Memoria de la crisis, ni olvido ni perdón
La caja negra de la crisis muestra en perspectiva la larga marcha de un capitalismo senil que, abocado a clausurar la fase de Estado de Bienestar (simple fachada de la sociedad de consumo) para reiventarse, logró clonar las estructuras políticas de la socialdemocracia a fin de derogar las conquistas democráticas sin costes de transacción con los agentes sociales.
Esta es la historia del nuevo “compromiso histórico”, la razón oculta (razón de Estado) que hace que PP y PSOE compitan en corrupción con nuestro dinero valiéndose de su status público. Porque lo que nos pasa tiene mucho que ver con el hecho de que desde hace décadas derecha e izquierda son sólo las banderas de conveniencia con que se etiqueta la alternancia en el poder del capitalismo de Estado.
Hay un dicho del activismo más épico, muy popular en estos tiempos de necesaria y solidaria autoayuda, que reclama no retroceder jamás, “ni para tomar impulso”. Sin embargo, los hechos políticos rara vez pueden interpretarse en toda su complejidad desde el presentismo. La perspectiva, un mirada por el espejo retrovisor de la historia, es lo que permite calibrar la verdadera dimensión de los acontecimientos. De ahí que para entender la gravedad sistémica de la actual crisis en toda su dimensión sea imprescindible mirar más lejos, reflexionar, regresar hacia ese punto de ignición donde implosionó el gulag financiero.
Ese momento dura ya casi medio siglo. Data de 1971, cuando un Richard Nixon presidente de la nación más poderosa del planeta, abrumado por el coste de la guerra del Vietnam, rompió con la convertibilidad del dólar en oro, una de las claves de Los Acuerdos de Bretton-Woods de 1944, junto a la creación del Banco Mundial (BM) y el Fondo Monetario Internacional (FMI). La medida, que fue seguida de una devaluación de la moneda para ganar competitividad en los mercados exteriores, suponía de hecho el arranque de una “refundación” del capitalismo made in EEUU. Luego, este hecho histórico se vio magnificado cuando en 1973 se desató la crisis del petroleo provocada por el brusco aumento de los precios impuesto por los países productores agrupados en un mismo bloque bajo las siglas OPEP.
El tropiezo de la superpotencia en la esfera internacional se mantuvo larvado algunos años gracias a la entrada en la banca norteamericana de ingentes cantidades de dinero (petrodólares) procedente de las ganancias obtenidas por los dueños del crudo, jeques árabes en su mayoría. Aunque ese maná sobrevenido permitió solapar momentáneamente las dificultades de la economía del Tío Sam, no frenó la estrategia para la creación de “un nuevo orden”, urdida a conciencia por el complejo militar industrial (el pentagonismo) y las grandes finanzas, para que el capitalismo recuperara su status global.
Comenzaba la “revolución conservadora”, la revolución de los ricos, aunque como profilaxis sus primeras ráfagas fueron para sofocar los reveses de la caída de dictaduras amigas, como la portuguesa de Salazar y la de los coroneles griegos, ambas en 1974. El golpe de Estado contra el Chile de Allende en 1973, el de los militares argentinos en 1976 y el oscuro asesinato de Aldo Moro en 1978, el lider político que postulaba en Italia un gobierno entre la Democracia Cristiana y el Partido Comunista (el llamado “compromiso histórico”), forman parte de ese cordón de seguridad desplegado por la “pax americana” en el proceso de transición de un capitalismo tradicional, asentado mayoritariamente en la gran industria productiva, a otro de carácter eminentemente bancario-financiero. La criminal respuesta de la megapotencia demostraba que el capital monopolista de Estado no estaba dispuesto a que su “democracia liberal” fuera utilizada como pértiga para alcanzar el poder con programas de izquierda transformadora que movilizaran a la clase trabajadora. En lo sucesivo la represión pura y dura daría paso a la “tolerancia represiva” que Herbert Marcuse teorizó como paradigma de la gobernanza placeba en la sociedad de consumo.
El cambio de agujas en la dirección de capitalismo de fachada democrática empezó a ejecutarse con la llegada a la Casa Blanca de un actor de Hollywood en 1980, el fotogénico Ronald Reagan. Todo lo que los “hombres de negro” de aquel tiempo habían diseñado para su relanzamiento tomó cuerpo bajo aquella mediática presidencia. En sustancia una mezcla de medidas privatizadoras y de intervencionismo estatal. Porque una de la ficciones que cierta izquierda maneja como un mantra aduce que “el neoliberalismo” supone indefectiblemente desregulación y que, por contra, la salida progresista de la crisis pasa por “volver” a un mayor control gubernamental. Es un error garrafal que nace de una interpretación fetichista del concepto Estado. El pensamiento único entre las diferentes corrientes ideológicas surgidas del marxismo, desde la socialdemocracia de gabinete hasta el comunismo de cátedra, pretende que el aparato estatal es sobre todo una herramienta de socialización y prosperidad. Mientras, se asimila mecánicamente a la derecha como enemiga natural del aparato estatal.
La era Reagan constituye la prueba fehaciente de lo equivocado de esta simplificación. Lo que se ha conocido como “reaganomics” era una mezcla de saldo de lo publico en favor de lo privado en sectores rentables, utilización de los recursos sociales para financiar las inversiones de las corporaciones y uso del poder del Estado y de su buena imagen para garantizar el cumplimiento del proceso de dominación y explotación. Ora desregulando, ora regulando, según convenga al núcleo duro del capitalismo internacional. Lo dejó patente Reagan cuando militarizó el tráfico aéreo en respuesta a una huelga “salvaje” de los controladores aéreos. La deificación del Estado desde la izquierda homologada tiene su consecuencia más perversa en ese cajón de sastre que unifica sin matices ni distingos el mercado, lo público y lo estatal. El gobierno Reagan hizo perfectamente compatible el anatema de implantar una radical desregulación financiera y a la vez acometer un vasto incremento del gasto público, aunque en buena medida se tratara de un “keynesianismo militar”.
El segundo acto de esa refundación capitalista en el odre del neoliberalismo se plasmó en la Inglaterra de Margaret Thatcher, y sus consecuencias se dejaron sentir en toda Europa como un tsunami. La tigresa conservadora ahondó en la herida abierta por el reaganismo, actuando con contundencia en dos direcciones simultáneas: privatizando al máximo el parque de empresas públicas estratégicas y erosionando el poder de los sindicatos (trade unions) en el ámbito del mundo laboral. Incursionando en ambos frentes, Thatcher produjo una auténtica planificación de la desigualdad con la excusa de expandir la democracia y el crecimiento económico. Monopolios públicos naturales como el gas, el agua y la electricidad pasaron a manos privadas; se redujeron drásticamente las inversiones en educación y vivienda y se revirtió la progresividad tributaria con una escalada de los impuestos indirectos y un desplome de los directos. Lo realmente chocante de esta ofensiva, es que con ser tan patente su devastador carácter antisocial y reaccionario, la izquierda continental, lejos de refutarla, optó por un seguidismo que culminaría en la adopción de una suerte de realpolitik denominada “Tercera Vía”, que de hecho representaba su colonización por las ideas de la revolución conservadora. En España, siempre a la zaga en la recepción de lo foráneo, esa escuela del social-liberalismo no desembarcaría plenamente en el PSOE hasta el año 2004 de la mano de la Nueva Vía de José Luis Rodríguez Zapatero. Aunque, ya metido en harina, el joven dirigente socialista emularía a Reagan militarizando a los controladores y a Thatcher adoptando su paradigma fiscal con el eslogan “bajar los impuestos es de izquierdas”.
Pero el gran big-bang de la revolución de los ricos llegó en la década de los noventa por la conjunción de dos acontecimientos europeos con epicentro en Alemania: la Reunificación alemana de 1990 y la creación de la Unión Monetaria en 1999. Todo eso bajo el síndrome de la súbita desintegración de la Unión Soviética (URSS) en el periodo 1989-1991 y su modelo político-económico alternativo de socialismo de Estado. Este cisma fue el hecho trascendental que permitió pisar el acelerador a su rival ideológico y proclamar “el fin de la historia” como culminación del neoliberalismo. Entrábamos en la postmodernidad y con ella en lo que el filósofo Jean-Francois Lyotard definió como “el final de los grandes relatos”.
No sin cierta lógica, en un mundo que parecía haber perdido sus referencias ideológicas (el fin de la historia en realidad metaforizaba el final de la lucha de clases), sería el mayor partido socialdemócrata de occidente quien llevaría la batuta de esa refundación del capitalismo en el mejor de los mundos posibles. El protagonista del volantazo fue el SPD del camarada Gerhard Schröder con la inestimable ayuda de Los Verdes del sesentayochista Joschka Fischer, y aún a costa de la escisión encabezada por el presidente del partido y ministro de Finanzas, Oskar Llafontaine, opuesto a las políticas neoliberales del equipo gobernante.¿En este sentido, cabe interpretar como un dèja vu la forma de hacer política del PSOE de Alfredo Pérez Rubalcaba, gobernando con IU en Andalucía y aguantando la desmembración del PSC catalán, donde el ex conseller de Educación Ernest Maragall acaba de fundar el partido Nova Esquerra Catalana?
Agenda 2010 se bautizó a la cosa con la que Schröder y Cía cambiaron el curso de la historia social en la cuna de la socialdemocracia. Si la revolución conservadora del tándem Reagan &Thatcher siguió el catón del neoliberalismo original, implementado sobre la desregulación financiera, la privatización del sector público y la igualación de oportunidades en la tributación (una discriminación negativa), la que lideró el Partido Socialdemócrata Alemán para general adoctrinamiento de la izquierda continental se basó en una actuación directa sobre el contrato social, esa especie de consenso capital-trabajo con que se selló el final de la Segunda Guerra Mundial, sentando así los cimientos para la demolición controlada (por las izquierdas gubernamentales) del aún emergente Estado de Bienestar (una simple emulsión de la sociedad de consumo). Regresión de derechos y libertades; reducción salarial; cambios a peor en los subsidios (de paro, jubilación, dependencia,etc. ); mini-jobs (trabajos basura) y otras embestidas antisociales (aumento del tiempo real de trabajo, adelgazamiento de las cotizaciones empresariales, etc.) serían la marca de la casa. La Agenda 2010, publicitada con el subtítulo Salida y Renovación, llevó a la práctica por la izquierda la involución contra las clases trabajadoras que la derecha de toda la vida jamás habría podido ejecutar sin arriesgarse a una explosión social. Pero tanto la revolución de los ricos como la involución de los pobres lo fueron desde arriba, un ordeno y mando, y su objetivo final perseguía la refundación del capitalismo y la resignación de los de abajo. Todo, y una vez más, en nombre del sagrado crecimiento económico, la competitividad y la eficiencia. Siempre bajo palio del Estado redentor. Gratis total.
Y de aquellos vientos proceden estos lodos. La crisis de 2008, que estalla en Estados Unidos sobre todo bajo versión “subprimes” (titulización hipotecaria devaluada), en España y en la Unión Europea (UE) lo hace a través de un mix que integra “subprimes” y estallido de la burbuja inmobiliaria. Es decir, el crac viene de las políticas reaccionarias aplicadas al alimón por derecha e izquierda, cimentadas todas ellas en el poder avasallador del sistema bancario-financiero. Lo que se ha conocido como “financiarización”. Una modalidad de estafa tipo “esquema Ponzi”, solo que legalizada y cumplimentada por las redes bancarias y su capacidad de crear ilusionante “dinero traído del futuro”. Así, mientras en la gran Alemania el gobierno pedía sacrificios a la población con la excusa de sufragar los costes de la reunificación RDA-RFA, a nivel de toda la Eurozona el conjuro se invocaba para pillar un boleto en la rifa de los hipotéticos beneficios de la globalización monetaria.
Cuando la recesión se generalizó debido al “decrecimiento” hostil de la economía productiva, seca de financiación inversora por el drenaje del rescate bancario impuesto desde unas instituciones a merced del capital financiero (el surtidor Godman Sachs), el rostro del capitalismo se mostró en toda su crudeza. La otrora conformista sociedad del consumo y del bienestar arrojaba una alocada metáfora: mientras el paro, la miseria, el desamparo y la exclusión se cebaban en millones de trabajadores y trabajadoras, la minoría más adinerada y poderosa aumentaba su riqueza y la desigualdad entre clases alcanzaba nuevas cimas. La economía de suma cero en un contexto de dominación política oligárquica obraba en consecuencia. En enero de 2013 la prensa traía datos reveladores: en el último año de la crisis el empresario Amancio Ortega, el dueño de Inditex, considerado el tercer hombre más rico del mundo, había aumentado su fortuna en un 31% (16.800 millones de euros más), por contra Eurostat cifraba en 6,1 millones la cuantía de parados en España, a razón de 2.000 desempleados por día.
La larga marcha de la revolución de los ricos estaba dando sus frutos. Cumpliendo fases, objetivos y protocolos. Pasando de la primera etapa diseñada bajo el prisma de la desregulación y la privatización a ultranza, propia del eje anglo-norteamericano, a la que se complementaba, ya en el perímetro eurocéntrico, incidiendo sobre la plusvalía relativa (aumento de los ritmos y la productividad del trabajo) y la absoluta (prolongación de la jornada laboral y/o reducción del salario real). Eso en el contexto de una importante variación de la composición orgánica del capital motivada la innovación tecnológica, concretada en la minoración vía desregulación del capital variable (fuerza de trabajo) respecto al capital constante (maquinaria/bienes de equipo)) terminó de perfilar el escenario de la derrota sin paliativos en que hoy se encuentra sumido el mundo del trabajo. España, uno de los países más azotados por la crisis-paredón, pulveriza records en la zona euro: el de mayor descenso de la presión fiscal; el más grande retroceso salarial desde 1982; el tercer país en riesgo de pobreza con un 27% de la población afectada; el de mayor número de presos por habitante y el campeón en desigualdad social. No es la radiografía de una generación perdida sino la de un país devastado por sus dirigentes.
Una debacle histórica que no se hubiera consumado sin el papel estratégico desempeñado por la izquierda institucional, agente indispensable para “consensuar” el vaciamiento del derecho laboral (reforma laboral, contratos basura, mini-jobs, quiebra de la ultraactividad, descuelgue de los convenios, empobrecimiento de los subsidios de desempleo, agravamiento en las condiciones de jubilación, cuestionamiento del salario mínimo, etc.). La soga en casa del ahorcado. Porque, puestos en fuga los derechos sociales-laborales, que daban seguridad jurídica al ciudadano-trabajador, y reconvertida la Constitución en una camisa de fuerza contra la interpretación avanzada del ejercicio de libertades y derechos, el universo circundante queda amortajado por el derecho privado-mercantil, alfa y omega del capitalismo. De ahí la escandalosa dualización empresarial vigente, que hace cohabitar en los mismos negocios en crisis astronómicos salarios e indemnizaciones de los directivos (sujetos a contrato privado) con despidos de miseria y salarios jibarizados para los trabajadores (reos de contratos laborales). Por no hablar de los costes de la deuda soberana para reflotar a la banca-hampa, asumidos por los ciudadanos por imperativo legal, que esclavizan su futuro como sociedad libre. Y todo ello, con la pueril excusa, esgrimida por los tahúres de la crisis -economistas, medios de comunicación, intelectuales de tres al cuarto, políticos, sindicalistas y otros mercenarios del sistema-, sobre la imposibilidad material de haber previsto lo que se venía encima. Mentiras de destrucción masiva.
Hace ahora la friolera de dieciocho años, en una modesta publicación editada y dirigida por quien esto escribe se podían leer cosas como esta: “Asistimos, así, a una economía financiera internacional progresivamente alejada del sector real, mucho más lucrativa que él y cada vez más acusadamente centrada en sí misma, olvidada ya su inicial función instrumental. Una economía en la que los medios han devenido fines, que se ha convertido en una vasto casino”. O como esta: “No es de extrañar que la inestabilidad característica del sector financiero se haya trasladado al conjunto de la economía de forma crecientemente acusada (…) Como resultado, la economía mundial ha venido ineludiblemente ganando cotas de inestabilidad e inseguridad, haciéndose más vulnerable ante incidencias inesperadas”. O como esta otra: ”No es extraño tampoco el incremento patente del protagonismo en los medios de comunicación de los grandes hombres de negocios ni el esfuerzo en publicidad genérica -no centrada en productos-: el vedettismo y la imagen influyen en el prestigio, y éste es fundamental en una economía tan financiarizada como la actual” (El crack de la economía real, Juan Antonio Moreno Izquierdo, Revista Trimestral CRISIS, Invierno 1994, págs 111-152).
Aunque es cierto que muchas personalidades en la alta política no fueron capaces de intuir el terremoto que se avecinaba. El mayor ignorante de todos fue sin duda Felipe González, patrón mayor de nuestro socialismo dinástico, en su función de presidente del Grupo de Reflexión creado en diciembre de 2007 para diseñar el futuro de la Unión Europea. Dieciocho meses de trabajo y un informe de 46 páginas con propuestas del Comité de Sabios bajo su dirección, y ni una sola referencia de peso sobre la crisis humanitaria que se abatiría sobre la zona a partior del año 2008. A no ser que el encargo del Consejo Europeo al grupo de expertos buscara precisamente preparar a los ciudadanos europeos para los sacrificios que se avecinaban. Resulta curioso que la principal recomendación de los sabios fuera una llamada a “refundar Europa” en un contexto de intenso tufo neoliberal con sentencias como “Llevamos 15 años de retraso en reformas”.
Es “el nuevo espíritu del capitalismo” (Luc Boltanski y Eve Chapiello) el que ha entrado en escena con la globalización. Pero su “representación” durante la crisis mediante la revolución de los ricos es consecuencia de una causa común, la perpetrada por derecha y izquierda desde el poder del Estado. El artefacto Estado que, según afirmaba Marx en el 18 Brumario, “se inmiscuye, controla, regula, supervisa y ejerce la tutela de la sociedad civil, desde sus más amplias manifestaciones de la vida hasta sus más insignificantes movimientos, desde sus modos más generales de ser hasta la existencia privada de los individuos”. Eso explicaría el curioso hecho de que estos supuestos adversarios ideológicos, falsos servidores públicos sobre el papel, terminen cohabitando en nombre de la razón de Estado. Un potente alucinógeno que es capaz de juntar en un mismo proyecto de expolio y saqueo a reaccionarios de tomo y lomo como Reagan y Thatcher junto a “uno de los nuestros” como el canciller Gerhard Schröder y Joaquín Almunia, ex secretario general del PSOE y capataz de “los hombres de negro” de la UE en su determinante papel como comisario de Asuntos Económicos y Monetarios (2004-2010) y Vicepresidente de la Comisión Europea y Comisario de Competencia (de 2010 a la actualidad; antes fue Mario Monti) al servicio de los mercados.Y hasta de crear escuela, patrocinando el perfecto político total, capaz de encarnar a la derecha y a izquierda al mismo tiempo. Lo acaba de bordar el director de la Fundación Ideas, Carlos Mulas, ex subdirector de la Oficina Económica de La Moncloa en la etapa de Rodríguez Zapatero. Desde ese organismo subvencionado, presidido ahora por Alfredo Pérez Rubalacaba, ha hecho compatible liderar la factoría de iniciativas del primer partido de la oposición, encargada de dotar de munición ideológica al PSOE para combatir las medidas neoliberales del gobierno del PP, y ser el coautor del último Informe del FMI sobre Portugal que recomendaba al gobierno conservador del país vecino nuevos y aún más duros recortes en Sanidad y Educación, así como la expulsión de 120.000 funcionarios, bajar el salario mínimo y reducir las prestaciones de desempleo y jubilación.
Por eso la insurgencia desde abajo del 15M supone un trallazo en el corazón del sistema y un arma social cargada de futuro. Su extraordinario coraje cívico está desmontando ese sublime sarcasmo de una economía centrada en la falacia de mercados autónomos (autorregulados) en el contexto de una democracia basada en la heteronomía de las personas (no autorreguladas sino representadas). ¡¡No nos representan!!
Nota: Una versión reducida de este artículo fue publicada en el número de enero del periódico Rojo y Negro.