Polvorón de canela
Dice “La Severiana”, pajarera, excesivamente chillona y mal casada, que fue ama de ermitaño y que tuvo escarceos amorosos siempre en la dominica segunda de las tres que cuentan antes de la primera de Cuaresma con Severino, solitario natural de la Galia, grave, serio, mesurado, que se dormía en las pajas, pero con una santa sevicia, crueldad excesiva nacida de clavarse el collar de púas en el muslo izquierdo, o cilicio, para combatir el pecado de Lujuria difícil de despreciar en todo el período de sus ejercicios espirituales.
Que el mejor polvo que echaron fue cuando hicieron un viaje por el río más caudaloso de Inglaterra, el Severn, que nace en tierra de Gales y desagua por una ancha ría en el canal de Bristol. Pasa por Worcester y Glocester. Que en esta travesía de amor, vio que Severino tenía cabeza de godo como Leovigildo, y un miembro viril gregoriano, “rico y admirado más que el de cualquier monarquía. Más glande que la de todos los reyes de Castilla residentes en la república musulmana de Sevilla, sometida por el rey Fernando a la España cristiana”, como él decía.
Severino, nos sigue diciendo la Severiana, fue en su día un liberto cualquiera, que cuidaba del culto a Príapo divinizado en Cádiz y Huelva. Se vanagloriaba de portar entre las piernas un badajo o madero de doce dedos por ocho de escuadría, sin largo determinado. A mí, me consideraba como un pieza de madera de hilo de 6 varas de longitud y 8 pulgadas por 5 de escuadría, en mi condición orgánica, orgásmica, en que él florecía cual macho, amancebándonos desde el medio día hasta el fin de la media tarde, llegando al climax en una de las dos horas menores que se corren después de la tercia en intervalo musical de dos tonos y tres semitonos.
Nos conocimos en un día de difuntos en el que se enterró al marido de una amiga mía viuda. Severino nos enseñaba en la Sacristía cierto instrumento que usan los pilotos para tomar la altura del Sol, mientras con una mano nos apretaba el arco graduado de la sexta parte del culo, sexta parte del congio, y decimosexta del modio de dos celemines en composición musical para seis dedos, en seisillo.
Severino tenía carta de excomunión que se fulminaba para descubrir delincuentes, con la que ella, la Severiana, limpiaba el esperma discurrido, las pajas o inútil de desecho de amar en combinación métrica y seminal en setenta y dos séxtulas que valían más. “secando amor de pañales”, como decía Severino, espejados una en otro, como le hacía Catalina Parr, viuda de Enrique VIII, a su nuevo esposo Lord Dudley, Tomás Seymour, condenado a muerte por Eduardo VI, su sobrino, por un quítame allá esas pajas, quien por desaliño o negligencia llevaba a veces colgando las caídas de la camisa, haciendo pajaril, como Severino, amarrando el puño de la verga con un cabo, largándolo hacia abajo para que no esté tiesa y fija cuando la tentación es larga, y se le alegra a uno la pajarilla en demasía.