Otra forma de ser cristiano: Oscar Romero y Teresa de Calcuta
Óscar Romero, arzobispo de San Salvador, y Teresa de Calcuta, fundadora de las Misioneras de la Caridad, fueron propuestos para el Premio Nobel de la Paz en 1979. La Academia sueca, conservadora y timorata, le concedió el galardón a la monja nacida en Uskub, actual República de Macedonia. Óscar Romero fue asesinado por el Ejército salvadoreño un año después, mientras celebraba la eucaristía. Acusado de revolucionario, comunista y subversivo, pidió en su última homilía que los soldados dejaran de asesinar a los campesinos, siguiendo las instrucciones de unos oficiales al servicio de la oligarquía que controlaba la riqueza del país, sin preocuparse del hambre y la pobreza de la mayoría de la población. Pocos recuerdan a Óscar Romero, pero nadie se ha olvidado de Teresa de Calcuta. Elogiada por su presunta defensa de los pobres, sus verdaderas motivaciones salieron a la luz durante una conversación con el escritor y periodista Christopher Hitchens. “No estoy trabajando para aliviar la pobreza –admitió la monja-. No soy una trabajadora social. No lo hago por eso. Lo hago por Cristo. Lo hago por la Iglesia”. Por el contrario, Óscar Romero afirmó: “La misión de la Iglesia es identificarse con los pobres. Sólo así encuentra su salvación”.
Roberto D’Aubuisson, máximo responsable de los escuadrones de la muerte en El Salvador, leyó un comunicado en televisión a principios de febrero de 1980, citando nombres de doscientos “comunistas y traidores”. Entre ellos, se hallaba Óscar Romero, al que se le ofrecía una última oportunidad para enderezarse y rectificar. Pocas semanas después, el arzobispo recibió una amenaza más explícita, firmada por D’Aubuisson, que disfrutaba de una vergonzosa impunidad por su condición de militar y antiguo alumno de las Escuelas de las Américas, uno de los mayores centros de tortura del mundo, diseñado y dirigido por Estados Unidos para controlar y desestabilizar América Latina: “Mentado arzobispo Romero. Por ser traidor a la patria y por estar levantando al pueblo contra su legítimo gobierno, esta unión patriótica lo condena a muerte, igual que hemos matado a tanto cura comunista. Viva El Salvador Muera el comunismo ateo. Unión Guerrera Blanca”. La respuesta de Óscar Romero consistió en recrudecer su compromiso con el pueblo salvadoreño, diezmado por espeluznantes torturas y horribles asesinatos extrajudiciales. Un día antes de que un francotirador acabara con su vida, se dirigió a las Fuerzas Armadas: “Yo quisiera hacer un llamamiento, de manera especial, a los hombres del ejército. Y en concreto a las bases de la Guardia Nacional, de la policía, de los cuarteles… Hermanos, son de nuestro mismo pueblo. Matan a sus mismos hermanos campesinos. Y ante una orden de matar que dé un hombre, debe prevalecer la ley de Dios que dice: "No matar". Ningún soldado está obligado a obedecer una orden contra la Ley de Dios. Una ley inmoral, nadie tiene que cumplirla. Ya es tiempo de que recuperen su conciencia, y que obedezcan antes a su conciencia que a la orden del pecado. La Iglesia, defensora de los derechos de Dios, de la Ley de Dios, de la dignidad humana, de la persona, no puede quedarse callada ante tanta abominación. Queremos que el gobierno tome en serio que de nada sirven las reformas si van teñidas con tanta sangre. En nombre de Dios y en nombre de este sufrido pueblo, cuyos lamentos suben hasta el cielo cada día más tumultuosos, les suplico, les ruego, les ordeno en nombre de Dios: Cese la represión”.
La trayectoria de Teresa de Calcuta no puede estar más alejada del sincero compromiso de Óscar Romero con la creación de una sociedad más justa e igualitaria. Opuesta al Vaticano II, Teresa de Calcuta siempre predicó la resignación y el conformismo. Cuando estalló una planta química de la compañía estadounidense Union Carbide en Bhopal (India), causando 2.500 muertos, se manifestó partidaria de perdonar a los culpables y no abrir investigaciones legales. Al aproximarse a una de las víctimas, que se retorcía de dolor por las quemaduras, le dijo ante las cámaras de televisión: “Estás sufriendo como Cristo en la Cruz, así que Jesús debe estar besándote”. El hombre contestó: “Por favor, dígale que deje de besarme”. Enemiga del divorcio, el aborto y los anticonceptivos, declaró: “Yo no le daría un bebé de una de mis casas a un pareja que usa anticonceptivos. Los que usan anticonceptivos no comprenden el amor”. Aunque no suele mencionarse, Teresa de Calcuta tuvo muchos detractores en la India. Los médicos denunciaron que la atención ofrecida a los pacientes terminales en sus hogares para moribundos era de escasa calidad. De hecho, se comprobó que era habitual reutilizar agujas hipodérmicas y emplear agua fría para el aseo diario. Mary Loudon del British Medical Journal apuntó que se escatimaban los analgésicos por prejuicios religiosos, pues se entendía que el sufrimiento físico y psíquico aproximaba a Dios. De hecho, Teresa de Calcuta tomó su nombre (en realidad, se llamaba Agnes Gonxha Bojaxhiu) de Teresa de Lisieux, una joven carmelita descalza de nacionalidad francesa que murió entre atroces dolores al negarse a recibir calmantes, pensando que su terrible agonía era la voluntad de Dios. En los hogares de Teresa de Calcuta, se escuchaban los gritos de los moribundos con las heridas abiertas y llenas de gusanos, según Sanal Edamaruku, presidente de la organización Rationalist International. The Guardian realizó un reportaje sobre los orfanatos y mostró las deplorables condiciones de higiene y atención. Colette Livermore, ex misionera, abandonó la congregación y publicó el libro Hope Endures, donde refería que Teresa de Calcuta promovía una “teología del sufrimiento” que incluía el consejo de no adquirir formación médica, pues lo esencial no era curar, sino difundir el Evangelio.
Teresa de Calcuta aceptó donaciones de la familia Duvalier, que gobernaba Haití mediante la represión y el saqueo de las riquezas del país. Incluso viajó al país caribeño y elogió un régimen condenado internacionalmente por sus sistemáticas violaciones de los derechos humanos. No tuvo problemas de conciencia para aceptar una donación de 1.250.000 dólares de Charles Keating, el “rey de los bonos basura”, que en 1992 estafó a 17.000 pequeños inversores en Estados Unidos. Cuando Keating fue procesado, envió una carta al juez, pidiendo clemencia: “No sé nada de sus negocios. Sólo sé que ha sido generoso con los pobres de Dios”. El fiscal escribió a Teresa de Calcuta: “Le ruego que devuelva el dinero que robó Keating a las personas que lo ganaron con su trabajo”. La monja ni siquiera contestó. En 1996, Irlanda celebró un referéndum para legalizar el divorcio, prohibido por su Constitución. Teresa de Calcuta viajó hasta Dublín para participar en las campañas a favor del voto negativo, lo cual no le impidió desear a su amiga Diana de Gales una vida más feliz, después de liberarse de un matrimonio desgraciado. A los pocos meses de la muerte de la fundadora de las Misioneras de la Caridad, la revista alemana Stern y la revista inglesa New Left Review, considerada una de las veinte mejores publicaciones mundiales sobre ciencias políticas, realizaron sendos reportajes de investigación, con las mismas conclusiones: Teresa de Calcuta no empleó el dinero de las donaciones en reducir la pobreza o mejorar las condiciones de sus centros, sino en la apertura de nuevos conventos y en la propagación de la misión evangelizadora. Su finalidad no era curar, sino lograr conversiones e inculcar resignación en los enfermos terminales, sin aliviar su sufrimiento ni aprovechar los avances de la medicina.
Teresa de Calcuta fue beatificada con premura por Juan Pablo II, un Papa cuyo objetivo principal fue aniquilar la herencia del Concilio Vaticano II y desmantelar la Teología de la Liberación. Al mismo tiempo que amonestaba públicamente a Ernesto Cardenal y hostigaba a Leonardo Boff y Hans Küng, condenando sus libros y boicoteando su carrera docente en universidades católicas, colmaba de elogios a Marcial Maciel, sacerdote mexicano que fundó la Legión de Cristo, y favorecía sin tregua a Escrivá de Balaguer, fundador del Opus Dei. En 1997, ocho antiguos legionarios de Cristo enviaron una carta a Wojtyla, acusando a Marcial Maciel de abusos sexuales, pero el Papa polaco ignoró la denuncia y continuó protegiendo a Maciel. Más tarde, se revelaría que el sacerdote mexicano había cometido infinidad de abusos sexuales, incluso con sus tres hijos, engendrados con dos mujeres diferentes, incumpliendo el voto de castidad. Adicto al demerol y la morfina, Maciel administró fraudulentamente los recursos económicos de la Legión de Cristo y plagió en más de un 80% el Salterio de mis horas, un librito del abogado y político católico Luis Lucia Lucia. El resultado fue Salterio de mis días: 98 meditaciones, la obra de referencia de la Legión de Cristo. No es menos siniestra la historia de Escrivá de Balaguer, que nunca disimuló su devoción por el dictador Francisco Franco, pese a que sus monumentales egos chocaron en sus escasos encuentros. Su canonización en tiempo récord (se habló de “turbo santidad”) no pudo ocultar el lado más oscuro del Opus Dei: elitismo, proselitismo agresivo, violación de la correspondencia privada, deliberado aislamiento de los amigos y la familia, mortificación física, manipulación y coacción, apropiación de los bienes de sus socios. Wojtyla se despidió del mundo y de su pontificado, sepultando escándalos y cerrando las ventanas abiertas por Juan XXIII hacia una Iglesia Católica más tolerante, solidaria y humana. Sus funerales reunieron a los más altos dignatarios de la política internacional. Casi todos los presidentes desfilaron delante de su ataúd, rindiéndole honores. Pocos recordaron su firme apoyo a Pío Laghi, nuncio del Vaticano en Argentina durante la época en que la infame Junta Militar exterminó a 30.000 opositores políticos, incluidos 323 menores y varios centenares de mujeres embarazadas, cuyos hijos fueron entregados a familias implicadas en la represión, que les educaron como hijos propios y les ocultaron su verdadera identidad. Las Madres de Plaza de Mayo siempre consideraron a Pío Laghi “un cómplice activo” del genocidio. Juan Pablo II no manifestó ninguna preocupación por las víctimas de las dictaduras del Cono Sur. Su vocación mediática y su fervor mariano consideraban más prioritario condenar el aborto y los métodos anticonceptivos.
Las exequias de Teresa de Calcuta convocaron un circo mediático. Todos los presidentes hicieron genuflexiones o se arrodillaron ante los restos de la monja. No se puede negar que se ha convertido en uno de los iconos del siglo XX. Simboliza el espíritu caritativo, pero en ningún caso encarna el anhelo de justicia y solidaridad. La solidaridad es horizontal y discurre en dos direcciones, dignificando a todos los que se dejan enredar en su trama. La caridad es vertical y presupone la superioridad moral del que la ejerce. La solidaridad implica un inequívoco deseo de transformación social, pues entiende que “la pobreza no es una fatalidad, sino injusticia. Es el resultado de estructuras sociales y de categorías mentales y culturales que han configurado el actual orden social”. No son las palabras de un revolucionario, sino de Gustavo Gutiérrez Merino, filósofo y teólogo peruano y uno de los pioneros de la Teología de la Liberación. A pesar de su independencia y coraje (el lema “Haga patria, mate un cura” se concibió en América Latina para acabar con los sacerdotes que habían manifestado su opción preferencial por los pobres), sólo una pequeña minoría conoce a Gustavo Gutiérrez. Es el autor de una notable obra filosófica, política y teológica que acusa al capitalismo de convertir la pobreza y la desigualdad en hechos estructurales para preservar sus privilegios. A pesar de su agudeza y valentía, sus reflexiones y su compromiso apenas son un leve rumor en comparación con el estruendo provocado por la peripecia hollywoodiense de Teresa de Calcuta, amada hasta el histerismo por masas ignorantes y exaltada por los ricos y los poderosos, que nunca percibieron su labor misionera como un peligro para sus intereses.
Creo que Teresa de Calcuta debería ocupar un lugar de honor en Disneyworld, incendiando la mente de los niños con milagros dignos del mago más audaz e innovador. En nuestra época digital, todo parece posible: andar sobre las aguas, sanar a los leprosos, resucitar a los muertos. Sin embargo, no necesitamos milagros, sino esperanza, utopías, revoluciones. Los pobres, esas multitudes que nunca desfilarán ante el féretro de un príncipe de la Iglesia o del presidente de un país desarrollado, aún esperan a un verdadero liberador que no les hable de recompensas sobrenaturales, sino de una sociedad donde el hombre no explote al hombre y reine una verdadera fraternidad. “Esta civilización está gravemente enferma –afirmó Ignacio Ellacuría, filósofo y teólogo de la liberación asesinado por el Ejército salvadoreño en 1989-, y para evitar un desenlace fatídico y fatal es necesario intentar cambiarla. Sólo utópica y esperanzadamente puede uno creer y tener ánimos para intentar con todos los pobres y oprimidos del mundo revertir la historia, subvertirla y lanzarla en otra dirección”.
El mundo no necesita monjas fanáticas que recen y se dejen homenajear por los ricos y poderosos, sino hombres y mujeres dispuestos a subvertir la historia, sin dejarse intimidar por los perros de la guerra y la codicia. Óscar Romero e Ignacio Ellacuría murieron por ese ideal, revelando que lo auténticamente cristiano es acompañar a las víctimas en su desdicha y luchar contra los que se han apoderado de la tierra, ejerciendo la violencia contra sus semejantes. Por eso, sólo unos pocos les recuerdan y honran su memoria, pues los amos del planeta apreciaron de inmediato su carga revolucionaria. Su pensamiento es profético y desafiante, radical y utópico. El olvido es una segunda muerte y, en este caso, el anticlericalismo primario, visceral e irreflexivo se ha revelado tan dañino como el silencio impuesto por las balas y los grandes medios de comunicación, cada vez más torpes y desvergonzados en su papel de defensores de los intereses políticos y financieros de las clases dominantes. Preservemos el legado de unos hombres y unas mujeres (no hay que olvidar a las cuatro religiosas norteamericanas torturadas, violadas y asesinadas en El Salvador por la Guardia Nacional el 2 de diciembre de 1980) que lo dieron todo por un pueblo martirizado. Las monjas Ita Ford, Maura Clarke, Dorothy Kazel y la voluntaria Jean Donovan están en la letra pequeña de la historia, pero para cualquier mente abierta y comprometida con la construcción de un mundo menos violento y desigual son mucho más grandes que la mediática y ultraconservadora Teresa de Calcuta.