Miguel Sánchez-Ostiz: El Escarmiento
La sublevación militar de 1936 se concibió desde el principio como un Escarmiento. La España de los espadones, los caciques y los obispos se propuso realizar una limpieza que les librara para siempre de comunistas, socialistas, anarquistas, separatistas, liberales, republicanos, judíos, librepensadores, herejes y masones. Miguel Sánchez-Ostiz (Iruña, 1950) ha abordado el estudio de la represión en Navarra, una página negrísima, que se escribió con horripilantes dosis de malicia y crueldad. La escasa resistencia de las fuerzas o milicias leales al gobierno constitucional no impidió que se ejecutara un verdadero genocidio, cuidadosamente planificado por el general Mola, un conspirador mendaz y taimado. Los asesinos nunca fueron juzgados y algunos de sus hijos y nietos ocupan notables cargos públicos en la deficitaria e insuficiente democracia española. Durante la Transición, ni siquiera se planteó crear una Comisión de la Verdad y, posteriormente, se ha boicoteado cualquier tentativa de procesar a los responsables de crímenes de guerra y crímenes contra la humanidad. El Escarmiento intenta hacer justicia, recreando el sufrimiento de las víctimas y la infamia de los verdugos. No es un libro de historia en el sentido convencional, sino una extraordinaria pieza histórico-literaria que se adentra en la verdad con el máximo rigor y una sana indignación, reacia a las medias tintas y a las fábulas sobre una inexistente e imposible reconciliación entre los agraviados, humillados y asesinados, y los que –vivos o muertos- aún se pasean por la historia y la política, disfrutando de la indulgencia de las plumas venales, la complicidad de los jueces conchabados con el poder y la admiración de una burguesía que aún identifica la dictadura con un tiempo de paz y prosperidad.
En su “Aviso para caminantes”, Sánchez-Ostiz advierte: “Esta es una obra de la invención y de la memoria, a la fuerza más ajena que propia, y desde luego no del todo a partes iguales. Es una historia de historias”. El punto de partida es el Fuerte de San Cristóbal, escenario de las mayores iniquidades. El autor se acerca a la antigua prisión en agosto de 2011. Es un lugar inevitable para los que se obstinan en no olvidar, como esos jóvenes de Murcia que viajan hasta Pamplona para recuperar los restos de su abuelo, fusilado y enterrado en una fosa común. La intención de exhumar los cadáveres de los represaliados “inquieta, agrede, ofende”, pues cuestiona la interpretación canónica del pasado, elaborada por las fuerzas que ganaron la guerra y aún nos gobiernan. El fuerte de San Cristóbal nunca será Dachau para la memoria colectiva, pese a que su función era exterminar o dejar morir de hambre y tuberculosis a los presos. El odio de la España negra sigue fluyendo, con su caudal de inmundicia. En 2008, el ayuntamiento de Larraga negó una calle a Maravillas Lamberto, una joven de 14 años asesinada el 15 de agosto de 1936 por un grupo compuesto por guardias civiles, falangistas y requetés. Hija de Vicente Lamberto, militante de UGT, insistió en acompañar a su padre, cuando lo detuvieron. Ambos fueron pasados por las armas y sus restos arrojados a los perros. Previamente, Maravillas fue violada una y otra vez. El alcalde utilizó la gasolina de una trilladora para quemar los cadáveres. No se trata de un hecho excepcional, sino de un caso más de una orgía de sangre, donde la mayoría de las víctimas desaparecieron en simas y cunetas, borrándose su nombre en aras de “un olvido que tiene mucho de absolución y nada de reconciliación”.
Sánchez-Ostiz recurre al viejo ardid literario del manuscrito inacabado. Los papeles del imaginario Alberto Arana pretendían agruparse en una obra titulada El tiempo de los asesinos, que recreara la peripecia “de la gente de a pie, de la que acabó en las cunetas, al pie de las tapias, que fue arrojada a simas, que regresó del frente vencida, pasó por campos de trabajos forzados, estuvo en la cárcel, en campos de concentración españoles y extranjeros, que en el mejor de los casos regresó a su casa por la puerta de atrás y vivió condenada al silencio más espeso”. La recuperación de los papeles de Arana será el hilo que permita reconstruir las incidencias de la represión en Navarra. El talento narrativo de Sánchez-Ostiz se revela en la explotación de este recurso sin cansar al lector. Lejos de menoscabar la credibilidad, la conjunción de lo ficticio y lo literario produce un efecto paradójico, pues los acontecimientos adquieren un relieve casi insoportable. No se puede hablar de tremendismo, pero sí de un cierto aire barojiano, especialmente en la reconstrucción de hechos tan notables como la fuga masiva del Fuerte de San Cristóbal. De los 796 presos que se escaparon, sólo tres consiguieron pisar suelo francés. La cacería que se desató de inmediato se saldó con 211 presos abatidos como conejos y el fusilamiento de catorce cabecillas. El resto regresaron al penal. Nadie quiere oír estas historias. El monumento levantado en el monte Ezcaba para homenajear a los caídos por la Libertad y la República ha sufrido la ira de la ultraderecha, que en 2009 lanzó su último ataque, destruyendo parcialmente la obra y pintarrajeando consignas fascistas. Sería una ingenuidad pensar que estos actos de vandalismo proceden tan sólo de una minoría de exaltados. El Opus Dei, el Diario de Navarra, la Diputación, la Caja de Ahorros de Navarra (“la caja de los bandidos”), el arzobispado y el Gobierno de Navarra de turno muestran la misma hostilidad hacia cualquier intento de reparación. Sánchez-Ostiz no anhela ninguna sinecura y no está dispuesto a beneficiarse de ningún fondo de reptiles. “Lo mío es la calle –escribe-, las palabras de la gente del pueblo por el que paso, las que he escuchado al pie de una fosa, las que leo en los archivos…”.
Emilio Mola, el famoso Director de la sublevación militar, comulgaba con las ideas del pedagogo Juan Tusquets, un fundamentalista católico que atribuía a los masones la pérdida de las colonias españolas de ultramar. Ferozmente antisemita, elaboró listas de judíos y comunistas que se utilizaron para llenar fosas. Mola, que pretende convertir la doctrina de Tusquets en dogma incuestionable, ordena apalear a las mujeres que se exhiben semidesnudas en los ríos y a las parejas que ofenden a las buenas costumbres, manifestando su afecto en público. Entre los enemigos del nuevo orden político, incluye a nudistas, vegetarianos, estudiantes de esperanto y teosofía. Madame Blavatsky es tan dañina como Karl Marx. En la Navarra de Mola y Juan Tusquets, se cultiva el “santo odio” y los valores castrenses se inculcan en la escuela, la universidad, el periódico y la tertulia. Para algunos, Pamplona se ha convertido en una “Atenas militarizada”. Alberto Arana intentó recrear esta época, huroneando en archivos, elaborando fichas, sacando fotocopias, pero su condición de “amante de la buena vida” le predisponía a dejar todo a medias. Aunque Sánchez-Ostiz, que se incluye en la trama como un personaje más, accede a sus papeles, el legado es demasiado caótico y se lo confía a Basurde, un profesor adicto al alcohol y a las bajas laborales fraudulentas, que se “aguantaba mal a sí mismo” y que logró una pensión, fingiéndose loco. No parece el candidato ideal para llevar a buen término ningún proyecto. Por eso, Sánchez-Ostiz se conforma con “coger la idea general e ir contando”. Sin embargo, enseguida surgen los problemas. Hablar de las fosas comunes del franquismo es ser un revanchista, un guerracivilista, un terrorista. Se puede hablar de las víctimas de ETA hasta el hartazgo, pero no de los fusilados de Peralta, torturados durante horas, pasados por las armas y enterrados en cal viva. Al igual que en Treblinka, los asesinos festejaron el holocausto, comiendo y bebiendo junto a las fosas entre chacotas y carcajadas. A fin de cuentas, “matar rojos” no se diferenciaba demasiado de una montería. Además, casi todas las víctimas no son generales ni políticos, sino chusma. Los que desaparecían en las fosas y las simas son “los de las alpargatas, los que sobraban, ¿no?”. O sería mejor decir, los que aún sobran y deberían desaparecer por un desagüe, sin estridencias ni jeremiadas. La plaza dedicada al conde de Rodezno, primer ministro de Justicia de Franco y notable carnicero, sigue en su sitio, pese a las protestas de los que consideran una infamia homenajear a un personaje deleznable, enredado en crímenes contra la humanidad. Esa plaza no es un triunfo póstumo del franquismo, sino la evidencia de que los generales del 36 siguen escribiendo el presente. La Monarquía española, los obispos, los terratenientes, el Ejército y las Fuerzas de Seguridad del Estado conservan sus privilegios y su poder de reprimir a los que se atreven a desafiarlos.
Raimundo García García, “Garcilaso”, director del Diario de Navarra, desempeñó un papel esencial en el golpe de Mola. Mentiroso, artero, mezquino, antisemita y pronazi, Garcilaso era “un tiralevitas y un besamanos” que colaboró activamente en las tareas de exterminio, incitando a no dejar con vida a ningún enemigo de la España católica e imperial. Según José María Iribarren, secretario de Mola, el general “no pensaba más que en matar”. No es extraño que ambos personajes congeniaran y sedujeran a un clero que instruía a milicias, escondía armas y fabricaba bombas de mano. La participación del clero navarro en la sublevación no es un secreto. Iglesia y Ejército añoraban las victorias imperiales y decidieron luchar contra sus compatriotas, “porque esas son las únicas guerras que son capaces de ganar”. Mola aseguró el triunfo, estableciendo contacto con la Abwehr alemana, el servicio de inteligencia de la Wehrmacht. El 20 de junio de 1936, el Director dicta a su secretario una directiva, que despeja cualquier duda sobre las intenciones del golpe de Estado: “Ha de advertirse a los tímidos y vacilantes que aquel que no esté con nosotros, está contra nosotros, y que como enemigo será tratado. Para los compañeros que no son compañeros, el movimiento triunfante será inexorable”. Esta advertencia comienza a hacerse realidad cuando José Rodrígez Medel, comandante de la Guardia Civil, es asesinado por orden de Mola. No es la primera víctima de la guerra civil, pues Queipo de Llano se ha anticipado en Sevilla. El Escarmiento ha comenzado y no tardará en ser elevado a la categoría de “epopeya o gesta religiosa”. El escritor falangista Rafael García Serrano, que considera al máuser un animal doméstico, afirma que la ética convencional no sirve para enjuiciar la violencia de la “guerra revolucionaria”. García Serrano cree firmemente en la revolución nacionalsindicalista y considera que la construcción del Estado totalitario no puede prosperar sin derramar la sangre de la canalla roja y atea. En ese contexto, “la medida de los actos humanos adquiere otra dimensión”. “Navarra fue un ensayo general de algo más amplio”, escribe Sánchez-Ostiz. ¿Sería correcto hablar de biopolítica? ¿Se trató de una distopía semejante a la Shoah? Desde luego, el antisemitismo era un prejuicio muy extendido entre los sublevados, que reivindicaban con petulancia los conceptos de Raza e Imperio. Sin embargo, no se aprecia ese agresivo darwinismo que justifica la exacerbación de la selección natural, aniquilando cualquier forma de vida sin valor. Esta diferencia no surge de la compasión, sino de una mitología distinta. El grito de los sublevados es “¡Viva Cristo Rey!”. La intransigencia católica es el substrato de la rebelión: “¡Vamos a matar más gente que Dios!”, chillan los requetés. “No había épica, había mugre”, afirma Sánchez-Ostiz. La conducta de Pío Baroja se ajusta bastante a esta descripción. “Antirrepublicano, antisocialista, antirrevolucionario y anticarlista”, su tendencia al exabrupto se ha confundido a veces con un inexistente radicalismo. Su lema es no comprometerse jamás. Sus actos siempre están determinados por “el sálvese quien pueda”. Su oportunismo recuerda a don Juan de Borbón, que se entrevista con Mola para sumarse al golpe de Estado. No esperaba que el general le expulsara de España de malos modos, alegando que era lo mejor para su seguridad. Mola planea establecer un Directorio Militar, no restaurar la Monarquía. Su visión política es muy sencilla: “Hay que sembrar el terror […] hay que dejar la sensación de dominio, eliminando sin escrúpulos ni vacilación a todos los que no piensen como nosotros”. De paso, hay que “echar al carajo toda esa monserga de derechos del hombre, humanitarismo y filantropía”.
Los escuadrones de la muerte trabajarán sin descanso. Casi siempre matan por la noche. A veces, obligan a los habitantes de los pueblos más cercanos a enterrar a sus víctimas. En otras ocasiones, prefieren dejar los cadáveres expuestos en posiciones ridículas. Se queman libros, se extermina a los maestros republicanos, se viola a las mujeres rojas, se tortura sin piedad. Es necesario para que “el marxismo y la bandera roja del comunismo queden en la historia como una pesadilla, […] lavada con sangre de patriotas”, vocifera Mola, que insiste en que no desea negociar con el enemigo, sino aniquilarlo, “redimiendo de ese modo al pueblo español de sus yerros y desvaríos”. En Arriba España, Hoja de combate de FE y de las JONS y su primer grito de guerra, se invocan las hogueras purificadoras de inevitable recuerdo inquisitorial: “¡Camarada! Tienes la obligación de perseguir al judaísmo, a la masonería, al marxismo y al separatismo. Destruye y quema sus periódicos, sus libros, sus revistas, sus propagandas. ¡Camarada! Por Dios y por la Patria”. Es imposible contar la historia de todas las víctimas, pues Navarra se transformó en un verdadero matadero, donde se hacía desaparecer a hombres y mujeres de otras provincias. Sin embargo, es necesario relatar al menos algunos casos para que el vértigo de las cifras no borre el aspecto humano. María Camino Oscoz Urriza, maestra de Güesa, fue detenida el 31 de julio, pero no fue asesinada hasta el 10 de agosto en Urbasa. Durante ese tiempo, sufre toda clase de ultrajes. “Es una mujer joven y guapa. Tiene veintiséis años. Es comunista. Basta y sobra”. Su martirio se parece al de otras mujeres a las que se rapa el pelo y las cejas, se las obliga a beber aceite de ricino y se las fuerza a desfilar o bailar un pasodoble. A veces, se les deja un mechoncito con la bandera roja y gualda y se les unta la cabeza con miel para atraer a las moscas. Muchas serán violadas y asesinadas. Son “las payasas”, objeto de befa y escarnio de la Pamplona de Mola y Garcilaso, donde se apedrea y escupe a las presuntas milicianas y a las esposas e hijas de los rojos. El lenguaje se adapta a la situación, pero sin los eufemismos de la Alemania nazi, que acuña nuevas expresiones para encubrir su furor exterminador. “Afusilar” se convierte en el verbo de moda. ¿Por qué ocultar la realidad, si el objetivo es dar un escarmiento que perduré en la memoria del próximo medio siglo? En Peralta, Encarnación Resano Falcón se sienta de espaldas a una procesión religiosa. Se interpreta su gesto como una mofa. La obligan a presenciar el fusilamiento de sus vecinos. Después, le pegan un tiro en la entrepierna y la abandonan en la puerta del cementerio para que se desangre entre terribles dolores. El sepulturero entierra el cuerpo entre dos hombres para que pueda follar en el infierno. Algunos dicen que sólo es una leyenda, “cosa de rojos”, pero cuando se exhuman los cuerpos se descubre que es cierto. Lo mismo sucede con un militante de UGT, al que le cortan la cabeza porque pedía el reparto de las tierras comunales, que se hallaban en manos de caciques y terratenientes. “¡Hay que serrarlos!”, decía y le serraron el cuello. La decapitación se verificó al abrir la fosa. Los nombres de los verdugos comienzan a circular de boca en boca: el Chato de Berbinzana, el cabo de la Guardia Civil Timoteo Escalera, la Escuadra del Águila. Familias enteras son exterminadas. Emilia Arriaza Garín, de 42 años, es fusilada en las curvas del Perdón por escribir a favor del control de la natalidad. Es la primera en ser arrojada a la fosa. A continuación, echan a los hombres asesinados con ella, comentando entre risotadas: “¿No querías hombres? ¡Pues toma!”. El clero ayuda a confeccionar las listas de presuntos indeseables que deben ser liquidados por el bien de España. El 23 de agosto se fusila a 52 presos en el corral de Valcardera. “¡No temáis! ¡Todos a casa!”, exclaman los falangistas y requetés que realizan la saca. Se reparten órdenes de libertad, presuntamente firmadas por Mola. Acompañan a los piquetes de ejecución curas que se encargarán de confesar a los reos. Fermín Yzurdiaga, el cura azul que escribe en Arriba España una sección titulada “Tugurio Impar” no está presente, pero su figura encarna ese espíritu de Cruzada que establecerá un profundo vínculo entre la Iglesia y el Movimiento Nacional. La omnipresente religión católica no es incompatible con “el cagondiós racial”, una expresión que también emplean los requetés y que probablemente se escuchó en el corral del Valcardera, mientras se fusilaba al medio centenar de ilusos que estrujaban en sus bolsillos la orden de libertad o intentaban huir campo a través.
Aunque los intelectuales tomarán partido por la República, otros no escatimarán elogios al bando vencedor, como Jorge Guillén, amigo de Azaña, pero que el 12 de octubre de 1962 elogiará públicamente al infame Queipo de Llano y describirá la rebelión como la mejor prueba de “la inextinguible fortaleza de una raza inextinguible”. Pedro Laín Entralgo publica en 1976 Descargo de conciencia, evocando los fusilamientos en la zona nacional. Anunciados por megafonía, los curas retrasan la misa para facilitar a sus feligreses la oportunidad de contemplarlos. Se venden churros y refrescos. Cada vez que cae un cuerpo se escucha una ovación. Al joven Laín, falangista que bordea los treinta años, le despiertan un día para presenciar una ejecución. Se trata de un muchacho de dieciocho o diecinueve: Lucio Rudi Barcos, jornalero, que se desplomó como “un polichinela trágico” al recibir la descarga. A pesar de su aparente congoja, Laín nunca se molestó en averiguar su identidad ni los motivos de la ejecución, tal vez porque entendió que esos crímenes legales eran la necesaria antesala de un nuevo orden político, donde sería honrado con la distinción de Procurador en Cortes. Laín no habla de la matanza de Valcardera, pues la escena de un campesino adolescente fusilado posee un relieve literario y dramático que no existe en la matanza de medio centenar de personas. No es lo mismo ser testigo de un crimen que de un genocidio, particularmente cuando se aceptan cargos y privilegios. Los que han soñado con un país laico, democrático y republicano, no reciben honores, sino un tiro en la cabeza, como es el caso de Balbino Bados, maestro, asesinado por uno de sus primos y arrojados a la sima de El Raso, en Urbasa. En ocasiones, los verdugos lanzan granadas a las simas para borrar la huella de sus crímenes. Durante la Transición, se dificultó el acceso a los restos de los fusilados en Peralta, colocando planchas de acero. Cualquier ardid es bueno para fomentar la impunidad, mientras se habla de reconciliación, democracia y fraternidad. Entre las víctimas de la represión en Navarra, hay que incluir a algunos sacerdotes, como Santiago Lucus Aramendía, antiguo capellán castrense de la guerra de Marruecos. Lucus simpatizaba con la República y con la reforma agraria. Había estudiado Derecho y estaba escribiendo una tesis doctoral contra la pena de muerte. El pelotón que le fusiló le pidió que se despojara de la sotana, pero se negó y las balas le traspasaron, ignorando su dignidad eclesiástica. Los verdugos le quitaron los zapatos entre risas, pues consideraron que era una pena desperdiciar un calzado lustroso y de buena calidad. Se aprecia una crueldad infantil en estos actos de barbarie. Mola juega en el salón del Ayuntamiento con las bombas de mano y las ametralladoras. Su secretario le describe con agudeza psicológica: “Ese hombre esdrújulo, de expresión adusta, de ojos duros y labio seco, es en el fondo un sentimental y, a ratos, un chiquillo”. No puede decirse lo mismo de Franco, Yagüe o Varela, que actúan con el mismo desprecio por la vida, pero sin ningún vestigio de infantilismo. Al margen de sus diferencias psicológicas, hay un propósito común de exterminar y aterrorizar, que propiciará un clima de delaciones, pues acusar a un vecino de rojo es una forma de proteger la propia vida. La represión actúa como espoleta de las peores miserias humanas.
Sánchez-Ostiz no será invitado a las FAES para pronunciar conferencias generosamente retribuidas ni será galardonado con premios amañados. Ha escogido el camino más difícil, que no es el del rencor, sino el de la honradez con lo real. “No, no soy guerracivilista, soy realista, sin más”. Su realismo consiste en “dar voz a quienes no la tuvieron” porque desparecieron en una sima o en una fosa común. Las víctimas merecen ser recordadas. “No puede haber, no lo hay, episodio histórico que haya sido en balde”. Recordar no es suficiente. Es necesaria una reparación, que nunca se ha producido. La “tercera España” sólo es una patraña que pretende ocultar la cobardía de personajes como Ortega y Gasset, intelectuales acomodaticios y con egos descomunales. No hay una “tercera España”, sino una guerra de clases que nunca se extinguió: “No estamos en el mismo banco ni bando. Cada cual en su trinchera”. Sánchez-Ostiz es uno de los escasos intelectuales y escritores que aún conservan la idea de compromiso, sin renunciar a la máxima exigencia artística, desplegando una prosa que evoca el aliento de los grandes clásicos. Un escritor no puede ser neutral. Su obligación consiste en mancharse, adoptando un punto de vista que exprese una visión ética. No es una cuestión de militancia política, sino de solidaridad con las víctimas. Hay que tomar partido y aceptar las consecuencias. Sólo entonces adquiere la escritura una dimensión moral y un valor que trasciende época y género. El arte por el arte sólo es una fuga estéril, pues al escindirse de lo real, el arte deviene nadería. El Escarmiento no pertenece a esa categoría. Sus páginas actualizan el dolor de los que murieron en el verano del 36 y siguen muriendo día a día, pues la dictadura que se reformó a la muerte de Franco, elaboró un relato que equipara la violencia de ambos bandos, abogando por un olvido que constituye una odiosa ofensa a la verdad. El bando nacional era el bando de los terratenientes, los obispos, los patronos, los banqueros. El bando republicano, caótico y disperso, era el bando de los jornaleros y los obreros. Los amos no consintieron que los trabajadores pusieran su mundo al revés, redistribuyendo la riqueza y acabando con las injusticias. En la guerra, también existió el “terror rojo”, pero la violencia de los de abajo no respondió a instrucciones del gobierno legítimo, sino a una ira espontánea alimentada por el agravio permanente de una sociedad profundamente desigual. La República nunca pretendió exterminar al adversario. Son famosas las palabras de Azaña, pidiendo “Paz, piedad y perdón” el 18 de julio de 1938. Por el contrario, el general Mola afirma: “Yo veo a mi padre en las filas contrarias y lo fusilo”. Y Queipo de Llano advierte durante sus famosas charlas radiofónicas: “¡Canalla roja de Málaga, espera hasta que llegue ahí dentro de diez días! Me sentaré en un café de la calle Larios, bebiendo cerveza y por cada sorbo mío caeréis diez. Fusilaré a diez”. Menos lenguaraz, Franco sonrió al periodista Jay Allen cuando éste le advirtió que sólo podría vencer matando a media España: “Estamos resueltos a seguir adelante a cualquier precio”, contestó con firmeza (Chicago Daily Tribune, 28 de junio de 1936). Creo que la mejor explicación de la rebelión militar la proporcionó Diego Martínez Barrio en una alocución radiofónica: “Simplemente se trata de sustituir la voluntad general del pueblo entero por la de una clase social deseosa de perpetuar sus privilegios. Ni amor a España, ni inquietud por el cuerpo de la patria, ni temores por su desmembración, ni zozobra por el desarrollo de su economía. Nada de lo que se ha dicho y propagado es el verdadero origen de la revuelta. Se disfrazan con frases sonoras los propósitos para encubrir la turbia e inconfundible realidad”. (Unión Radio de Valencia, 1 de agosto de 1936).
El Escarmientoes un libro imprescindible. No sólo por sus cualidades literarias e historiográficas, sino por su beligerancia contra nuestra realidad inmediata. El Escarmiento prosigue, pero ahora se habla de reformas y recortes para justificar la violación de la voluntad popular y el latrocinio cometido por la clase dominante. ¿Hay salidas? No pretendo tener la respuesta, pero leer El Escarmiento me ha ayudado a mezclar rabia y esperanza, indignación y cierto fervor utópico. Creo que no es poco. Espero con impaciencia la segunda parte, que se titulará El Botín y que –indudablemente- arrojará más luz sobre el pasado y el presente de un Estado construido sobre el avasallamiento, el abuso, el expolio, el genocidio y la humillación de los pueblos.
Notas relacionadas:
– Miguel Sánchez-Ostiz: el escritor airado
– Guerra, terror y escarmiento: homenaje a una obra clandestina de Miguel Sánchez-Ostiz
Miguel Sánchez-Ostiz, El Escarmiento, editorial Pamiela, Pamplona, 2013.