Otro 18 de julio, otra historia
Por Arturo del Villar*. LQSomos
Los que realmente destruyeron a la I República Española fueron los propios republicanos divididos en bandos enemigos, los impacientes por alterar las bases del sistema social seguido hasta entonces, los intransigentes al no aceptar discutir las ideas de otros grupos
El 18 de julio de Pi y Margall
Fue un mal día para la I República aquel 18 de julio de 1873, en que Francisco Pi y Margall presentó la dimisión como presidente del Poder Ejecutivo de la República Española. Había demostrado ser el político más capaz para dirigir el régimen instaurado a las 12 de la noche del 11 de febrero anterior, pero los que se decían republicanos torpedearon sus decisiones y boicotearon sus proyectos, hasta causarle tantos disgustos que le obligaron a dimitir. Ese acto fue el preludio del fin de la República.
El rey Amadeo I de Saboya había presentado su abdicación al mediodía del ya histórico 11 de febrero, después de repetir una vez más que España era una casa de locos. Los acontecimientos posteriores se encargaron de darle la razón a él, entre tantos orates que se decían republicanos, entregados al deporte de moda: torpedear el normal desarrollo de la vida republicana que tanto había costado injertar en la historia de España.
La decisión del rey importado de Italia sumió al reino en la perplejidad. Constituidos Congreso y Senado en Asamblea Nacional, se pasaron la tarde discutiendo cómo solucionar el inesperado vacío de poder, y por fin a las 24 horas se acordó proclamar la República, único medio viable, por 256 votos a favor y 32 en contra. Los republicanos, como era constante en ellos, estaban divididos en grupos enfrentados, pero en esa votación se unieron.
El protagonista en el nuevo régimen, el Partido Republicano Federal, era una derivación del Partido Demócrata liderado por Nicolás María Rivero, surgido de una escisión producida al publicar un manifiesto contrario a cualquier tipo de monarquía el 5 de enero de 1869. En las sucesivas asambleas federales el partido se fue disgregando en grupúsculos enfrentados. La celebrada en noviembre de 1872 terminó con la dimisión del Directorio el día 21, y la convocatoria de otra asamblea para el 15 de febrero de 1873. Por lo tanto, la proclamación de la República presumiblemente deseada por todos encontró al Partido Republicano Federal descabezado y desunido. Era una costumbre aceptada disgregar las agrupaciones políticas para crear otras semejantes, pero enfrentadas.
Quedaron convocadas las Cortes Constituyentes, presididas por Cristino Martos, tránsfuga de los partidos Progresista y Demócrata, entonces militante en el Radical mayoritario. Este Partido Radical salió en 1871 de una escisión del Partido Progresista. Así de indecisos eran los políticos al proclamarse la República, dispuestos a cambiar de partido por cualquier motivo, y en consecuencia carentes de confianza en unos ideales firmes. No era posible confiar en su criterio tambaleante según conviniera.
Pi y Margall, presidente
Al no contar con una Constitución republicana no pudo elegirse presidente de la República, y así se continuó hasta su final, por lo que la I República Española no tuvo presidente. Se constituyó un Poder Ejecutivo, es decir, un Gobierno, integrado por cinco radicales y cuatro republicanos, bajo la presidencia de Estanislao Figueras, que no era el político adecuado para asumir ese cargo. Lo demostró al dimitir sorprendentemente el 7 de junio, seis días después de la apertura de las Cortes Constituyentes, sin motivo claro, y el 10 se marchó a París en una huida precipitada.
Otra vez urgía resolver un vacío de poder, por lo que se encargó interinamente la Presidencia del Ejecutivo al ministro de la Gobernación, Pi y Margall, que había demostrado la firmeza de su carácter al vencer una revuelta cívico—militar el 23 de abril, encabezada por el golpista contumaz general Serrano. Aquella noche huyó disfrazado de Madrid. Desde el 20 de abril presidía Pi el Ejecutivo provisionalmente, por la muerte de la esposa de Figueras.
Ante la excepcionalidad del momento histórico, aquel día Pi pudo asumir todos los poderes de la República, y así se lo pedían, mejor dicho, se lo exigían sus compañeros del Ejecutivo y muchos diputados. Se negó a hacerlo, porque temía que tanto poder pudiera convertirlo en un dictador, palabra que le horrorizaba, con razón, aunque es muy dudoso, conocido su carácter, que cayera en ese vicio. No obstante, al pasar revista a su actividad al frente del Ejecutivo en su ensayo histórico La República de 1873. Apuntes para escribir su historia (Madrid, Imprenta, Estereotipia y Galvanoplastia de Aribau y Cía, 1874, página 31), se preguntó y se respondió:
¿Hice bien? Lo dudo si atiendo al interés político; lo afirmo sin vacilar, si consulto mi conciencia.
¿Qué era más útil para la República, el común interés político o el dictado de su conciencia particular? Este dilema puede que sea culpable de la desgracia española, porque si Pi hubiera atendido al interés político muy probablemente la historia de España sería muy distinta de la que conocemos. Es la disyuntiva que abisma a los grandes políticos honrados, en la que también se vio obligado a decidir Manuel Azaña, y también eligió seguir a su conciencia. Por eso admiramos a estos seres incorruptibles que supieron vencer las tentaciones del poder, aunque legítimamente debemos preguntarnos si el bien público no debe ponerse por delante de la conciencia individual. Seguro que la mayoría de las respuestas sería afirmativa.
Las Cortes no Constituyentes
Los republicanos federales alcanzaron el 91 por ciento de los votos en las elecciones a las Cortes Constituyentes celebradas en mayo. El éxito fue debido en buena parte gracias precisamente a la gran gestión desarrollada por Pi en su doble ejercicio como presidente interino del Ejecutivo y ministro de la Gobernación. Quedaron inauguradas el 1 de junio, y el 8 proclamaron la República Democrática Federal. La víspera había dimitido Figueras, como ya se dijo. Ese mismo día 7 fue elegido presidente de las Cortes el viejo republicano José María Orense, marqués de Albaida, que dimitió dos días después, y fue sustituido por Nicolás Salmerón.
Desde ese momento la atención del Poder Ejecutivo presidido por Pi tuvo que dedicarse a resolver estos vaivenes incomprensibles de los políticos elegidos para poner en marcha el nuevo régimen. Su preocupación mayor estaba volcada en sostener dos frentes de guerra, uno en Cuba, consecuencia del grito de independencia lanzado por Carlos Manuel Céspedes el 10 de octubre de 1868, y otro en territorios del Norte de España, en donde el autodenominado rey Carlos VII de Borbón había levantado a sus partidarios fanáticos, llamados carlistas, el 21 de abril de 1872, con el apoyo decidido de la Iglesia catolicorromana, por lo que muchos curas trabucaires se enrolaron en sus filas, y eran los más criminales de aquella tropa salvaje.
Pero todo eso era poco en comparación con lo que se preparaba. Más problemas surgieron en el mes de julio: una huelga general convocada por los bakuninistas en Alcoy derivó en muertes violentas que obligaron a la intervención de la fuerza pública. Y después se sucedieron los absurdos levantamientos cantonales, iniciados en Sanlúcar de Barrameda el 30 de junio, por medio de insensatas juntas revolucionarias.
Reiteradamente había expuesto Pi en sus escritos y discursos el propósito de implantar la República Federal de arriba abajo, desde las Cortes Constituyentes, pero los cantonales prefirieron hacerlo de abajo arriba, declarando la independencia de los municipios. Se abrió así un tercer frente militar, que obligó a enviar tropas contra los cantones, desatendiendo la guerra contra los carlistas, envalentonados por la extraña situación de la República. El exrey Amadeo de Saboya suspiraría tranquilo al leer las noticias de España, que le confirmaban su comparación con un manicomio.
Y las Cortes Constituyentes mientras tanto, dilataban ejecutar la función para la que existían, que era elaborar una Constitución, como reclamaba Pi.
Un proyecto leído el 17 de julio no pasó de ahí. Resultó imposible ni siquiera empezar a discutir la exigible Constitución del nuevo sistema político implantado. A una incongruencia se le sumaba otra.
Un Estado desestabilizado
Si la situación política resultaba ingobernable, la referente a la economía era desastrosa. La insensatez de Isabel II al derrochar el Presupuesto del Estado había conseguido vaciar el Tesoro Público, por lo que nada pudieron hacer los ministros de Amadeo I ni los republicanos para solucionar el caos. Fue preciso dejar de pagar los intereses de la Deuda Publica. La República Española solamente había sido reconocida por las repúblicas federales de Suiza y los Estados Unidos, por lo que resultaba imposible esperar que otros estados concedieran empréstitos al nuevo régimen español.
Se comprende que las monarquías europeas lo rechazasen por principio, temerosas de que el ejemplo se extendiera a sus propios países. La República Francesa acababa de superar los sucesos revolucionarios de la Commune de París en 1871, y recelaba de la indecisa situación española. El Vaticano se opuso decididamente al nuevo sistema democrático español, porque veía peligrar los habituales privilegios de que gozaba con los monarcas, y ya en la disputa entre isabelinos y carlistas demostró claramente su inclinación hacia los integristas seguidores del pretendiente.
La República había sido proclamada en un momento histórico muy inoportuno. Con una economía de guerra era imposible alcanzar unos balances consolidados. El paro laboral era enorme, lo que creaba un lógico descontento de los trabajadores hacia la República, en la que confiaron para mejorar su situación. No era posible logarlo, porque los poseedores del dinero lo colocaron en bancos extranjeros, ante las dudas suscitadas por la política a seguir por los republicanos. Aquellos días los viajes a Francia de los banqueros, de los burgueses adinerados y de los llamados nobles, poseedores de los latifundios más extensos, eran continuos. Se decían patriotas, y lo eran de sus dineros. Por lo demás, la inseguridad de la realidad sociopolítica del país no contribuía a generar confianza. Los adinerados eran monárquicos, como también la mayor parte de los oficiales en el Ejército.
La República imposible
Internamente el Partido Republicado Federal se hallaba más desunido que nunca, tanto que un grupo denominado de intransigentes abandonó las Cortes y se negó a participar en cualquier actividad política. Además Pi recibía a diario los ataques de los republicanos unitarios, sus más encarnizados enemigos, liderados por Eugenio García Ruiz, quien le demostró un odio enfermizo en todo aquel período. Pero Nicolás Salmerón y Emilio Castelar, que eran sus correligionarios, también se esforzaron en torpedear sus decisiones. Resulta comprensible, por lo tanto, que el 18 de julio presentara Pi su dimisión. En su vindicación ya citada escribió en la página 4:
He perdido en el gobierno mi tranquilidad, mi reposo, mis ilusiones, mi confianza en los hombres, que constituía el fondo de mi carácter. Por cada hombre leal, he encontrado diez traidores; por cada hombre agradecido, cien ingratos; por cada hombre desinteresado y patriota, ciento que no buscaban en la política sino la satisfacción de sus apetitos.
Así trataron al político republicano mejor dispuesto, los que se decía republicanos. Eliminado Pi, la República se hallaba empujada al desastre. Su sucesor, Nicolás Salmerón, resistió en el cargo hasta el 6 de setiembre, y el que le sustituyó, Emilio Castelar, hizo que el día 20 del mismo mes quedaran suspendidas las garantías cívicas contempladas en la prorrogada Constitución monárquica de 1869, declaró vigente la represiva Ley de Orden Público de 1870 con la censura de Prensa, y suspendió las sesiones de las Constituyentes hasta el 2 de enero de 1874. Es una fecha aciaga, porque a las cinco y media de la madrugada del día 3 unos militares golpistas asaltaron el palacio del Congreso. De hecho entonces murió la República Española, porque desde ese momento estuvo militarizada, hasta que otro militar traidor la asesinó definitivamente el 29 de diciembre.
Sin embargo, los que realmente destruyeron a la I República Española fueron los propios republicanos divididos en bandos enemigos, los impacientes por alterar las bases del sistema social seguido hasta entonces, los intransigentes al no aceptar discutir las ideas de otros grupos, los deseosos de medrar en la nueva política, toda esa caterva de arribistas merecedora del mayor desprecio por parte de los republicanos fieles.
Esta historia plagada de errores debiera animarnos a meditar en dónde estuvieron las causas motivadoras del fracaso padecido por la I República. Así evitaremos los peligros internos para la III, porque los exteriores siempre es fácil conjurarlos.
* Presidente del Colectivo Republicano Tercer Milenio
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