Los/las
Yo no sé si alguien habrá observado (alguien o «álguiena») que los artículos que voy escribiendo aquí empiezan todos (o todas, porque también, en lugar de artículos, palabra masculina, podría considerarlos en femenino y entonces serían, por ejemplo, reflexiones) con un artículo, femenino o masculino pero siempre plural, y todos ellos de la especie que en gramática se consideran, si no ha cambiado mucho la cosa, determinados: «los» o «las». Así, «Los deportes», «Las muletillas», «Las injurias», «Los fantasmas», «Los vascos», «Las estatuas», «Las actrices», «Las digresiones», «Los siglos», «Las manifestaciones», «Los errores», etcétera, etcétera. Voy comentando así (porque analizando sería mucho decir tratándose de mis ligeras observaciones) cosas, situaciones, comportamientos y también a las personas que se diferencian de algún modo de las demás en sus actividades y filosofías. A veces medio analizo algún concepto, pero poca cosa.
¿A qué viene todo esto? Viene a que se me ha ocurrido pensar algo que todo el mundo sabe -el mundo y «la munda», claro está-, y es que hay palabras femeninas y palabras masculinas, y que estos conceptos, infinidad de veces, poco o nada tienen que ver con un cierto carácter sexual que justificara el uso de palabras femeninas o masculinas para expresarlos.
Recuerdo una obra del autor Pedro Muñoz Seca que se titulaba «Anacleto se divorcia», en la que una pareja se divorciaba y decidían repartirse el patrimonio por ese sistema: los objetos que se designaran con palabras masculinas para él, y los que se nombraran con palabras femeninas para ella, y ahí se armaba una nueva bronca entre ellos (¿o debo decir entre ella y él, porque al decir «ellos» la pareja quedaría masculinizada y yo podría ser sospechoso de machismo?, aunque no creo, porque obsérvese que los llamo «la pareja», incluyendo al varón en este femenino). Por ejemplo, ante un mueble, la señora lo reclamaba diciendo que era «una cómoda», y él también lo reclamaba afirmando que era «un aparador». Y no era fácil resolver aquel conflicto. La tesis del autor era, más o menos, que el divorcio era una cosa ridícula. Era su modo jocundo de hacer un teatro antirrepublicano.
Lo que hay en el fondo de esta anécdota y de mis bromas, en este artículo, con el masculino y el femenino en el habla castellana -o en el lenguaje castellano- es su conformación masculinista, que nos pone en el trance, por ejemplo, de llamar «los hombres» al conjunto de los hombres y las mujeres, o «los escritores» al conjunto de los escritores y las escritoras o «los habitantes» a las personas -hombres y mujeres- que habitan en una ciudad o «los niños» a los niños y las niñas. El problema reside en que la solución que se le está dando en el habla y en la escritura de ciertos medios progresistas no es literariamente buena, pues no se puede arrastrar sin pérdidas estéticas graves el no contar con palabras que expresen los conjuntos de personas en los que hayan hombres y mujeres.
Mi opinión es que la mejor solución es decidir, al margen de todo masculinismo (o machismo, fea e internacional palabra), que la palabra ciudadanos abarca al conjunto de mujeres y hombres que viven en una ciudad y que los abogados son las mujeres y los hombres que se dedican a esa profesión, y que los jueces son ellos y ellas (así se podría evitar la terrible palabra jueza, por ejemplo). Y así el discurso adquiriría la fluidez deseable, y ya no habría que decir siempre los niños y las niñas para hablar de la infancia, una vez desprovistas las palabras creadoramente, de sus connotaciones históricas detrás de la palabra niños estarían muy ricamente las niñas, en un lugar que nadie tendría que prestarles ni concederles, porque el lenguaje habría llegado a esa conquista de lo obvio, y lo obvio es que los signos verbales son arbitrarios y que sería estúpido atribuir a una «o», por ejemplo, un carácter masculino, o a una «a» un carácter femenino. De la misma manera que una «s» no quiere decir pluralidad ni siquiera en las lenguas en que sí la significan generalmente.
Lo peor, en el castellano, está ocurriendo cuando se escribe, por ejemplo, así: «Los/las ciudadanos/as de este país se dirigen a vosotros/as», etcétera. Mis lectores/as han de saber que yo no soy partidario de escribir así; de modo que no esperen de mí que hable de los médicos y las médicas, y mucho menos que escriba: los/las médicos/as. Un idioma así no es un idioma serio, caramba.
Nota del autor escrita hoy: Debo dar cuenta a quien lea este artículo que se trata de lo que en la jerga periodística se llama «un refrito» literal de uno que publiqué el siglo pasado (el 12 de junio de 1994) en el diario "Egin".
La razón de que lo traiga a colación ahora es que la Real Academia Española parece haber tomado en cuenta la cuestión lingüística de la que yo traté, y sigo tratando, en el articulillo hoy «refritado».
Ciertamente el asunto hoy en cuestión me traía a mal traer desde hace muchos años -un mal traer especial, mezclado con bastantes risas- y sé que a otras personas les ha pasado tres cuartos de lo mismo. Hoy veo el artículo escrito por Ignacio Bosque y suscrito por 26 académicos y me entero de que se están suscitando debates a este respecto, y ello me llena de satisfacción, aunque también podría decir que «a buenas horas, mangas verdes». A ver si en otros casos la protección de la Academia es más sensible a cuestiones que, efectivamente, deberían interesarle y mucho.
Sin ir más lejos ni esperar a mejor ocasión, voy a decirles ya que todos los días y en muchas radios es sometida a graves malos tratos la lengua española por parte de los locutores que leen los boletines de noticias. Son muchos los que corren que se las pelan para despachar lo antes posible la lectura de esos boletines sin tener en cuenta para nada lo que están diciendo, y haciendo de los textos una especie de «continuum» -como una «txistorra»- en el que la existencia de oraciones gramaticales y de significados es ignorada. El mérito de esos locutores parece residir en la velocidad con que sueltan -porque lo que hacen no es leer- su rollo.
¿Es que tienen mucha prisa? No parece que sea esa la razón del desaguisado porque cometen el mismo, con el mismo texto, varias veces, según suenen unas u otras señales horarias. Podían leer sus boletines menos veces y mejor, porque así ocurre que al final el radioyente se ha enterado quizás de que ha pasado algo en Damasco y de que hace bastante frío en Cuenca, aunque no queda muy claro si donde ha pasado algo es en Cuenca y donde hace frío es en Damasco, ¿o quizás en Bagdad? No es mucha, en fin, la información real, fetén, que se obtiene en la escucha de estos boletines, y ello resulta un poco chocante en una llamada «sociedad de la información».
Las tradicionales enseñanzas de lo que se llamaba «lectura expresiva» ya en los antiguos Conservatorios tendrían mucho que aportar en el caso de que llegara a funcionar una deseable «escuela de locutores» al servicio del idioma, hoy tan maltratado públicamente en los distintos medios, con indiferencia, al parecer, al menos de la mayor parte de los académicos de «Limpia, fija y da esplendor».
Nota número 2: Voy a terminar por hoy recordando dos claves sencillas que resuelven la mayor parte de las cuestiones a las que se refiere el documento de Ignacio Bosque y otros académicos.
Se trata de: primero, replantear con fuerza la clásica doctrina de Ferdinand de Saussure sobre la arbitrariedad de los signos lingüísticos -como ya dije en el artículo hoy «refritado»-, según la cual, por poner un ejemplo sencillo, la letra «o» no es ni más ni menos masculina que la «a», sino que ello dependerá de lo que los hablantes y escribientes convengamos que signifique.
Y segundo, establecer formalmente la tesis de que los plurales son inclusivos, o sea, incluyentes de los géneros masculino y femenino, ya sean referentes al sexo de las personas y de los animales, o sea atribuido uno u otro a las cosas.
Nota Final: Amigos a quienes he consultado sobre este tema de los locutores que leen a toda prisa me informan de que la penosa situación de la lengua castellana que aquí queda reseñada es sufrida también en los medios radiofónicos euskaldunes.
Ilustración de Adryan