Mi querido Buenos Aires: verano de 2008
La masa edilicia, labrada con la fuerte
plasticidad que caracteriza a las obras del
autor, se eleva por encima de la copa de los árboles.
Javier Castillo
Quizá me engañen la vejez y el temor, pero sospecho que la especie humana –la única– está por extinguirse y que la Biblioteca perdurará: iluminada, solitaria, infinita, perfectamente inmóvil, armada de volúmenes preciosos, inútil, incorruptible, secreta.
Jorge Luis Borges
La Recoleta. Durante tres semanas del invierno conosureño de 2008 —mi verano en el mes de julio— caminé desde la Avenida Santa Fe y Uriburu, justo en la esquina de Los Molinos, hasta el corazón de La Recoleta, y sus alrededores, como la Plaza Mitre, parte de una rutina pasajera que pretendía matar dos pájaros de un tiro. Por un lado, hacer ejercicio y por el otro, caminar la ciudad para experimentarla desde sus propios términos: la acera, para los argentinos, una vereda.
La caminata de ida estaba marcada por la sombra fácil de las calles —sin frío y sin calor— y por la promesa, al final del periplo, de un sol amable, alrededor de alguna plaza cubierta de árboles, donde socializaban los perros citadinos. A las nueve y media de la mañana, con un invierno tan llevadero como éste, Buenos Aires era una ciudad sin prisa; tampoco ostentaba grandes propuestas: la realidad era tal como la mostraban sus calles mañaneras. Al llegar desde Uriburu a la Vicente López, sin embargo, la sinceridad de la cotidianidad anterior llegaba a su fin; de ahora en adelante, sobre todo de Vicente López a Azcuénaga, la calle se tornaba en preámbulo de una identidad cultural ostensiblemente pública: iba por uno de los costados del cementerio más emblemático de la Argentina. Por eso, la caminata a lo largo de Azcuénaga parecía particularmente suculenta, aunque no por eso necrófila: me daba la oportunidad de caminar por el lado de atrás de las grandes y altas esculturas del cementerio, por lo general ángeles y Cristos acostumbrados a la complicidad de la mirada local. Como si se tratara de una reciprocidad instantánea, caminar por el lado de atrás de todos aquellos santos y Cristos porteños se sentía como una invitación íntima a la ciudad, un privilegio de la mirada que, en esa complicidad, era sumada a las volutas del imaginario cultural. Caminar por esa dimensión de Azcuénaga me hacía sentir parte de la cotidianidad, tiempo vivo que la historia con H no ve.
La caminata de vuelta estaba marcada por el calor del cuerpo que había recorrido un tramo más o menos respetable; una voluntad que había llegado hasta la Plaza Mitre y que, al subir por la calle Gelly y Obes, había empezado a sentir, lentamente, la humedad en ciernes de la alta mañana porteña, en un invierno, cabe repetir, afable y amistoso. Un caminante que, como cualquier hijo de vecino, había visto con asombro desde la Plaza Mitre la monumentalidad de la Biblioteca Nacional. A esa distancia, Clorindo Testa, autor de la torre, le pareció un arquitecto con manerismos literarios. ¿Por qué hacer de la lectura un ritual tan alto? En forma de una cruz de Tau, que representa la vida, el poder, la sabiduría y la fecundidad, la Biblioteca era demasiado idiosincrásica como para mantenerse neutral en la humedad tenue de la mañana. Ante su materialidad gozosa, había que recular, dar por lo menos un traspié cada vez que se la veía a distancia y a lo alto del horizonte.
De vuelta por la Avenida Las Heras, al doblar hacia Azcuénaga —aunque nunca estuvo seguro de que, en efecto, se tratara de Azcuénaga— apareció un edificio residencial pintado de negro, el cual, después del asombro de la Biblioteca, devolvía el aliento y el pulso a la normalidad: una propuesta interesante que, a pesar de la piel oscura, no parecía calurosa. Una propuesta modesta con una presencia ostensible, combinación que, por eso mismo, lo mantenía lejos de la arrogancia estructural: una fachada en negro, color de la burguesía dieciochesca, desde una arquitectura que lo único que reclamaba era la tez que la marcaba. Ni más ni menos; al pasar frente a él había que mirar para su lado. Algunas calles después, siguiendo por Azucuénaga hasta Juncal, se podía parar a comprar pastas frescas, unos ravioles de espinaca con salsa blanca y salsa de tomate. De Azcuénaga a Santa Fe era como volver de la fantasía temperada del vecindario, a la realidad, siempre briosa, de esa parte de la Avenida Santa Fe, un flujo por el que, en invierno, muchas de las mujeres transitaban en botas de cuero. Retóricamente, la pregunta resultaba tradicionalmente machista: ¿era la argentina, por definición, una mujer con botas?
Avenida Santa Fe, entre Azcuénaga y Uriburu, #2264, 4to piso. Una vez consumado el periplo mañanero de ida y de vuelta, después de almorzar milanesas con papas fritas o ravioles de espinaca con una ensalada de tomate, había que entrar a Internet para buscar información e imágenes de la Biblioteca Nacional, una verticalidad posmoderna —¿otra más?— que brotaba de un paisaje más bien clásico, desde el cual la Biblioteca se levantaba como una erección letrada; el esfuerzo de una voluntad que mostraba sus venas, abiertas e incluso brotadas. Así de majestuosa se planteaba, desde la arquitectura, la cultura del libro, una tradición que Buenos Aires había elevado a la potencia de la Biblioteca. Después de visitar varias páginas, de ver muchas imágenes de la torre y de disfrutar del fotoensayo de Javier Castillo, una oferta casual entre la fotografía, la música y la escritura, surgía este interrogante: ¿por qué las imágenes digitales que vi de la Biblioteca parecían en su mayoría dóciles ante la monumentalidad del edificio? ¿Por qué ninguna de esas fotos podía subrayar la gratuidad en la que se fundaba la Biblioteca?, enunciada desde lo más alto de una torre que despilfarraba, con éxtasis, el espacio que la hacía subir. Goce de un gasto que se elevaba muy alto.
Desde lejos, la voluptuosidad aérea de las plantas —salas de lectura, entre otros espacios— parecía brutal; la Biblioteca Nacional radicalizaba la horizontalidad de la pampa, como si necesitara poner la cultura muy en lo alto. Entre el primer piso, muy arriba, por encima de la copa de los árboles, y el playón en la planta baja, el edificio se emancipaba de la utilidad del espacio, como si a la horizontalidad de la pampa le sobrara verticalidad. ¿O buscaba la Biblioteca, desde esa altura descomunal, una imagen oblicua del ombú prehispánico? La Biblioteca era un edificio que se definía como tal muy en lo alto, al tope de una propuesta que era, en el fondo, más complicada que la altura, pues el grueso de la colección de libros de la Biblioteca estaba bajo tierra, una realidad a la que no tenía acceso el que, muy campechanamente, miraba desde la calle. Alguien que no podía ver ni imaginarse el semejante subtexto donde se apoyaba aquella verticalidad: un sótano de varios pisos lleno de millones de libros, como si, a pesar de la altura, se buscara un nostos pegadito a la tierra. ¿Ganaba al final de todo la horizontalidad? Un mundo subterráneo, atestado de libros, al que, a pesar del deseo —o se sabe o se goza— no llegué a conocer en persona. Seducido por la exterioridad, como si se tratara de La Sagrada Familia, me fui de Buenos Aires sin ver lo que era la Biblioteca por dentro; después, de este lado nórdico del Atlántico, un video en You Tube la mostraba desde el interior. Frente a la computadora, me preguntaba si era justo olvidar, a pesar de la asimetría, la biblioteca Carlos Fuentes de Xalapa, México, un edificio al que le faltaban libros.
Literatura. Una vez asumida la monumentalidad de la Biblioteca Nacional, terminado el periplo de vuelta de la Plaza Mitre a la Avenida Santa Fe, hoy, con más humedad de la cuenta, el caminante se pega un duchazo, se come unas mandarinas y al rato destapa una Quilmes de litro; faltaba una hora para almorzar, un churrasco a la plancha con puré de papas y tarta de espinacas. Con Adán Buenosayres (1948) en las manos, lee decenas de páginas del Libro I hasta que, de pronto, siente una extraña proximidad, como si fuera la primera vez que, en verdad, entendía —veía— lo que aquella prosa proliferante de Marechal proponía. Acababa de encontrar en la novela, que tanto le gustó a Cortázar, como anillo al dedo, una clave para acceder a la monumentalidad de la Biblioteca Nacional. La literatura había parido un corazón; como si Clorindo Testa, también pintor y escultor, se hubiera convertido, antes del almuerzo, al cabo de tres cuartos de litro de la Quilmes, en personaje imaginario de la novela. Una voz que, desde el silencio que se sabe la verdad última de Tánatos, le contestaba al filósofo de Adán Buenosayres, Samuel, con el edificio que más había elevado la cultura del libro, llevando la literatura a una altura a la que no llegaba la gallina, ese animal de vuelo bajo que, según la crítica de Samuel, endosada por el poeta, Adán, emblematizaba la chatura que ambos le adjudicaban a la ciudad:
“La Ciudad del Búho contra la Ciudad de la Gallina”—recitó al fin enigmático.
–¿Y esto?—le preguntó Adán.
–Es el título de mi obra. Desplumo la gallina y la meto en la olla hirviente de mi análisis. Le añado el choclo de la melancolía y el alegre perejil del sarcasmo…
–Y en total un pucherete a la criolla –dijo Adán en tono de menosprecio—. ¡He aquí nuestra literatura!
–¡La de ustedes, pobres mulatos! –corrigió el filósofo visiblemente resentido—. A través de la mía verás a un pueblo cacareante que remueve la tierra con sus patas afanosas y que picotea día y noche sin acordarse de la triste Psiquis, sin levantar los ojos al cielo, sin escuchar la música de las esferas.
Ahora, con la Biblioteca, terminada a principios de los noventa, después de varias décadas de silencio —eco del edificio argentino que, de varias maneras, más elogia la mirada— el que lee en las salas de lectura tiene la oportunidad de escuchar la música de las esferas (también puede comer y beber en lo alto); y el que está afuera, frente a su verticalidad imponente, no puede sino, al levantar los ojos, acordarse de la Psiquis, pero no desde el sarcasmo neocriollista de Adán sino desde una masculinidad vital, poderosa, sabia y fecunda, reconciliada con su propia fuerza. De ahí que, una manera de poner en jaque a la racionalidad instrumental, renuente siempre a dar puntada sin hilo, el edificio se eleve con tanta gratuidad, como si se tratara de una altura pacifista. A pesar del brutalismo, la Biblioteca era una erección que no buscaba golpear al primero que se le pusiera en frente, aunque exigiera la altura del respeto patrial. Desde el punto de vista del caminante, resultó la mejor respuesta que, para desmentir a un filósofo literario —¡Samuel, un personaje de ficción!— le daba la arquitectura a la literatura: un edificio que, como buen pagano, ponía la cultura de los libros por los cielos.