Olor a pólvora

Olor a pólvora

Por Gilmar Simões*. LQSomos.

Él aún no sabía por cuánto tiempo habría de estar dentro de aquel cascarón de aguas templadas. Mientras él escarbaba en la profundidad del líquido amniótico, aceitoso, los humores vitales que alimentaban la carne y el espíritu, le sabían levemente ácido. Alimento era y funcional. Entonces él se preguntaba, ¿qué habrá comido la persona que le gestaba cuando sentía ese gusto agrío y azul? ¿Un pescado con ajo, guindilla, romero, zanahoria, apio? No estaba entrenado para discernir todavía estos detalles. Pero intuía que el efecto tranquilizante de la penumbra le dejaba un gusto agradable cuando flotaba embalado por esos olores. Sin embargo, olía a pólvora y a polvo y su futuro le sabía a bala y muerte. Sí, con el olor el cambio les llegaba a ratos. El deterioro era inminente. Entre la relativa calma y las explosiones en los alrededores del arrabal inflamaba su vida y la del ser que lo llevaba. Sin esperanza ambos se acurrucaban cada uno en su rincón posible. Mientras tanto escuchaban las olas de la mar, a la vez que se fundían más allá del lecho umbilical. Como consecuencia, a ambos les traía ilusión de libertad y esto también les calmaba. Por su lado, esta sensación le hacía sentirse como un pez en sombra en el agua: sueño natural, lleno de sencillez y éxtasis, pero también de oscuridad. Y no tardó en aparecer el traqueteo nocturno de un rotor para inquietarles, a él y a quien lo llevaba adentro, acelerando la pesadilla.

Pasaban los meses con relativa tranquilidad. Aunque no crecía en un polvorín a veces escuchaba ruidos mecánicos, pequeños flatos explosivos repetitivos; otras tímidas celebraciones que oscilaban con balanceos y se mecía en columpios. Hasta que un día empezó a revolverse entre trancos y bamboleos. Cancelas y portones se abrieron. Mugidos, balidos lejanos se mezclaban con ladridos y estertores cercanos. Música alegre sonaba mientras aviones despegaban del aeropuerto. Tractores se acercaban mientras manos cultivaban el jardín las matas de hortalizas. Barcos silbaban mientras troncos crepitaban en el horno. Los coches tocaban el claxon cuando pasaban delante la casa. Los ruidos venían y se iban en constante alternancia. Y, desesperado, no se ubicaba cada vez que se chocaba contra las paredes ventrales, la membrana fina que envolvía su elasticidad vertebrada, le proporcionaba la sensación de que la luz al final del túnel pronto iluminaría su camino. De pronto notó el cordón que le unía empezó a enredarse y a medida que intentaba zafarse más le apretaba el cuello. Notó su sangre cambiar de color al morado, le debilitaban sus fuerzas.

Focos los iluminaron. Luces les ofuscaron. El llanto agónico llegó acompañado de aullidos, gritos, quejidos cercanos. Él sollozaba con los ojos cerrados, luego tuvo hambre. Una mano trémula le guio al pezón dúctil y lechoso que entró en su boca. Algunos minutos después una señora lo interrumpió con su hábito, velo y cruz, y lo cogió con guantes de látex tan gélidos y férreos como cañón de fusil. Suficiente, gruñó. Lo vistió, aunque mejor sería decir lo desnudó. Con ropa nueva y camuflada lo llevaron a otra sala en camilla, mientras tanto un grito primario rompía el gélido silencio.

Todavía no diferenciaba el placer del disgusto y, sin embargo, el eco en su oído siguió ahí, lanzándole contra los muros de la historia durante eternos segundos, además del olor a caléndula y aceite de oliva virgen extra de la areola mamaria. Pero cuando despertó sin el largo algoritmo de la pulsera azul que lo identificaba, ya no sabía quién era, ni donde estaba y la leche ahora era agria y abundante y de biberón y el ambiente olía a gel hidroalcohólico.

Ese confuso y desconocido viaje comenzó a las veintidós horas y dos minutos de la noche del 16 de febrero de 1968. Es lo que dice en su certificado, aunque es improbable que sea cierto…, y aún no ha finalizado. Él, entretanto, seguía volando en escalada, con su nombre previsto, mientras oía el ruido de las botas, de espectros y fantasmas y visiones que le persigue por todos los lados. Nunca supo adónde lo llevaría ese viaje, ni por qué se llamaba Fernando ni por qué se apellidaba Vogel, ni cómo ha llegado hasta allí. Lo más importante: estaba vivo. Aunque cada día se alejaba de su conocido y acogedor nido. No temía. Durante años paseó vestido con elegancia y esmero por pasillos, cuartos, salones y patios. Todos sus colegas y amigos eran pulcros y risueños; los de alrededor parecían felices. Salvo su profesora que tenía una mirada triste, longincua, ligeramente incómoda. Llevaba un pañuelo blanco en el cuello, luego en la calle lo ponía en la cabeza. Vestía siempre de negro, aliviado. Fernando no entendía por qué nunca se lo quitaba y ella a él tampoco le explicaba cuando le preguntaba con insistencia, por qué tenía una estrella roja en la punta del pañuelo y ella respondía porque sí. Sí, ¿qué? Como hay tiempo para preguntas, también hay para las respuestas. No entendía la sentencia. Y allí mismo en la escuela, aprendió deprisa a mentir o a reproducir mentiras. Pero también a no preguntar, aunque sabía cómo, qué y para qué. Y preguntaba para sí mismo: ¿Por qué su padre siempre olía a pólvora? Porque sí. ¿Por qué su madre tenía los pelos rubios y los ojos azules? Porque sí. Los síes le llevaban a una calle sin salida. Fernando se quedaba fuera de sí porque sabía que al padre cuando le miraba a los ojos se le subía los nervios a la cara, no sabía si por el color negro de los suyos o porque bajaba la vista, al mismo tiempo que reflexionaba emocionado sin saber por qué. Sin embargo, sentía miedo y a veces le palpitaba el peligro, pero su capacidad de reconocimiento era lento y lejano. Su padre era un ser extraño y enfurecido y él llevaba mucho tiempo oliendo que vivía en la antesala de la furia y del infierno.

En clase profesora y alumno buceaban en el silencio. Él sin saber el porqué, ella por temor a manifestarse y ambos por el silencioso deseo de saber. Saber que quizá buscaban lo mismo o algo parecido: descubrir entre ellos algún vínculo. ¿Vínculo? ¿Qué vinculación podría haber entre él, la profesora salvo esa maldita herencia de compartir el espacio disciplinario? Espacio que él heredaría y que a ella le controlaría. Pero desde que Fernando cumplió los cinco años, cuando miraba tras las ventanas del segundo piso de la mansión a las señoras con iguales pañuelos blancos en la cabeza que daban vueltas en círculo en la plaza con pancartas, y con frases que él no entendía. Sin embargo, en su mente el silencio rebuscaba en la armonía de las palabras y, entre lo que miraba alrededor y lo que veía, barruntaba una contradicción. Luego no la descifraba, ni sabía cómo ni el porqué de esas cabezas cubiertas con pañuelos blancos. Principalmente, porque en casa les decía que era un círculo vicioso: mujeres hacen círculos tontamente, hombres hacen piquetes sin razón y niños repiten los gestos alelados. Pura rebeldía sin causa. A quién se les ocurre tapar la cabeza si la mecánica del viento va en otra dirección.

Fernando escuchaba lo que decía su padre o, mejor dicho, lo que ladraba con su voz grave y áspera y no entendió aquellos jeroglíficos filosóficos. Y cuando la voz de su padre tronaba, por si acaso, retiraba los brazos de encima del plato vacío, y asustado lo dejaba que lo llenara su madre con el brócoli, el solomillo y las papas asadas. Ella con la voz queda rogaba calma a su marido con servilismo y dulzura, y entonces comían en silencio. Al finalizar, Fernando decía que no le gustaban las sobremesas y enseguida pedía permiso y se iba a su cuarto.

Al principio aquellas limitadas y viciosas personas silbaban y gritaban algunos improperios, derramaban lágrimas, cantaban canciones y hacían oraciones. Como tergiversaba su padre todo lo que veía, le decía que eran grupúsculos de herejes, traidores, infieles, fanáticos, ateos, comunistas… Luego, cuando estos se convirtieron en muchedumbre hasta desbordarse por las calles, salones, ciudades, fronteras, Fernando empezó además de gustar de toda esa algarada, se identificó. En silencio miraba la multitud gritar y le entraban ganas de hacer lo mismo, pero se limitó a sonreír discretamente a escondidas del padre.

El día que cumplió ocho años, después de comer la tarta de chocolate con fresas, desde la ventana identificó a su profesora en la manifestación y, ahora contrito, le preguntó a su madre, por qué no bajaba y se sumaban a los manifestantes. Su madre se santiguó furiosa detrás de la cortina, mientras su padre carraspeó y enrojecido lanzó el periódico al suelo y colérico se levantó del sofá. Ajustó los galones y dio cuatro pasos firmes hacia la ventana. Mientras echaba un vistazo a la calle su mano derecha inquieta acariciaba la pistola. Su madre cerró todas las cortinas y se fue al oratorio a prender una vela a las Vírgenes de la Merced, del Carmen… El señor Vogel indagó por quién prendía la vela y se acercó a santiguarse con el meñique izquierdo levantado. Allí su anillo de oro brillaba con incrustaciones en alto relevo y una piedra preciosa ¿zafiro? Luego se volvió hacia Fernando advirtiéndole que jamás mirase hacia abajo y menos hacia atrás. Los que hacen se tropiezan y nunca encuentran la puerta. La puerta del futuro y del objetivo a alcanzar. Además, añadió que sería mejor que fuera a su cuarto a hacer sus deberes y dormir para recuperarse de la equivocación. Luego padre y madre fueron a rezar y decirle buenas noches. Pero antes de salir señor Vogel se fijó en los libros que estaban sobre la mesa de noche junto a la Biblia: Moby Dick, El principito, Metamorfosis y Crimen y castigo, los cogió y luego empezó a revisar la estantería de arriba abajo, y extrajo Las venas abiertas de América Latina y Pedagogía del oprimido, Extracción de la piedra de la locura, Poesía vertical, Carta al padre, Final del juego, etc. Con los volúmenes bajo los brazos exclamó, visiblemente montado en cólera, quién demonios le recomendaba esas lecturas que atentaban contra los valores cristianos.

El silencio y la mirada de Fernando deambulando entre los huecos vacíos de la estantería y el techo, como respuesta, no agradó al señor Vogel más bien agudizó su de por sí curta impaciencia. Su ira, sabía Fernando claramente que iba a ir más allá de deshacerse de los libros. Y Fernando con su gesto quiso decirle al señor Vogel que no se deshacía de los libros por sus rudimentos del cristianismo sino por consciencia católica que derribaban las palabras de su entramado cultural, desgarraban de su seguridad social y agrietaban su sentido de identidad religiosa que se desmantelaba, por sujetarse y contenerse en la tradición más arcaica. Fernando observaba su madre suplicar a Dios su protección, la del hogar, de su marido. Obviamente, no dijo nada; sino que como reaccionó su padre tuvo claro haber escondido bajo el colchón unas decenas de libros. Libros que ingenuamente no sospechaba prohibidos, aunque tarde o temprano alimentarían la hoguera. Dicho y hecho. Fernando, minutos después, escondido tras la ventana que daba al jardín interior, vio como su viaje mental fue interrumpida por el crepitar de los textos en llamas. El humo gris de la llamarada subía al cielo dejando en el aire el olor a pólvora de las palabras y frases censuradas. Luego continuaron quemándose en su mente. Fernando hilvanaba con horror lo que olía de la monstruosa y rancia idiosincrasia de su padre. La pedagogía de las palabras lucía brillante como antes, despejándose por su cerebro en el camino hacia un gran viaje.

Esta noche tuvo una pesadilla: soñó que su padre se movía bajo tierra como un gusano, y al salir a la superficie se encuentra paseando con el pene erecto por las plazas y calabozo; de su conducto uretral salía esperma temerario y viajaba por una caverna acuosa y salía por la vagina de su madre como un pájaro. Se despierta asustado, suda y ya no consigue dormir. La noche siguiente, como todas las anteriores de los quince años, su madre y padre antes de las diez fueron a su cuarto y de rodillas al lado de la cama rezaron y le bendijeron en complicidad sin alterarse, elevando el código religioso al cuadrado. Ese aire católico corrompido y conservador le ahogaba solemnemente. Esa noche Fernando no durmió. Sentía el deseo de batir alas y el impulso de la huida: vació su mochila y cogió algunos de los libros bajo el colchón y Cartas a Lucilio, Séneca; un par de mudas, otro par de pantalones y camisas y comida para dos días, manzanas, plátanos, pan y dos tabletas de chocolate, la navaja multiusos y todo su ahorro en metálico. Antes que vislumbrara los primeros rayos de sol, desertó. Bueno, desertar tal vez no sea el término más apropiado. Lo sabía. En realidad, en su mente pensaba en «huir», pero era como asumir ser una víctima. Y eso sí que no. Y «desertar» era traducir todo lo que sufrió en silencio. Era, en términos psicológicos, como si todo lo que había vivido en la casa, lo hubiera hecho en un cuartel. Estaba infringiendo la regla léxica como si le fallaba la memoria. Tal vez ni una ni otra solo huía del olor rancio guiado por la suavidad de los inconsecuentes. Y cuando Fernando despertó de su fuga a la desbandada, tres días después, estaba sentado en un rincón de una playa en un nido de arena. Se sintió un pájaro no un fugitivo. No sabía volar o tenía dificultades, es cierto, y, sin embargo, sintió algo extraño como si estuviera precipitándose en un oscuro y vacío túnel. Como un idiota contento creando corredores que le fue abriendo uno a uno más allá del abatimiento inicial.

Estremecido por sus pensamientos que dieron acceso a las dudas de su huida. Sintió escalofríos. Se quitó la mochila de la espalda, pesaba, la puso bajo la cabeza en un rincón resguardado del viento, una cala; antes cogió el libro de Séneca y temeroso lo abrió: «Sufrimos más en la imaginación que en realidad». La frase le enterró en el silencio más profundo y olió el aroma salado que traía el viento de las olas del mar. De pronto un pequeño remolino comenzó a acercarse y él cerró los ojos justo en el instante que hojas de periódicos volaban junto con bolsas de plásticos, basuras y arena. Abrió los ojos cuando una hoja de periódico se le pegó en su rostro, y, humedecido, la cogió. La foto de la portada le llamó la atención. Reconoció el azul metálico del coche. Ajustó la espalda en la roca, estiró la hoja con la mirada tensa y empezó a leer el artículo:

Encontrado una pareja muerta dentro de un Mercedes Benz dentro de una finca abandonada a unos treinta kilómetros del centro. La encontró las fuerzas del orden y seguridad en el jardín de la casa junto a viejos trastos, tractores, coches, electrodomésticos desguazados… Aún había restos de comida recién hechas y brasas en la chimenea. El coche fue ametrallado y acabó con la vida del señor y la señora Vogel… Según testigos, sus movimientos eran vigilaban en todos sus desesperados y conocidos desplazamientos por los alrededores en busca de su hijo desaparecido. Estamos seguros. Segurísimo, afirmó el que llevaba la batuta acusadora. ¿Por qué no denunciaron la desaparición del hijo a la policía, ni él como militar mencionó a la comandancia o contrataron a un detective? Preguntaba el redactor. La única pista la han dado los vecinos de la zona, concretamente una pareja que vivía enfrente de la finca abandonada: la emboscada fue perpetrado por información facilitada por tipos barbudos y chicas vestidas con ropas coloridas que vivían en la casa…

Fernando interrumpió la lectura, arrugó las hojas del periódico, hizo una bola, se levantó y le dio una patada al balón.

* Gilmar Simões. Hispano-brasile-ño, sociólogo. He trabajado como fotógrafo en Iberoamérica. He vivido en Guatemala, Perú, Nami-bia y Guinea Ecuatorial. He publicado los relatos en Minotauro, Antología de Relatos Breves – La-tin Heritage Foundation, Washington, EUA, 2011; Narrativas, Revista digital; Revista Almiar (Margen Cero) y Letralia.

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