicos a Estados Unidos por sus supuestos apetitos imperialistas, que su tendencia a exagerar la actuación de Estados Unidos en Nicaragua y a hacer caso omiso de la paciencia de que dio pruebas con respecto a México en circunstancias que hubieran dado lugar a la intervención inmediata por cualquier otra gran potencia en los asuntos de un vecino tan provocador, situado a sus mismas puertas, que era al mismo tiempo un deudor en falta, pero rico en recursos naturales y en materias primas. Sirvan de testigos Corea, Manchuria, China, Argelia, Marruecos, Checoslovaquia, Polonia, Rumania, Grecia y Rusia. En el imperialismo del siglo XX, México ha tenido a un vecino indulgente al norte del Río Bravo”.
Sin embargo, este mismo autor nos habla más adelante de la proximidad de las elecciones en los Estados Unidos, para las que Roosevelt y “el New Deal necesitaba los votos de los sindicatos obreros, que fraternizaban abiertamente con las organizaciones de México”, y nuevamente que “en esta campaña el gobierno mexicano se apoyó en la simpatía” –no compartida, evidentemente, por este historiador- “de los sindicatos obreros de Estados Unidos”.
El expresidente interino de México (1928-1930) Emilio Portes Gil da una versión altamente idealizada de la actitud del gobierno demócrata estadounidense, al plantear que el secretario de Estado Cordell Hull sostenía a las compañías, pero que “había una voz respetable que atemperaba los impulsos imperialistas del secretario de Estado y ésta era indudablemente la del presidente Franklin D. Roosevelt, cuya afinidad ideológica con el presidente Cárdenas era históricamente la misma que la que existió en momentos igualmente aciagos entre otros dos grandes presidentes: Juárez y Lincoln”.
Apuntemos, a través del ya citado E. Galeano, algunas características del presidente Cárdenas: “México no se lava las manos ante la guerra de España, Lázaro Cárdenas, raro presidente amigo del silencio y enemigo del aspaviento, proclama su solidaridad, pero sobre todo la practica: envía armas al frente republicano, a través de la mar, y recibe a los niños huérfanos que los barcos traen a montones”.
Después de Lázaro Cárdenas, México parece no poder salir de la “Maldición de Malinche”; aunque siendo, tal vez demasiado optimista, debo decir que el país parece recuperar las glorias cardenistas desde que el izquierdista Andrés Manuel López Obrador (AMLO) está al frente del gobierno azteca.
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