Me indigno, luego existo
A mediados de octubre de 2011 en 951 ciudades de 82 países llenan las calles multitudes cuyo denominador común es la indignación.
Desde fines de los años ochenta en América Latina repletaban ciudades y campos movimientos sociales cuyo lenguaje era la furia.
A latinoamericanos y caribeños se nos llamó facinerosos, turbas, hordas, pero a la larga rompimos la dictadura política liberal y orientamos nuestra región hacia la izquierda.
A europeos y estadounidenses se los llama Indignados, pero son africanos quienes derrocan dictaduras en Egipto y Túnez y enfrentan a la OTAN en Libia y asiáticos quienes combaten los ejércitos del dólar y del euro en Afganistán, Irak, Pakistán y Bahrein.
La tarea del Tercer Mundo es hacer las revoluciones que el Primer Mundo jamás emprende o concluye.
¿Qué es la indignación? ¿Se disipará como la rabieta de las contraculturas de los sesenta? ¿Estallará en el relámpago revolucionario?
Todo sistema pretende funcionar en beneficio de todos y concluye funcionando para sí mismo. Un sistema es una ficción que se sostiene sobre la credulidad de sus víctimas. Cuando la contradicción entre farsa y realidad se hace evidente, la resignación deviene imposible. La indignación es la resignación que desborda el vaso.
Científicos suizos revelan en “New Scientist” (19-10-2011) que 147 corporaciones dominan la economía global; que el 88% de ellas son instituciones financieras como Barclays Bank, JP Morgan Chase, Merill Lynch, Deutsche Bank, Credit Suisse, Goldman Sachs, Morgan Stanley, Mitsubishi Group, Société Générale, Bank of America y Lloyds. Que en su mayoría son estadounidenses o inglesas. Que tras la última crisis diez empresas acaparan más de la tercera parte de la propiedad de Estados Unidos.
Estos dueños del mundo usan el poder político, el militar y el mediático para devastar la naturaleza, incrementar sus riquezas, hacerse inmunes a los impuestos, lucrar fabricando armamentos y declarando guerras de pillaje, descargar sobre los trabajadores el costo de crisis y rescates financieros y condenarlos a la sobreexplotación, el desempleo y la perdida de todos sus derechos sociales.
Estas corporaciones usan sus inmensas ganancias para crecer especulativamente y los impuestos de los contribuyentes como caja chica para salir de los aprietos en los cuales los meten sus estafas. La Financial StabilityBoard estadounidense maneja una lista de 29 bancos calificados como “demasiado grandes para caer”, pues con ellos se vendría abajo el capitalismo; 17 son europeos, 8 estadounidenses y 4 asiáticos.
La seguridad de que el Estado los rescatará de cualquier desastre hace que los ahorristas los prefieran: ello les permite pagar menores tasas de interés, con lo cual monopolizan el ahorro y la ganancia gracias a esta protección que equivale a un subsidio de 34.100 millones de dólares por año para los 18 mayores bancos de Estados Unidos.
Así, los impuestos salvan a los financistas de las consecuencias de sus fraudes y financian el complejo militar industrial que posibilita destruir países, pero no queda suficiente para costear educación, seguridad ni un sistema médico digno de tal nombre para el infeliz contribuyente que los paga.
De tal manera el Estado, que debería representar a todos, primero representa y luego simplemente presenta los intereses de la clase dominante. La doctrina postmoderna de la Muerte de la Política, el Consenso de Washington y los paquetes del Fondo Monetario Internacional y del Banco Mundial lo despojan de toda función fuera de la de instrumento del capital y azote del desposeído.
Todo vínculo no recíproco es tiranía. El Estado que no representa a nadie es apoyado por Nadie.
La indignación estalla cuando la única participación que se permite a la mayoría es el sacrificio. Un sistema puede despojar a sus víctimas de todo salvo de la rabia.
Legítimo es indignarse, siempre que la furia se convierta en conciencia, ésta en planes y los planes en hechos. Pero de la indignación al hecho hay mucho trecho.
El sistema maneja las indignaciones con el silencio, como hace con el telón mediático que cubre a Islandia después que su pueblo forzó al gobierno a negarse al pago de la deuda pública; con masacres abiertas, como la que ejecutaron las tropas sauditas contra las protestas en Bahrein o mediante corrupción intelectual, como la perpetrada por las industrias culturales que confiscaron y comercializaron las simbologías de las contraculturas de los años sesenta.
En fin, la indignación puede ser empleada para el uso más inicuo posible: en tiempos de imperialismo humanitario, Estados Unidos y el sicariato de la OTAN y de los medios pueden inventar movimientos sociales, fabular que se los reprime y destruir un país con el pretexto de protegerlos, como sucedió con el genocidio de Libia.
Camino por la Plaza del Sol en Madrid y entre el vendaval de consignas sobresalen algunos lemas: protesta pacífica, desconfiar de programas u organización, evitar relación con partidos o sindicatos, no votar por partidos del status…
Pero muchas de las peticiones parecen programas partidistas o sindicales: derecho a una vivienda digna, aplazamiento de hipotecas, reforma fiscal favorable para las rentas más bajas, sanidad pública, gratuita y universal… Alguna vez señalé que las revoluciones arrancan cuando menos se las espera, son hechas por improvisados sin experiencia y avanzan con el motor de la praxis. Pero raramente llegan a ser revoluciones sin organización ni ideología revolucionaria.
Decía Einstein que el más evidente síntoma de locura era esperar resultados distintos de la misma conducta. Pretender que manteniendo el capitalismo eliminaremos los males del capitalismo es la más palmaria señal de esquizofrenia.
Me indigno contra los Indignados, que durante tanto tiempo se resignaron.
No se trata de suplicar a los parlamentos leyes que moderen la usura y cobren la modestísima Tasa Tobin del 0,1% sobre las ganancias del capital financiero, se trata de convertirse en legislador y prohibir como crimen de lesa humanidad la especulación y la explotación.
No se trata de implorar empleo al 1% que se ha apropiado de las empresas y bienes creados por el trabajo del 99% de la humanidad, se trata de expropiar a los expropiadores, asumir el control de los medios de producción y hacerlos funcionar en beneficio de quienes los crean y trabajan en ellos.
No se trata de suplicar educación gratuita, sino de garantizar que la formación profesional y científica que se imparta para todos sea además ejercida en beneficio de todos.
El problema no es plantear peticiones al poder sino asumir el poder y cumplirlas.
El capitalismo no dejará de ser explotador, alienante y asesino cuando se lo pidan, sino cuando se lo impidan.