Rajoy o la extraordinaria placidez del neofranquismo
Al igual que José María Aznar, Mariano Rajoy ha convertido la política en un instrumento al servicio de las clases dominantes. Desgraciadamente, Felipe González no actuó de otro modo, tolerando y estimulando la corrupción, recortando derechos laborales y sociales, aplicando medidas represivas y organizando una trama parapolicial (los GAL) para llevar a cabo secuestros, torturas y asesinatos extrajudiciales. González traicionó sus promesas electorales, forzando nuestro ingreso en la OTAN tras un referéndum con aires de plebiscito. Además, destruyó el tejido industrial para cumplir las exigencias del Tratado de Maastricht (1992), sin dejar otra alternativa a la economía española que la construcción, el turismo y los servicios. Durante su mandato, se crearon los ficheros FIES y el régimen de incomunicación. Eso sí, el cine de Almodóvar –una triste prolongación del landismo- y la música de la Movida –con su notable carga de frivolidad y estupidez- se convirtieron en el estandarte de una falsa modernización y una presunta explosión cultural. Rajoy es más de la Pantoja y Billy Elliot, pero su política muestra las mismas dosis de servilismo e intolerancia. Ahora que se aproximan las elecciones europeas, ha lanzado un guiño a la extrema derecha (VOX, AVT) desatando una oleada represiva con la ayuda de los jueces Eloy Velasco y Santiago Pedraz.
Eloy Velasco fue director general de justicia de la Comunidad de Valencia en los gobiernos de Eduardo Zaplana y Francisco Camps. Durante ese período, reinó una corrupción escandalosa, pero él no se enteró de nada, tal vez porque era un cargo político del PP y no deseaba molestar a sus compañeros de filas. Dicen que Velasco tiene un carácter muy vasco, pero a mí me recuerda a Luca Brasi, el matón de Vito Corleone: rudo, hosco, huraño, implacable. Santiago Pedraz, con su melena rubia al estilo los Pecos, posee un semblante más amable, pero no menos inquietante. Su decisión de imputar a Josefa Seoane, con 75 años y madre de tres miembros de los GRAPO, es un gesto oportunista orientado a reprimir las formas más radicales de descontento. ETA y el GRAPO ya no representan una amenaza, pero una nueva generación de jóvenes simpatiza con la violencia revolucionaria, planteándose que es la única opción de cambio en un escenario dominado por el paro, los desahucios, la pobreza y la malnutrición infantil. Muchos ciudadanos coinciden con ellos y expresan ideas incendiarias en las redes sociales. Yo me he movido en ese terreno, pero poco a poco he descubierto que es una actitud infantil y dañina. He avanzado y he retrocedido. Me he replegado y he vuelto a despegar. Yo no soy una persona violenta. Tampoco lo son la mayoría de los internautas que piden el regreso de la guillotina para descabezar a políticos y banqueros. Arturo Pérez-Reverte, que nunca ha sido santo de mi devoción, ha escrito en Twitter: “El presidente se esconde como una rata y sus sicarios son corruptos”, “Rajoy y sus acompañantes no habrían escapado de la Revolución Francesa ni dando saltos”. En La Sexta, el escritor se mostró igual de explícito con Jordi Évole: “Nos faltó lo que hubo en otros países, una guillotina”. Cuando el periodista e le pregunta por qué la sociedad no se rebela, responde: “solo existen focos aislados y eso un político se lo merienda con patatas”. Y añade: “nos gobiernan los mismos desde hace mucho tiempo”. ¿Ordenarán los jueces Eloy Velasco y Santiago Pedraz que se impute a Pérez-Reverte por “enaltecimiento del terrorismo”? Claro que no. Es más sencillo ordenar la detención de un ama de casa sin trabajo, una mujer que acaba de dar a luz o un parado de larga duración que ni siquiera puede pagarse una prótesis dental. Ese es el perfil de tres de los detenidos en la “Operación Araña” y, por supuesto, ninguno ha escrito los abominables mensajes sobre Irene Villa o Miguel Ángel Blanco, mofándose de su sufrimiento. Solo son “esos focos aislados” de los que habla Pérez-Reverte. Tan aislados que ni siquiera se conocen entre ellos y, menos aún, pertenecen a un partido u organización política.
Se invoca el derecho de las víctimas del terrorismo de ETA y los GRAPO a no ser humilladas y escarnecidas. Es un derecho indiscutible, pero ¿por qué no se persigue con el mismo rigor a los internautas que injurian a Pilar Manjón, celebran el asesinato de Aitor Zabaleta o piden el exterminio de vascos, catalanes y rojo-separatistas? Los tribunales, lejos de actuar con equidad, aplican un vergonzoso doble rasero que le da la razón a Bertolt Brecht: “Muchos jueces son incorruptibles; nadie puede inducirles a hacer justicia”. Hay víctimas muy visibles y otras trágicamente ignoradas. ¿Cuántos recuerdan a Lucrecia Pérez, inmigrante dominicana asesinada en Aravaca el 13 de noviembre de 1992? Tres menores de edad comandados por el guardia civil Luis Merino, de 25 años, irrumpieron en la discoteca abandonada Four Roses, refugio de inmigrantes, con la intención de “dar un escarmiento a los negros”. Merino disparó tres veces y alardeó de su hazaña durante el regreso a Madrid: “Les he dado tres plomos, que se los repartan como puedan. Ha sido como tirar a dos chuletas de cordero”. Lucrecia murió por ser negra y pobre. El Congreso, los partidos y los sindicatos expresaron su repulsa y la sociedad se movilizó, manifestando su indignación y solidaridad, pero también hubo algunos que se pasearon con una camiseta, luciendo una frase abyecta: “Yo maté a Lucrecia”. Lo he visto en persona en el centro de Madrid y puedo testimoniar que nadie hizo nada. Desgraciadamente, yo tampoco, pues se trataba de un grupo de cuatro salvajes, con estética skin. Saco a relucir el caso de Lucrecia Pérez para recordar que los neonazis siguen vomitando su bilis en las redes sociales, sin que nadie les moleste. Ciertas víctimas pueden ser humilladas hasta el aburrimiento, pues muchos políticos y jueces entienden que airear su dolor no acarrea beneficios en su carrera por la fama y el poder. Por otro lado, el concepto de humillación es relativo en un país que conserva los monumentos franquistas. ¿No es una humillación intolerable que siga en pie el Valle de los Caídos, cuando existen 2.500 fosas clandestinas, con los restos de 150.000 hombres y mujeres asesinados por la dictadura? Muchos pensamos que ese genocidio es la base del actual régimen, indigno de ser llamado democracia, y que Pérez-Reverte no se equivoca. Nos gobiernan los mismos desde hace mucho tiempo: los hijos y nietos ideológicos del franquismo. Yo, por lo menos, no aprecio ninguna diferencia entre Manuel Fraga, José Bono, José Barrionuevo, Alberto Ruiz-Gallardón, Jorge Fernández Díaz o Girón de Velasco. Todos se alimentan de la misma pasión fascista, pero con diferentes estilos. Ruiz-Gallardón fingió ser la cara amable del PP, explotando ese disfraz para asaltar el poder y combatir con la misma saña la libertad de expresión, el derecho de reunión y manifestación o el derecho de las mujeres a disponer de su propio cuerpo.
Cuando hay injusticia y se pisotean los derechos y libertades, la sociedad empieza a fantasear con el derecho de rebelión contra la tiranía, recogidos en el Preámbulo de la Declaración Universal de Derechos Humanos (1948). Solo falsificando la historia y ofendiendo a la verdad, se puede decir que Melitón Manzanas, un siniestro torturador entrenado por la Gestapo, o el almirante Carrero Blanco, alto responsable de un régimen que exterminó a cerca de 400.000 personas (según los datos de Gabriel Jackson en La República española y la Guerra Civil), son víctimas del terrorismo. Pese a quien le pese, su muerte no se diferencia de los actos de resistencia de los partisanos antifascistas durante la ocupación nazi. Eso sí, los grupos que utilizaron la violencia durante la dictadura, debieron disolverse y optar por una vía estrictamente pacífica y democrática cuando empezó la Transición. Es innegable que la Transición fue una colosal estafa organizada para garantizar la impunidad de los responsables del genocidio franquista y los privilegios de la oligarquía financiera y empresarial. Sin embargo, la sangre vertida en los años de plomo no contribuyó a mejorar las libertades ni las condiciones de vida de los trabajadores. Solo añadió una nota de espanto a nuestra historia reciente, causando un dolor injustificable. No merece otro juicio moral el terrorismo de estado, que no surgió como una respuesta a los atentados, sino que representó la continuidad de los hábitos forjados durante la dictadura. Avanzar hacia un futuro más ético y humano, exigiría el reconocimiento mutuo del daño causado y una recíproca petición de perdón que englobara a todas las víctimas, creando las condiciones necesarias para la reconciliación. En 2007, Jon Sobrino, teólogo de la liberación, afirmó en una conferencia en Bilbao que el conflicto vasco es “un conflicto complejo” en el que “todos tienen que pedir y recibir perdón”. De origen vasco, Sobrino señaló con valentía que pretender triunfar sobre el otro no es el camino y que es urgente “invertir en humanizar y paliar la gran quiebra en fraternidad” acaecida en EuskalHerria. No sé si los jueces Eloy Velasco y Santiago Pedraz opinan que ese punto de vista constituye “enaltecimiento del terrorismo”, pero yo opino que expresa limpia y honestamente la verdad. El franquismo se despidió matando y sembró la violencia en las generaciones venideras, pues nunca pidió perdón por sus crímenes y sus verdugos aún se pasean impunemente, con la bendición de la Audiencia Nacional.
Lo cierto es que el gobierno de Rajoy no quiere la paz. Ni siquiera desea gobernar democráticamente. Solo le preocupa defender los intereses de la CEOE, el IBEX-35 y los grandes bancos, sin importarle el altísimo coste social que acarrea cumplir los dictados de la Troika. España flota de nuevo en las nieblas del franquismo. De hecho, los diarios nacionales (ABC, El País, El Mundo, La Razón, La Vanguardia) y las principales cadenas televisivas articulan el mismo discurso, con leves discrepancias e idénticas dosis de manipulación y cinismo. Algunos empiezan a soñar con una nueva Radio España Independiente, la emisora clandestina que emitió desde Bucarest entre 1941 y 1977. Radio Pirenaica, que era el nombre popular de la emisora, incluía una sección de cartas enviadas por los oyentes. ArmandBalsebre y Rosario Fontova acaban de publicar un libro que selecciona y comenta algunas de estas misivas (Las cartas de La Pirenaica. Memorias del antifranquismo, 2014). Escandaliza comprobar que la mayoría reflejan la situación de la España actual: “Estoy muy preocupada por el futuro de mi hijo. Le veo crecer y no tengo perspectiva para él”. “Dicen que en los hogares españoles de los trabajadores no falta el pan, pero mienten, ¡canallas! Lo que no falta es el hambre y la miseria”. “Salí de España de emigrante para ver si podía solucionar la situación de mi casa, pero… ¿he dicho casa? Si la perdí y vivo alquilado como buenamente puedo…”. No creo que los jueces Eloy Velasco y Santiago Pedraz lean este artículo, pero me gustaría decirles que he sido profesor de filosofía de enseñanza secundaria durante muchos años. Ahora estoy jubilado, pero conservo el contacto con mis antiguos alumnos. Algunos viven en hogares golpeados por el paro, donde solo entra un miserable subsidio y sus padres han dejado de pagar la hipoteca, pues se han visto obligados a escoger entre la comida y las letras del banco. Esos chicos están llenos de miedo y rabia. Por eso, se han radicalizado y escriben exabruptos en las redes sociales. No son terroristas. Los terroristas son los que han provocado esta situación y se han beneficiado de rescates millonarios con dinero público. Si les queda un ápice de conciencia lo comprenderán, pero sinceramente no espero nada de ustedes, pues el poder judicial está controlado por el poder político. Me remito a los hechos. El Consejo General del Poder Judicial está compuesto por 12 jueces o magistrados y 8 abogados o juristas. La mitad son elegidos por el Congreso y la otra mitad por el Senado. El Presidente del CGPJ es el Presidente del Tribunal Supremo. Actualmente, el cargo lo ocupa Carlos Lesmes. Al igual que Eloy Velasco, Lesmes es un acólito del PP. De hecho, fue Director General del Ministerio de Justicia durante los años de Aznar y se ha prodigado en las FAES, participando en numerosos actos. Sin embargo, ha prohibido a una jueza acudir a un foro por la paz en EuskalHerria. Su descaro y arrogancia ha motivado que Jueces para la Democracia le acuse de “grosero”, “autoritario” e “intransigente”: “Cree que se nos puede domesticar como a animales”. En el fondo, es el estilo que ha impuesto Ruiz-Gallardón, que teledirige la Fiscalía General del Estado, según palabras de su propio titular, Eduardo Torres Dulce. El Tribunal Constitucional no está a salvo de esta obscena manipulación. Integrado por 12 miembros, todos son nombrados por Real Decreto a propuesta de las Cortes Generales, el Senado, el Gobierno y el Consejo General del Poder Judicial. Todo esto significa que la zorra tiene la llave del gallinero o, dicho de otro modo, que la separación de poderes, esencial para una democracia, solo es una farsa que se escenifica con gran boato institucional. En cuanto a la Audiencia Nacional, solo cabe señalar que se creó por Real Decreto-Ley el 4 de enero de 1977, el mismo día en que se suprimía el Tribunal de Orden Público de la dictadura, que a su vez asumió en 1963 las funciones del Tribunal Especial para la Represión de la Masonería y el Comunismo. Si escarbas un poco en las instituciones democráticas, aparece la mugre franquista. No quiero finalizar este artículo sin manifestar que nunca me he sentido menos libre y más avergonzado de ser español. Siento que hemos vuelto a la época de Franco, pero ya no están en escena el pronazi Ramón Serrano Súñer, el tridentino cardenal Isidro Gomá y el sádico Martínez Anido, que se hizo famoso por utilizar la tortura y la ley de fugas contra los anarquistas catalanes. Su lugar lo han ocupado Alberto Ruiz-Gallardón, el cardenal Rouco Varela y Jorge Fernández Díaz, sin olvidar a la belicosa Cristina Cifuentes. Imagino que dentro de unas décadas surgirá un demócrata de toda la vida como Mayor Oreja, alabando la extraordinaria placidez de esta época de represión, abusos e infamias.