Los ojos de un animal moribundo expresan
“el lamento infinito de toda la creación”
Jiménez Lozano
La polémica sobre los derechos de los animales ocupa un lugar menor en la historia de la filosofía. Hasta el siglo XIX, el hombre era la imagen de Dios, mientras que las bestias, desprovistas del alma, sólo eran máquinas, vivientes con terminaciones nerviosas, pero carentes de razón y emociones. La teoría evolutiva modificó esta perspectiva, evidenciando que la distancia que separaba a los hombres de los animales era mucho menor de lo que había establecido hasta entonces la teología cristiana. Tras la tormenta inicial, se impuso la hipótesis de Darwin, pero, en el ámbito de la ética, surgió de inmediato un argumento concebido para preservar la singularidad de lo humano: aunque el origen sea común, no hay más que un animal racional. El pensamiento abstracto y la capacidad simbólica sólo pertenecen al hombre. Esto determina una diferencia esencial que excluye a las otras especies del discurso moral, pues sólo puede haber obligaciones entre iguales. Gobernados por el instinto, los animales actúan de acuerdo con pautas biológicas, ajenas a cualquier especulación racional. Exigirles responsabilidades es ridículo, pero atribuirles derechos no es menos insensato.
Tomás de Aquino y Kant ya habían observado que los animales son “cosas”, simples “medios” para garantizar determinados bienes (vestido, alimentación, locomoción, etc.). No pueden existir, por tanto, deberes hacia ellos. Tomás de Aquino y Kant habla de deberes indirectos, que se desprenden de nuestras obligaciones hacia el género humano. Lo más reprobable de la crueldad con los animales no reside en el dolor que se les inflige gratuitamente, sino en la disposición que revela hacia otros semejantes. El que actúa brutalmente con una bestia tiene el corazón endurecido y también puede ser despiadado con sus congéneres. La compasión con los animales tonifica la moralidad, previniendo conductas indeseables.
Descartes y los jansenistas de Port-Royal mostraron menos sensibilidad que la tradición tomista. Pioneros de la vivisección, no se inmutaron ante los gritos de los animales que utilizaban en sus investigaciones. Sin embargo, los chillidos eran molestos y entorpecían su trabajo. La solución fue sencilla: les cortaron las cuerdas vocales. Dos siglos más tarde, Pío IX prohibía en Roma la fundación de sociedades protectoras de animales, pues entendía que no podían existir obligaciones hacia unas criaturas cuya existencia no tenía otro sentido que satisfacer las necesidades humanas. Solemos olvidar que Descartes formuló sus argumentos en una época donde no se conocía la existencia de los grandes simios y en la que apenas se podía sospechar la continuidad que une a todas las especies, de acuerdo con la teoría evolutiva.
Las primeras reacciones adversas a esta línea de pensamiento hay que buscarlas en la tradición anglosajona. Bentham apunta que la cuestión no es ¿pueden razonar?, o ¿pueden hablar?, sino ¿pueden sufrir?, y Darwin, trasladando su perspectiva evolutiva al ámbito moral, observa que los sentimientos humanitarios hacia los animales inferiores son una de las últimas adquisiciones morales. Los intentos del filósofo canadiense Michel Fox de excluir a los animales de la comunidad moral, fracasaron cuando advirtió que ciertos humanos (disminuidos psíquicos, recién nacidos, enfermos en estado de coma), muestran las mismas deficiencias racionales que los animales menos evolucionados. Peter Singer afirma que el movimiento contra la esclavitud, las campañas de las sufragistas inglesas en favor de la igualdad de los sexos y la lucha por los derechos de los animales, muestran una notable afinidad. Se trata de reivindicaciones que en sus inicios sufrieron el descrédito de la burla. Reducidas a extravagancias, tardaron mucho tiempo en adquirir la fuerza de una causa perfectamente racional. La esclavitud y la discriminación de la mujer no han desaparecido completamente. De hecho, en algunos países (Sudán, Arabia Saudí, Afganistán) el estado de la cuestión es particularmente desalentador, pero es innegable que en ambos casos se han conseguido indiscutibles avances.
En cuanto a la batalla por los derechos de los animales, no hay muchas razones para el optimismo. Particularmente, en un país donde las corridas de toros aún gozan del reconocimiento de icono cultural. Los espectáculos con animales no son un patrimonio de nuestra tradición. Ya existían en toda Europa, cuando la Ilustración denunció su inmoralidad. El espíritu ilustrado pasó por España de puntillas y apenas logró transformar las mentalidades. La crueldad con los toros no es un rasgo del genio español, sin un mero anacronismo. Es imposible encontrar un criterio aplicable a todas las especies por igual. Dado que el dolor es una experiencia compleja que incluye aspectos físicos y psíquicos, sólo podrá hablarse de un mal moral cuando exista un sistema nervioso suficientemente desarrollado. En este sentido, la capacidad de sufrimiento determinará la dimensión moral de nuestra conducta con otras especies.
Durante el curso 1997-1998, el escritor sudafricano J. M. Coetzee impartió una serie de conferencias en la Universidad de Princenton. Reunidas en forma de libro (Las vidas de los animales), Coetzee puso sus palabras en boca de un personaje imaginario, la novelista australiana Elizabeth Costello, invitada por el Appleton College para participar en sus charlas anuales, seguidas de un debate con el público. Este procedimiento no resta un ápice de rigor a los argumentos empleados. El resultado es un híbrido, donde el ensayo se beneficia de los recursos narrativos (ironía, distancia, desdoblamiento, reversibilidad), mientras el relato adquiere la consistencia de las ideas. Coetzee rehúye la autocomplacencia, mostrando las incoherencias de su personaje. Su retrato está lleno de mordacidad y ternura. Elizabeth Costello es una vieja extravagante que no respeta las convenciones sociales. Invitada para hablar de su obra, aprovecha la ocasión para abordar un tema embarazoso, utilizando razonamientos que no disimulan su intención provocadora. Desde su punto de vista, apenas hay diferencias entre los campos de exterminio del Tercer Reich y las granjas donde los animales viven estabulados, esperando su sacrificio.
La “ignorancia voluntaria” de los que vivían en las proximidades de Treblinka o Auschwitz y, en general, de los ciudadanos alemanes y europeos que desviaron la mirada ante las atrocidades del régimen nazi, sólo es comparable con la indiferencia de los que actualmente conviven con la matanza industrializada de millones de animales, sin mostrar ninguna inquietud. La perversidad moral de unos y otros tiene la misma raíz: la negación de derechos a todos los que no pertenecen a una etnia (la comunidad aria) o a una especie (el ser humano). El crimen del régimen nacionalsocialista fue “tratar a las personas como animales”, pero no es menos escandaloso aceptar para los animales lo que nos parece inadmisible en el caso de los humanos. Justificar la muerte del ganado, los conejos y las aves de corral, aduciendo que son especies destinadas al consumo, no es menos inmoral que pedir indulgencia para los verdugos de Treblinka, porque fabricaban jabón y relleno de colchones con la grasa corporal y el cabello de sus víctimas. De hecho, “los nazis aprendieron a procesar los cuerpos muertos en los mataderos de Chicago”.
Supuestamente, la superioridad del ser humano sobre las demás especies reside en su capacidad de raciocinio, pero hay ciertas operaciones racionales, cuya complejidad exige un largo aprendizaje. ¿Significa eso que no se es plenamente humano hasta que se adquieren estas destrezas? Si la esencia del hombre consiste en su habilidad para formular teoremas o resolver aporías morales, ¿no se podría excluir del género humano a las culturas menos avanzadas o a los que, por su edad o limitaciones intelectuales, son incapaces de abordar estas cuestiones? Siguiendo esta línea argumentativa, ¿no se podría afirmar que los hombres de otras épocas no eran humanos? Desde el punto de vista moral, ¿cuáles serían entonces nuestras obligaciones hacia los homínidos que precedieron al Homo sapiens? ¿Se podría afirmar que sólo tendrían derechos los homínidos que condujeron al hombre en su forma actual? ¿Habría entonces que excluir al Neandertal, porque pertenece a otra línea evolutiva?
El cogito cartesiano –apunta Coetzee- convierte al hombre en “una máquina fantástica de razonar que genera pensamientos”, cuando “ser en plenitud es vivir como un cuerpo-alma”, esto es, como “un alma viva, un alma corporeizada con extremidades que se prolongan en el espacio”. La experiencia de ser en el mundo no se obtiene mediante la cogitación, sino a través de la “sensación”, de “una sensación con una honda carga afectiva”. Y esa sensación se halla indistintamente en todas las especies. El horror de las “colonias penitenciarias” donde hemos recluido a las especies destinadas al consumo, nace de “la incapacidad de imaginarse en el lugar de las víctimas”. Sin empatía, nunca podremos compartir el ser del otro. El sentido de la tortura no es obtener información, sino reducir al otro a la condición de cosa. La degradación de un cuerpo sometido a cualquier forma de suplicio responde al deseo de despojarle de su humanidad. La política puede convertir este procedimiento en virtud, pero cuando no median causas que supuestamente justifiquen el recurso a la violencia, el encarnizamiento con el otro adquiere rasgos de patología mental.
El psicópata es el que carece de empatía. Sin embargo, ¿no es eso lo que caracteriza al comportamiento humano respecto a otras especies? De alguna forma, ¿no padecemos una patología colectiva, semejante a la que propició el genocidio nazi o los autos de fe? No se puede matar a un igual, pero sí a lo radicalmente otro, es decir, al judío, al hereje o a un ave de corral, que sólo actúa de acuerdo con patrones fijos de conducta. El determinismo ciego del comportamiento animal corrobora la hipótesis cartesiana de que los animales sólo son autómatas, maquinas que se mueven conforme a impulsos mecánicos. Por eso, nunca podremos ponernos en su lugar. Coetzee refuta esta objeción, afirmando que si logramos identificarnos con personajes que nunca han existido (Emma Bovary o Marion Bloom), también podremos mirar el mundo desde la perspectiva de “cualquier ser que comparta con nosotros el sustrato de la vida, ya sea un chimpancé, un murciélago o una ostra”.
Se apela a los dioses para justificar la explotación de los animales, pero tal vez los dioses no son más que un recurso ad hoc para legitimar los fundamentos de nuestra cultura. Se afirma que un ternero carece de conciencia, pero tampoco se advierte ese sentimiento en un recién nacido y su inmolación nos parece mucho más aberrante que la de un adulto. Lo cierto es que: ¿cuál es la diferencia entre una especie que envía una sonda a Marte y otra que utiliza sus antenas para explorar su entorno? ¿No hay algo semejante en ambos actos? ¿No es cierto que despersonalizamos a otras especies, pues es más fácil matar a un cordero anónimo que a otro al que hemos criado y puesto un nombre? ¿Acaso no es verdad que los escuadrones de la muerte o los cuerpos de élite de algunos ejércitos, fuerzan a sus reclutas a cuidar de una mascota durante meses, para luego obligarlos a matarla, con el objeto de borrar cualquier sentimiento de compasión? En realidad, afirma Coetzee, los animales son “los prisioneros de una larga guerra que libramos hace mucho tiempo y que ganamos gracias a las armas de fuego”. El prisionero de guerra no pertenece a nuestra tribu y por eso podemos escarnecerlo, torturarlo, esclavizarlo o matarlo. De hecho, es lo que hacemos con los animales y lo que hicieron los nazis con los “pueblos e individuos inferiores” durante su gobierno criminal.
El conductismo mide la inteligencia de una rata por su habilidad para encontrar la salida de un laberinto, pero ¿qué sucedería con un hombre arrojado en la selva amazónica? Moriría en unos días, incapaz de orientarse o encontrar comida. ¿Significa esto que la especie humana es menos inteligente que cualquier animal adaptado a ese entorno o más bien confirma la necedad de estos experimentos? En nuestro país, Fernando Savater ha escarnecido a los defensores de los derechos de los animales, exaltando las virtudes del espectáculo taurino, un rito que, desde su punto de vista, renueva una y otra vez el triunfo de la vida sobre el poder de la muerte. Convertir al toro en un animal simbólico e investir la fiesta de resonancias telúricas o mitológicas, no impide que este tipo de argumentos desprenda un insoportable hedor a machismo. “Las ramificaciones políticas de esta actitud –apunta Coetzee- son merecedoras de toda nuestra desconfianza”. Preferimos quedarnos con el espanto de Camus ante el grito de una gallina degollada por su madre en el patio de su casa. Entonces era un niño, pero ese grito de agonía se prolongó hasta 1958, cuando escribió un apasionado artículo en contra de la guillotina. La amplia resonancia de este escrito propició la abolición de la pena de muerte en Francia. “¿Quién puede sostener, así las cosas –se pregunta Coetzee-, que la gallina no habló?".