Navidad de 2014: NYC
Francisco Cabanillas. LQSomos. Enero 2015
La sorprendente tormenta que cubrió Manhattan.
Dionisio Cañas
Del 23 al 30 de diciembre. Otra vez, los libros median. Puente entre la fantasía de la ciudad que no duerme y la realidad de la literatura que llevo para leer: 1984 (1949), de George Orwell; Cada vez te despides mejor (2003), de José Liboy Erba y Buenos Aires. Una mirada filosófica (2001), de Esther Díaz.
Desde los libros, la experiencia-Nueva York registra un movimiento interesante: si bien la llegada a la ciudad de los nuyoricans Miguel Piñero y Pedro Pietri estuvo marcada por la lectura de 1984 -“el lenguaje debe ser la creación conjunta de poetas y trabajadores manuales”-, una vez agarrado el piso, Buenos Aires. Una mirada filosófica fue ganando progresivamente terreno. Desde Nueva York, leer sobre la arqueología, la hermenéutica, el deseo, la misoginia, el poder, la música de Buenos Aires, establecía un contrapunto estimulante; caminar por Spanish Harlem evocaba la realidad de los conventillos porteños. Espejismos; ¿afrohispanismos como el de la habanera decimonónica?
Sobre todo, leer Buenos Aires. Una mirada filosófica fue descubrir algo que Manhattan no me ofrecía: el erotismo de su autora, la filósofa argentina Esther Díaz (1939), cuya entrevista en Clarín, “La irreverente vida sexual de una señora mayor” (2012), me sacó los calzoncillos sin quitarme los pantalones.
Entre Broadway y Ámsterdam. Desde la esquina con Ámsterdam, apartamento 3-B, la calle 108 hace de queso en el sándwich con la Broadway: efecto bisagra. Hacia el este, más contacto con el mundo latino; hacia el oeste, menos. Pero siempre hay excepciones. Por la noche, caminar por la 108, de la esquina con Ámsterdam a la Broadway, resultó una experiencia literaria; las ratas silenistas cruzaban la acera desde las bolsas de basura puestas a la orilla de la calle. Kruda. ¿Por qué pienso en una instalación de Pepón Osorio? Neobarroco. El asco a los ratones -el miedo- se mezcla con la literatura.
De la Ámsterdam a la Broadway, la experiencia de la 108 hay que definirla como culturalmente mestiza; cruce entre lo “gringo,” lo judío, lo afroamericano y lo latino… Al oeste de la 108, pasando Broadway, la taquería mexicana parece gringa; al este, pasando Ámsterdam, el supermercado dominicano parece latino. Entre Ámsterdam y Broadway, lo cubano, lo dominicano y lo puertorriqueño transitan a varios niveles y colores: en español, en inglés, en spanglish…
Museo del Barrio. Como tiene que ser, la música que se escucha al entrar invita a bailar sobre el piso de losas blancas, que se siente como una tarima. El protagonismo de la música se cruza con una cita de Nietzsche, en Buenos Aires: una mirada filosófica: “Sin música la vida sería un error.” Además, el protagonismo de la música recuerda el “arte destructivo” del fundador del Museo, Rafael Montañez Ortiz, sobre todo, su performance con los pianos. ¡Hachero!
Dos exhibiciones por el módico precio de una donación. Por un lado, la propuesta de “Jugando con fuego” promete “intervenciones políticas, actos disidentes y acciones pícaras”; por el otro, una retrospectiva de Marisol, la primera en Nueva York, artista franco venezolana que vivió, cerca de Warhol, la turbulencia del arte nuevayorquino de la década de 1960. De la primera exhibición vale la sorpresa al cuadrado de los nuyoricans: Adál y Pedro Pietri, picardía entre la fotografía y la poesía. Disidencia de una crítica que, por encima de la complicidad, pica y muerde. De la retrospectiva de Marisol, vale la madera; escultura que emula la pintura. Magritte, Picasso. Entre ambas exhibiciones, la estética pop se hace política. Sándwich: entre la pintura pictórica y la fotografía poética.
Se hace camino al andar. De la 108 al Lincoln Center; Broadway se deja caminar prosaicamente. Navidad de poco frío. La violencia del cambio climático se siente como ternura. Aporía. El restaurante chino-peruano, Flor de Mayo, parece un heraldo negro de César Vallejo; el chino-cubano, La Caridad 78, una canción de Celina. Más abajo, una mujer que sale de la Juilliard School de música se parece a Nina Simone. Eco; primer enredo con la novela boricua, Simone (2011), cuya protagonista chino-puertorriqueña se hace llamar con el nombre de una filósofa francesa, Simone Weill. Segundo enredo, publicada en Buenos Aires, Simone se aleja de la mirada filosófica de Esther Díaz para acercarse a Puerto Rico: “Una metáfora posible para pensar la ciudad [Buenos Aires] es la música que da lugar a creatividades no preestablecidas.”
Caminar hasta que Broadway muere en el Columbus Circle, donde termina también el Central Park. Caminar por la frontera sur del parque, Calle 59, como si fuera el fin de una página, entre carruajes, caballos y taxi-bicicletas. Olor a estiércol. Los taxis amarillos son como los de la televisión. La gente se parece al mundo. Intersección; aparece la Avenida 7, que lleva directo a Times Square. Casa de la manzana neoliberal.
Hombres de maíz. Nueva York-Mesoamérica: mexicanidad ostensible. Ubicuidad. Presencia fresca de La Raza en la economía de la ciudad: colonialidad del poder. Como “estructura de sufrimiento,” el neoliberalismo precariza el trabajo que los tratados de libre comercio desterritorializan: Nueva York se llena de mexicanos hostigados por la corporatocracia que los acecha (NAFTA/TLCAN, Proposición 187, Ley Patriota, Plan Mérida). Mensajeros en bicicleta de los dioses degradados por el jarabe de maíz de alta fructuosa; otra inyección fresca de español. El Barrio se mexicaniza entre banderas puertorriqueñas.
Poesía. De la 108, esquina con Ámsterdam, a la Central Park West, la sensación de bajar hasta la parte norte del parque agiliza la caminata, sobre todo después de pasar el campo de fútbol. Al llegar a la Central Park West, solo hay que subir dos calles más para llegar al tope, Central Park North, cruzar el grueso del parque y bajar por la 5ta Avenida hasta la 104. Calle en la que está, en la esquina con Lexington, el mural del Reverendo de la Santa Iglesia de la Madre de los Tomates, Pedro Pietri: El poeta nuyorican. Pero antes de llegar a la esquina de Pedro, hay que cruzar el puente de Park Avenue por el túnel de ladrillos hambrientos, relativamente angosto: invitación a la claustrofobia.
La esquina de Pedro retroalimenta las emociones. Pronto, será necesario ocuparse del cuerpo en el restaurante/fonda El Caribeño, localizado más arriba, en la 105. Efecto dramático; al entrar, uno se transporta a Puerto Rico o la República Dominicana. El efecto de transubstanciación se intensifica con la ingesta de pernil: carne de la antillanía católica. ¡Cerdo! El arroz blanco con habichuelas coloradas, los guineítos, la yuca, el pan con ajo, los amarillos, conspiran para borrar el espacio: una fonda dominicana en Lexington. En la pared de fondo, el mapa de la Hispaniola tiene una imagen superpuesta: una cascada de agua fresca, justo en la frontera de la República Dominicana con Haití.
Pepón Osorio. Entre la 108 y la 109, Columbus Avenue estalla en resonancias nuyoricans: En la barbería no se llora (1994). La fuerza de lo local crea su propia gravedad. A este lado de la calle, frente a una concurrida barbería, la realidad parece una instalación de Pepón: espacio lleno de hombres. Entre afroamericanos y afrodominicanos, la barbería con frente de cristal se deja ver desde fuera: la interculturalidad parece poesía. Uno de los cuatro barberos, con el apellido cocido en la camisa del uniforme ¿azul y rojo?, se llama Polanco. Dimensión inesperada de la política usamericana en el Caribe: unir puertorriqueños y dominicanos con los afroamericanos. Inevitablemente, el recuerdo del recién fallecido estudioso de lo puertorriqueño en Nueva York, Juan Flores, muerto el 2 de diciembre, llena de luz la interculturalidad. Política caribeña en la Gran Manzana: afroamericanizarse para seguir siendo lo que son (nuyoricans y dominicanyorks).
Village Voice. Otra vez el Caribe, ahora el de Guyana, sale al paso. La estafa del “fundidor de bronces falsos,” Brian Ramnarine, es resumida por John Campbell, desde una narrativa con tres núcleos: biografía, excepcionalidad y naturaleza humana. Oriundo de la capital, Georgetown, Brian nació en la pobreza y se hizo rico en el condado de Queens, donde es dueño del más cotizado taller de fundición de la región, usado por artistas como Jasper Johns. Pobre pero virtuoso; Brian trabaja la fundición como nadie. Algo en la mano, el tacto, le da a su trabajo un toque sin igual. Pero Brian sucumbe ante el deseo de querer más y la ambición lo ciega: confunde a sabiendas la frontera entre la copia y el original para llenarse los bolsillos -parece insaciable- con el trabajo de otros. Falsifica el trabajo de Johns y lo vende como auténtico. El deseo puede más que todo; Brian deja un montón de huellas que terminan llevándolo a la cárcel. Campbell resume la tragedia como un trámite entre “la avaricia y la locura.”
Tres puertorriqueños. El conserje del edificio ubicado en la esquina de la 108 y Ámsterdam es puertorriqueño. Como en estadías previas, hablamos cuando nos encontramos. Contento, dice que después de trabajar veinticinco años, se jubila en febrero. Inevitablemente, pregunto si regresa a Puerto Rico. No, contesta, “yo soy americano.” Dice que nació y se crió un poco más al norte, en Washington Heights, y que cuando se jubile, piensa llevar a su esposa a Hawái. Le digo que desde 1898 hay cultura puertorriqueña en Hawái, llevada para romper una huelga (trabajadores a quienes nunca se les pagó el pasaje de vuelta prometido). Dice que los boricuas que viven en Hawái son soldados de la Segunda Guerra Mundial que decidieron quedarse.
Sábado; la caminata matutina por Broadway llega al Union Theological Seminary. Alegría; cerca de las universidades, la acera ha sido inundada de quioscos con productos agrícolas, panes, mariscos, carnes, quesos… No queda claro que todo sea orgánico, pero la carne proviene de animales que comen hierba. De regreso, entre la 110 y la 109, uno de los vendedores callejeros de libros, que recién empieza a montar su mesa, deja caer un título que llama la atención: Hispanic New York (2010). Me acerco. Nos escucha hablar. Pregunta de dónde somos. Dice que su padre era puertorriqueño, de Guayama. Al rato, le pregunto cuántos libros vende en un día como este; pocos, dice, “ahora la gente no lee, pero no importa, yo lo que hago es un servicio público.”
Domingo por la noche; después del show de Paquito D’Rivera en el Iridium, entramos al Iris Pub de la 108 y Broadway, donde la poca gente que hay mira alguno de los muchos partidos deportivos disponibles en el montón de televisores que colman el local. El barman pone música tecno. El viejo que pasa frente a nosotros, arrimado a la barra junto a otro de pelo blanco, nos escucha y pregunta de dónde somos. Apunta hacia el amigo junto al que bebe y dice: él también es de Puerto Rico. Acto seguido, llega mi compatriota con un vaso de whisky en la mano: médico graduado de la Universidad de Puerto Rico y de Columbia University que ejerce en esta zona del upper west. Entre una cosa y otra, dice que Usamérica ha sido un imperio benévolo.
Trigo. Entre la 111 y Cathedral Parkway, Broadway se radicaliza culinariamente. La pizza de Koronet hace estallar la relación entre clase y comida: de abajo para arriba. Como quien dice, pan para el pueblo a cuatro dólares el megapedazo. ¡Qué pizzota! Pero también, ¡qué rica! Los dioses del Olimpo se chupan los dedos. Un manjar modesto, de fácil alcance, que arremete con éxito contra su rival, Ray’s Pizza. Sin lugar a dudas, desde su rubro -pizza callejera-, nadie le gana a Koronet. Famiglia no puede competir. Koronet: pizza emblemática de la Gran Manzana, con mucho queso y con grasa. Ecuación perfecta: un enorme pedazo de pizza con masa fina y tostada, salsa más que gustosa, queso a borbotones y gotereo de amor. Gula; en los momentos más poéticos, dos pedazos colman la copa del sabor (saber atomatado).
Papa. El calentamiento climático nos favorece: del 23 al 30 de diciembre, caminar por Manhattan resultó, con una excepción de lluvia, más que placentero. Frío civilizado (pero en el fondo siniestro), soleado, intersubjetivo, pacifista, que permite disfrutar de las calles por las que transitaron poetas como Miguel Piñero y Pedro Pietri. Paz; sí, sé que hemos llegado justo después del brote de violencia racista de la policía contra los afroamericanos. Racismo que a su vez desató una ola de protestas masivas por estas calles que ahora parecen sumisas. En la revista Truthdig, un artículo apunta hacia “la rara encíclica sobre cambio climático y ecología humana” que planea ofrecer el Papa en septiembre de 2015 ante las Naciones Unidas, no muy lejos de aquí.
Iridium. Domingo, 28 de diciembre; Nueva York se inclina al realismo pragmático. Por eso, en el contexto de Times Square, surge la magia de Paquito D’Rivera. Saxofón alto y clarinete; jazz latino con envoltura cubanoamericana. Ergo: mezcla inevitable de buena música y política de derecha. ¿Se oye la trompeta de Arturo Sandoval? ¿Miami Sound Machine?
Tiempo de sorpresas. A Paquito lo acompaña otra excelencia musical. El Trio Corrente, de Sao Paulo: piano, bajo y batería. Un piano enloquecido por la percusión; un bajo enloquecido por el tambor; una batería con la que, como dijo Paquito, el saxofón puede tocar sin micrófono. Toque de queda: ¿quién se mueve del asiento?
Cuando empieza la sesión, el Trio Corrente se tira al ruedo solo. Lo que pone en la mesa es gustoso: horizontalidad, reciprocidad, juego, sentido del humor, diálogo en el que le toca al bajo inaugurar la abundancia de la noche. Cornucopia.
Tras bastidores, al final de la primera turbulencia del trío, se oye un chillido del saxo. Paquito entra a escena cargando a sus hijos: el alto y el clarinete. Lleva una camisa oscura de manga larga, llena de bolitas blancas, un chaleco oscuro y mocasines a dos tonos: marrón y blanco. ¡El dandi! Lo encuentro mucho más canoso, no sé si más viejo, y mucho más blanquiñoso de lo que parece en el DVD, A Taste of Paquito (1994). Por supuesto, el sentido del humor, tanto del músico como del autor de memorias, Mi vida saxual (2000), no ha cambiado un ápice.
Cuando se dirige al público, pregunta quiénes son de Brasil y les dice “bem-vindos.” Algunos gritan, ¡viva Brasil! Como cubano, subraya, se siente muy cercano a los brasileños, porque comparten tradiciones musicales y dioses africanos. Para rematar, dice que en estos días celebra 60 años de estar en la música (sí, empezó temprano, a los 6 años): “¡Coño, me estoy poniendo viejo!” Alguien grita ¡viva Cuba!, a lo que Paquito responde, “lo que queda de ella.” No hace ninguna mención al cambio de política de Estados Unidos, desvelado recientemente por Obama; y es claro que cuando dijo “lo que queda de ella,” piensa que solo hay un culpable de los problemas que ha sufrido la isla.
Sin embargo, el comentario político más atroz que hace Paquito no tiene nada que ver con su anticastrismo emblemático. Esta vez, tira la casa por la ventana; expande el radio de su derechismo y dice en tono de chiste algo como esto: mientras en el resto del mundo se andan matando unos a otros, nosotros (afortunados de estar en la Gran Manzana), nos divertimos de lo lindo, escuchando música, comiendo y bebiendo. (¡Viva USA!).
Cuando toca el saxo, Paquito termina las notas del registro alto con un juego de mano que se fuga de las teclas, alejándose del saxo, pero regresando siempre a tiempo. Cuando toca el clarinete, se sienta, porque algo en el instrumento no funciona. Tampoco le gusta la caña.
Adiós. Siete días en Manhattan; siete veces que leí, por la noche, “La poética de Antonio García,” cuento breve de José Liboy Erba, en el que el narrador/ensayista analiza la estética de un poeta que prescinde de las palabras, cuyo poema se inscribe en una tradición literaria muy antigua: la decapitación a machetazo.
Y ello porque Antonio García no es sino el “escurridizo” Toño Bicicleta: una leyenda, ¿la última?, del bandido puertorriqueño que mata y seduce a la mujeres, ultimado por la policía en 1995 tras un balazo en los genitales. Poeta de la fuga y de la muerte a quemarropa: “Sólo queda por decir que la obra de Antonio García no es la obra de un sicópata, sino la de un hombre cuya expresión no tuvo otra salida que la de matar.”
Antes de partir de Nueva York, pongo el cuento de Toño Bicicleta en el libro de José Liboy: Cada vez te despides mejor (2003).