Pluriverso
I
Marzo (2014). En la Librería Isla de Río Piedras (por suerte, no hace calor; día perfecto de primavera), los contertulios, hambrientos de poesía, se congregan para hablar del ensayo.
Frente a algunos libros de la Editorial Tiempo Nuevo, como La casa sin techo (1992), que quedan en la mesa, tipo archipiélago, los tertulianos, más librescos que literarios, comentan los libros que traen, de Lezama Lima, Severo Sarduy, Yván Silén, Adorno, Rubén Ríos Ávila, Benjamin, Edgardo Rodríguez Juliá, Lukacs. Al rato, se alejan imaginariamente de Río Piedras (a sí mismos, se dicen que ensayan) para viajar al siglo XVI suramericano (¿en busca de José Carlos Mariátegui?), pues quieren verle la cara a la ira de Dios: ¡Aguirre! La película de Herzog, un ensayo increíble, dicen, los llena de tinta. Los más hipertélicos, estallan; hablan de los montones de la agricultura taína como si fueran las chinampas de la azteca. En el proceso, mezclan la poesía de Martín Adán con la narrativa de Adán Buenosayres.
Desde la tinta mexicana, Alonso Ramírez, natural de la isla de Puerto Rico, le da la vuelta al mundo en el siglo XVII.
Bibliófilos, pero no por eso apodícticos, los tertulianos aprovechan la radicalidad del siglo XVI, forjador de la dupla matriz de la modernidad-colonialidad, para enlazar la crítica de Montaigne, que escribía en la madera de las vigas de su biblioteca, con la plaga de hormigas de Bartolomé de Las Casas (¿huele a Antonio Benítez Rojo?). De esa manera oblicua, le dan la bienvenida a la filosofía de la liberación de Enrique Dussel.
Del ensayo poético, dicen los tertulianos, los seduce la prosa lírica (¿quién vomita tinta en las aceras de Loisaida, donde Miguel Piñero le pone algodón en la vena a Hector Lavoe?).
Desde los libros del filósofo Santiago Castro Gómez —Bogotá se siente como si estuviera sentada a la mesa boricua—, los tertulianos hablan del “encubrimiento del Otro,” concepto que Dussel plantea como sustituto del “descubrimiento”; eufóricos, después de pasar por el de Andrés Bello, se mueven al ensayo martiano de la segunda mitad del siglo XIX. La prosa se les llena de colores y de música. La mesa se alarga, como un símil escrito en chicle.
La claridad del día, seco, sin humedad, fresco, como el más benévolo de los climas imaginables, se mete en la Librería Isla por la fachada de vidrio. Entrada de cristal. Transparencia. Luminosidad. ¿Quién prendió las velas del mostrador? ¿Alguien apagó los libros de Aníbal Quijano? ¿Dónde quedó La novelabingo (1976/2011)? ¿Dijeron Zeus o Suez?
Entre citas transversales que vienen de la filosofía, la sociología, la historia, la semiótica, los estudios étnicos, una que llega desde la poesía boricua,
se cuela en el “candungo” libresco (Castro Gómez se mantiene firme en su lectura decolonial de Foucault). Alguien pone Nietzsche en Puerto Rico (1998) encima de una propuesta rara: la “alemanidad puertorriqueña” o la “puertorriqueñidad alemana.” Otra vez, la cita poética se cuela entre las rendijas más “filotropicales”:
Los tertulianos se ríen. Sin saber bien por qué, dejan que termine la primera estrofa (el rostro les empieza a cambiar):
Menos risueños, quizás desconcertados, los tertulianos se miran de refilón. Reculan (o quizás se ensucien encima). La poesía saliva en cada una de las sílabas que se comen, sin abrir la boca, mientras mastican al revés.
Sala ancha, frente al cristal rectangular de la Librería Isla; bibliocéntricos, como en un banquete mítico, los tertulianos miden la luz que viene de fuera con la que le sacan a los libros que manosean, salivando tinta. Librería amplia, sin lugar a dudas; con mucho espacio y no tantos libros. Sin cafetería. Sin bar. Sin comida. Lujo que el neoliberalismo no suele permitir entre libreros de pesos medianos. Incienso.
Sin moverse, casi sin tocarse los dedos (este es un ensayo que no debe existir, dicen), las manos del poeta que nadie ve, pero que está presente en la librería, dejan escapar otros versos (¿se le orina la poesía de miedo?):
Soy un soneto de madres fusiladas.
Los contertulios se llenan de azul transcaribeño. La librería parece ahora una ensalada de colores nerudianos (una ristra de odas a la cebolla, la papa, el maíz, el tomate). Varios de los libros reculan cuando les pasa por el lado, como una bala guevariana, el resto del verso:
Espejo. Ante el zumbido de lo poético,
la desnudez verbal los desarma (a algunos se les cierran los libros en las manos):
No hay sentido en el soneto que soy.
Los tertulianos se ponen de pie; asienten, pero todavía no salen del horror que los seduce:
No existo en el soneto del sentido.
Furor alejandrino; la cólera de un antisoneto de Alfonsina Storni, el malditismo de Alejandra Pizarnik, un poema pulposo de Olga Orozco, se desbordan, pero en seco (¡Maldito sea el suicidio de los poetas!, dicen los tertulianos).
Hueco. Túnel por el que bailotea Ernesto Sábato. Eje que, como la piedra del bolero cubano, rueda sobre sí misma. Ráfaga de luz (erótica solar de Michel Onfray):
No siento el sentir de mí mismo.
Los tertulianos se afincan, pasan las páginas como si fueran fango o tinta de calamares (metáforas de papel). ¿”Muñecas de trapo” o de maché? ¿Transboricuas? ¿Otra “polifonía salvaje”? La poesía se estremece en la esencial pluralidad del ser:
Ni siento el pensar que soy y que no estuvo.
La alfombra sobre la que acontece la mesa se mueve de sitio. La librería bascula. Los títulos se borran de los libros.
La fugacidad de los tiempos verbales agrieta las páginas (que “libidinizan”). La Librería Isla se llena de manchas (o de “cartílagos” secos). La tinta se derrama. El mundo al revés de Eduardo Galeano irrumpe (¿matan a Federico García Lorca? ¿a Roque Dalton? ¿a Rodolfo Walsh? ¿a Pablo Neruda? ¿a Jesús Galíndez?).
Ahora los libros leen a los tertulianos, quienes, basculantes, se miran en el ensayo poético (las páginas dan vueltas en seco; nadie se caga en Dios). La literatura se mira a sí misma en el vidrio roto de la Librería Isla, que estalla en silencio, como una metáfora muda o un adverbio enfermo.
La imagen proyectada en el cristal se viene abajo. Los libros se cruzan de manos. Escupen semen. Excretan tinta. Hablan. La velas velan desde la luz que rebota entre los tertulianos, boquiabiertos, cejijuntos (como Frida). El poeta abre las manos y deja salir el último verso:
Apocalipsis (micropolítica).
La imagen se queda en blanco. El ensayo grita. Aletea. Pasa las páginas de los libros, que guardan su compostura en silencio. Frente al sol de la entrada, alguien trae la oscuridad. Cuando entra con una bolsa de libros usados, los títulos reaparecen. Como una sábana de luz, el poeta, para atrapar el soneto que ha dejado volar en fragmentos, abre los brazos como si fuera una tela de araña que busca recuperar cada una de las cuatro estrofas, cuya totalidad, atrapada en la red, el poeta pone sobre la mesa, como si fuera el cuerpo muerto, cocinado, del amante en la película The Cook, The Thief, His Wife & Her Lover(1989):
Soy un soneto de verdad que arrastra
mi tristeza y mi ilusión. Soy un
soneto sin palabras: una calle
oscura sin faroles, sin niños muertos.
Soy un soneto de madres fusiladas.
Un niño que me ha intentado robar
a mí mismo. Un quiasmo, un sátrapa, un paria,
un niño de guata que no conoce
a su padre verde de madera.
No hay sentido en el soneto que soy.
No existo en el soneto del sentido.
No siento el sentir de mí mismo.
Ni siento el pensar que soy y que no estuvo. Debo
matar el soneto, el soneto…debe matarme.
(Yván Silén, 2014)
II
El ensayo se mira en el soneto asesino, manchado en su propia tinta. La muerte del poeta —¡qué no la del autor!— desfigura la prosa, por lo que esta confunde, porque se parecen físicamente, al filósofo colombiano, Santiago Castro Gómez, con el cantautor dominicano, Juan Luis Guerra. ¿”Canta” la filosofía o filosofa la canción? De una de las estanterías cae un libro, Entre islas: homenaje puertorriqueño a Juan Bosch (2013). El ensayo se vuelve a mirar en el soneto criminal. Lo que ve ahora, de la primera a la última estrofa, es una propuesta crística, en clave neomística, según la cual, la materialidad de la muerte da vida.
Por eso, en la primera estrofa,
Soy un soneto de verdad que arrastra
mi tristeza y mi ilusión. Soy un
soneto sin palabras: una calle
oscura sin faroles, sin niños muertos
la oposición entre la verdad triste que es el soneto y su desmaterialización rara pero vital, abre un abismo entre la verdad y la materia. Espacio de la ambigüedad poética. Caldo de cultivo de la espiritualidad paradojal y agónica. Tensión que, en la segunda estrofa, se reitera, pero esta vez como un trámite es esta dirección: de la materia, que se canta no fundacional, al saber, que dice no conocer:
Soy un soneto de madres fusiladas.
Un niño que me ha intentado robar
a mí mismo. Un quiasmo, un sátrapa, un paria,
un niño de guata que no conoce
Que no sabe nada de su arboricidad patrial. Ausencia que en la tercera estrofa, descartado el logos, priva de sentido la materialidad del soneto, al igual que la subjetividad literaria:
a su padre verde de madera.
No hay sentido en el soneto que soy.
No existo en el soneto del sentido
Vacío ante el cual,
No siento el sentir de mí mismo.
Ni siento el pensar que soy y que no estuvo. Debo
matar el soneto, el soneto…debe matarme.
responde la última estrofa con un terceto neomístico: la violencia del poeta hacia el poema y la de este hacia el poeta, no es sino, como en una iluminación zen, un despertar radical de la materia/verdad, violentada con un bastonazo de muerte a partir del cual el soneto se llena de vida.
III
Al salir de la Librería Isla, pasa por la calle Robles otro poeta, Joserramón Che Meléndez. Como si flotara, fluye hacia la Ponce de León por inercia. Sin moverse, se dirige al Burger King. Su cara se parece a la de Río Piedras; su pelo, a las bridas de “Mi caballero” (1882) de José Martí. Lo sigo. Cuando pasa por la Librería Mágica, Néstor Barreto se aparece con el borrador de su poemario, Cuestionario de metralla de noemas tratado de frenoteratología. Le pregunto por la Colección Maravilla, pero no contesta. Arranca una página y me da la: “lo familiar da asco.” El sujeto poético de Cuestionario se pluraliza: “soy arquitecto de información… soy kahín… soy el enmascarado de lata… soy invisible… soy zahorí… soy zapador… soy oficiante… soy monstruo… soy médico… soy cínico…”
En la Librería Mágica, Luis Felipe Díaz, vestido de lo que es, le pasa por el lado a su libro, De charcas, espejos, infantes y velorios en la literatura puertorriqueña (2010). Entre los títulos que le salen al paso a Luis Felipe, mordiéndole los tobillos, está sobre todo este: Balada transgénica (2005).
De la Mágica a La Tertulia, se impone el café, frente a un libro de Fernando Picó o de Francisco Scarano; entre el murmullo de los escritores que aparecen siempre, como Rafa Acevedo, y las apariciones inesperadas, como la del expresidente del Senado, Marcos Rigau. Con un libro de literatura infantil en la mano, Uítel en el bosque (2006), salgo de La Tertulia hacia la heladería Los Chinitos.
Pero antes, en la Librería Norberto Rodríguez, aparecen dos ejemplares usados de La biografía (1988) y uno de Los narcisos negros (1997). En medio de la librería más cargada de Río Piedras, siento vértigo. Salgo como un símil mareado, enfermo de tanta tinta. Cuando llego a Los Chinitos, el helado de coco y piña me chupa los labios. Saco Uítel en el bosque y descubro que es de Félix Córdova Iturregui, lector de la poesía y la novela de Yván Silén.
De regreso, hojeo en el tren el libro de Eugenio García Cuevas, La palabra sin territorio (hablar en la posguerra fría) (2004); libro de entrevistas (Carmen Bullosa, Paquito D’ Rivera, Leonardo Padura, Vargas Llosa, Ernesto Cardenal, José Saramago, entre otros) en del cual salta esta cita: “La poesía no sólo es una cosa que produce valor, sino que es el valor que está en ti.” Cuando me levanto en la parada de Torrimar, el asiento queda lleno de tinta. En lo único que pienso al caminar por la Ramírez de Arellano hacia Los Filtros, es en la enormidad plástica de la fruta amarilla en Apiñada (1992).
– Imagen de cabecera deWifredo Lam