Puerta a puerta
Hace muchos años, no voy a decir en qué pueblo, cuando los primeros automóviles comenzaron a ocupar las calles, los accidentes en cruces y rotondas eran tan frecuentes como mortales.
Todos los vecinos, sin excepción alguna, se habían mostrado consternados por los accidentes. Hasta se habían comprometido públicamente a conducir con responsabilidad… pero, a pesar de los reiterados compromisos, los accidentes seguían provocando muertos.
A alguien se le ocurrió entonces poner en práctica un método que ya era un éxito en otras muchas ciudades.
Se llamaba semáforo y, en base a un simple juego de luces, ayudaba enormemente a organizar el tráfico. Si el semáforo estaba en rojo detenías el coche y si estaba en verde seguías tu ruta. Las ciudades que los habían instalado habían visto reducirse el número de accidentes y víctimas. Eso era, precisamente, lo que todo el mundo deseaba.
Sin embargo, los vecinos de ese pueblo innombrable cuando oyeron hablar de la posible colocación de semáforos en sus calles y avenidas, lejos de alegrarse de que hubiera aparecido un método simple, barato y efectivo que lo hiciera posible, mostraron su rechazo a semejante idea.
-Es un sistema caro, incómodo y que atenta contra la intimidad y el derecho de las personas –se quejó un vecino- ¿Por qué tienen que imponerme cuándo debo detener mi coche y cuándo no?
– “¡Los semáforos son feos…!” –agregó otra vecina.
-¡Y van a ser nuestra ruina! –denunció un tercer vecino- ¡Así no vamos a generar suficientes desechos para vertederos e incineradoras!
Por eso es que en mi pueblo no hay semáforos.