Restaurar las mentiras y la locura en la historia de Estados Unidos

Por Chris Hedges*
La última orden ejecutiva del presidente Donald Trump titulada «RESTAURAR LA VERDAD Y LA SENSATEZ EN LA HISTORIA ESTADOUNIDENSE» reproduce una táctica utilizada por todos los regímenes autoritarios. En nombre de contrarrestar la parcialidad, distorsionan la historia de la nación en una mitología interesada.
La historia se utilizará para justificar el poder de las élites gobernantes en el presente endiosando a las élites gobernantes del pasado. Desaparecerá el sufrimiento de las víctimas del genocidio, la esclavitud, la discriminación y el racismo institucional. La represión y la violencia durante nuestras guerras obreras -cientos de trabajadores fueron asesinados por matones armados, matones de las empresas, policías y soldados de las unidades de la Guardia Nacional en su lucha por sindicalizarse- no se contarán. Figuras históricas, como Woodrow Wilson, serán arquetipos sociales cuyas acciones más oscuras, incluida la decisión de volver a segregar el gobierno federal y supervisar una de las campañas de represión política más agresivas de la historia de Estados Unidos, se pasarán por alto.
En los Estados Unidos de nuestros libros de historia aprobados por Trump -he leído los libros de texto utilizados en las escuelas «cristianas», así que esto no es una conjetura-, la igualdad de oportunidades para todos existe y siempre ha existido. Estados Unidos ejemplifica el progreso humano. Ha mejorado y se ha perfeccionado constantemente bajo la tutela de sus gobernantes ilustrados y casi exclusivamente hombres blancos. Es la vanguardia de la «civilización occidental».
Los grandes líderes del pasado son retratados como dechados de valor y sabiduría, que llevaban la civilización a las razas inferiores de la tierra. George Washington, que con su esposa poseía y «alquilaba» más de 300 esclavos y supervisaba brutales campañas militares contra los nativos americanos, es un modelo heroico a imitar. El oscuro ansia de conquista y riqueza -que subyace tras la esclavitud de los africanos y el genocidio de los nativos americanos- se deja de lado para contar la valiente lucha de los pioneros europeos y euroamericanos por construir la mayor nación del planeta. El capitalismo es bendecido como la máxima libertad. Los pobres y oprimidos, los que no tienen lo suficiente en la tierra de la igualdad de oportunidades, merecen su destino.
Los que combatieron la injusticia, a menudo a costa de su propia vida, están desaparecidos o, como en el caso de Martin Luther King Jr., convertidos en un cliché banal, congelados para siempre en el tiempo con su discurso «Tengo un sueño». Los movimientos sociales que abrieron un espacio democrático en nuestra sociedad -los abolicionistas, el movimiento obrero, las sufragistas, los socialistas y comunistas, el movimiento por los derechos civiles y los movimientos contra la guerra– desaparecen o son ridiculizados junto con aquellos escritores e historiadores, como Howard Zinn y Eric Foner, que documentan las luchas y los logros de los movimientos populares.
Según este mito, el statu quo no se cuestionó en el pasado y no puede cuestionarse en el presente. Siempre hemos tenido reverencia por nuestros líderes y debemos mantenerla.
«Presta atención a lo que te dicen que olvides», advirtió con clarividencia la poeta Muriel Rukeyser.
Comienza la orden ejecutiva de Trump:
Durante la última década, los estadounidenses han sido testigos de un esfuerzo concertado y generalizado para reescribir la historia de nuestra nación, reemplazando los hechos objetivos con una narrativa distorsionada impulsada por la ideología en lugar de la verdad. Este movimiento revisionista trata de socavar los notables logros de los Estados Unidos arrojando una luz negativa sobre sus principios fundacionales y sus hitos históricos. Bajo esta revisión histórica, el legado sin parangón de nuestra nación en el avance de la libertad, los derechos individuales y la felicidad humana se reconstruye como inherentemente racista, sexista, opresivo o irremediablemente defectuoso. En lugar de fomentar la unidad y una comprensión más profunda de nuestro pasado común, el esfuerzo generalizado por reescribir la historia profundiza las divisiones sociales y fomenta un sentimiento de vergüenza nacional, haciendo caso omiso de los progresos que Estados Unidos ha realizado y de los ideales que siguen inspirando a millones de personas en todo el mundo.

Los autoritarios prometen sustituir la parcialidad por la «verdad objetiva». Pero su «verdad objetiva» consiste en sacralizar nuestra religión civil y nuestro culto al liderazgo. La religión civil tiene sus lugares sagrados: el Monte Rushmore, Plymouth Rock, Gettysburg, el Independence Hall de Filadelfia y Stone Mountain, el enorme bajorrelieve que representa a los líderes confederados Jefferson Davis, Robert E. Lee y Thomas J. «Stonewall» Jackson. Tiene sus propios rituales: Acción de Gracias, el Día de la Independencia, el Día del Presidente, el Día de la Bandera y el Día de los Caídos. Es patriarcal e hiperpatriótico. Fetichiza la bandera, la cruz cristiana, el ejército, las armas y la civilización occidental, un código para la supremacía blanca. Justifica nuestro excepcionalismo y nuestro derecho a dominar el mundo. Nos vincula a una tradición bíblica que nos dice que somos un pueblo elegido, una nación cristiana, así como los verdaderos herederos de la Ilustración. Nos informa de que los poderosos y los ricos son bendecidos y elegidos por Dios. Alimenta el oscuro elixir del nacionalismo desenfrenado, la amnesia histórica y la obediencia incondicional.
Hay proyectos de ley en el Congreso que piden esculpir la cara de Trump en el Monte Rushmore, junto a George Washington, Thomas Jefferson, Abraham Lincoln y Theodore Roosevelt, hacer del cumpleaños de Trump un día festivo federal, poner la cara de Trump en los nuevos billetes de 250 dólares, cambiar el nombre del Aeropuerto Internacional Washington Dulles por el de Aeropuerto Internacional Donald J. Trump y enmendar la 22ª Enmienda para permitir a Trump un tercer mandato.
Un sistema educativo, escribe Jason Stanley en «Erasing History: How Fascists Rewrite the Past to Control the Future» (Borrar la historia: Cómo los fascistas reescriben el pasado para controlar el futuro), es la «base sobre la que se construye una cultura política. Los autoritarios han comprendido desde hace tiempo que cuando desean cambiar la cultura política, deben empezar por hacerse con el control de la educación».
La captura del sistema educativo, escribe, «no sólo consiste en hacer que la población ignore la historia y los problemas de la nación, sino también en fracturar a esos ciudadanos en una multitud de grupos diferentes sin posibilidad de entendimiento mutuo y, por tanto, sin posibilidad de acción unificada en masa. Como consecuencia, la antieducación convierte a una población en apática, dejando la tarea de dirigir el país a otros, ya sean autócratas, plutócratas o teócratas».
Al mismo tiempo, los déspotas movilizan al grupo supuestamente agraviado -en nuestro caso, los estadounidenses blancos- para llevar a cabo actos de intimidación y violencia en apoyo del líder y de la nación y para exigir represalias. Los objetivos gemelos de esta campaña antieducación son la parálisis entre los subyugados y el fanatismo entre los verdaderos creyentes.
Los levantamientos que barrieron la nación, desencadenados por los asesinatos policiales de George Floyd, Breonna Taylor y Ahmaud Arbery, no sólo denunciaron el racismo institucional y la brutalidad policial, sino que se dirigieron contra estatuas, monumentos y edificios que conmemoraban la supremacía blanca.
Una estatua de George Washington en Portland, Oregón, fue pintada con espray con las palabras «colono genocida» y derribada. La sede de las Hijas Unidas de la Confederación, que encabezó la erección de monumentos a líderes confederados a principios del siglo XX en Richmond (Virginia), fue incendiada. La estatua del editor de periódicos Edward Carmack, partidario de los linchamientos que instó a los blancos a matar a la periodista afroamericana Ida B. Wells por sus investigaciones sobre los linchamientos, fue derribada. En Boston, se decapitó una estatua de Cristóbal Colón y se retiraron las estatuas de los generales confederados Robert E. Lee y Stonewall Jackson, así como una del exalcalde y jefe de policía racista de Filadelfia, Frank Rizzo. La Universidad de Princeton, que durante mucho tiempo se había resistido a retirar el nombre de Woodrow Wilson de su escuela de política pública debido a su virulento racismo, cedió finalmente.
Los monumentos no son lecciones de historia. Son juramentos de lealtad, ídolos del culto a los antepasados blancos. Blanquean los crímenes del pasado para blanquear los crímenes del presente. Asumir nuestro pasado, el objetivo de la teoría crítica de la raza, echa por tierra el mito perpetuado por los supremacistas blancos de que nuestra jerarquía racial es el resultado natural de una meritocracia en la que los blancos están dotados de una inteligencia, un talento y una civilización superiores, en lugar de una jerarquía diseñada y rígidamente impuesta. En esta jerarquía racial, los negros merecen estar en lo más bajo de la sociedad debido a sus características innatas.
Sólo denunciando y documentando estas injusticias y trabajando para mejorarlas podrá una sociedad mantener su democracia y avanzar hacia una mayor igualdad, inclusión y justicia.
Todos estos avances hacia la verdad y la responsabilidad histórica deben revertirse. Trump atacó las exposiciones del Instituto Smithsonian, el Museo Nacional de Historia y Cultura Afroamericana y el Parque Histórico Nacional de la Independencia de Filadelfia. Promete «tomar medidas para restablecer los monumentos, memoriales, estatuas, marcadores o propiedades similares preexistentes». Exige que se retiren los monumentos o exposiciones que «menosprecien inapropiadamente a los estadounidenses pasados o vivos (incluidas las personas que vivieron en la época colonial)» y que la nación «se centre en la grandeza de los logros y el progreso del pueblo estadounidense».
La orden ejecutiva continúa:
La política de mi Administración es restaurar los lugares federales dedicados a la historia, incluidos parques y museos, para convertirlos en monumentos públicos solemnes y edificantes que recuerden a los estadounidenses nuestro extraordinario patrimonio, nuestro progreso constante hacia una Unión más perfecta y nuestro inigualable historial de avances en la libertad, la prosperidad y el florecimiento humano. Los museos de la capital de nuestro país deben ser lugares a los que las personas acudan para aprender, no para ser objeto de adoctrinamiento ideológico o de relatos divisivos que distorsionen nuestra historia común.

Los ataques a programas como la teoría crítica de la raza o la diversidad, la equidad y la inclusión, como señala Stanley, «distorsionan intencionadamente estos programas para crear la impresión de que aquellos cuyas perspectivas por fin se están incluyendo -como los negros estadounidenses, por ejemplo- están recibiendo algún tipo de beneficio ilícito o una ventaja injusta. Y así se dirigen a los negros estadounidenses que han alcanzado posiciones de poder e influencia y tratan de deslegitimarlos como si no lo merecieran. El objetivo final es justificar una toma de control de las instituciones, transformándolas en armas en la guerra contra la idea misma de democracia multirracial».
Stanley, junto con otro estudioso del autoritarismo de Yale, Timothy Snyder, autor de «On Tyranny» y «The Road to Unfreedom», abandonan el país rumbo a Canadá para enseñar en la Universidad de Toronto.
Pueden ver mi entrevista con Stanley aquí.
El objetivo no es enseñar al público cómo pensar, sino qué pensar. Los estudiantes repetirán como loros los eslóganes y clichés que se utilizan para apuntalar el poder. Este proceso despoja a la educación de toda independencia, indagación intelectual o autocrítica. Convierte las escuelas y universidades en máquinas de adoctrinamiento. Los que se resisten a ser adoctrinados son expulsados.
«El totalitarismo en el poder sustituye invariablemente a todos los talentos de primer orden, independientemente de sus simpatías, por aquellos chiflados y necios cuya falta de inteligencia y creatividad sigue siendo la mejor garantía de su lealtad», escribe Hannah Arendt en “Los orígenes del totalitarismo”.
Los opresores siempre borran la historia de los oprimidos. Temen la historia. Era un crimen enseñar a leer a los esclavizados. La capacidad de leer significaba que podrían tener acceso a las noticias del levantamiento de los esclavos en Haití, la única revuelta de esclavos que tuvo éxito en la historia de la humanidad. Podrían enterarse de las revueltas de esclavos lideradas por Nat Turner y John Brown. Podrían sentirse inspirados por la valentía de Harriet Tubman, la ardiente abolicionista que realizó más de una docena de viajes clandestinos al sur para liberar a personas esclavizadas y más tarde sirvió como exploradora para el ejército de la Unión durante la Guerra Civil. Podrían tener acceso a los escritos de Frederick Douglass y de los abolicionistas.
La lucha organizada, vital para la historia de la gente de color, los pobres y la clase trabajadora para garantizar la igualdad, junto con las leyes y normativas para protegerlos de la explotación, van a quedar totalmente envueltas en la oscuridad. No habrá nuevas investigaciones sobre nuestro pasado. No habrá nuevas pruebas históricas. No habrá nuevas perspectivas. Se nos prohibirá excavar en nuestra identidad como pueblo y como nación. Esta calcificación está diseñada para deificar a nuestros gobernantes, destruir una sociedad pluralista y democrática e inculcar el sonambulismo personal y político.
* Nota original: Restoring Lies and Insanity to American History
– Traducido por Sinfo Fernández en Voces del Mundo.
Chris Hedges es un escritor y periodista ganador del Premio Pulitzer. Fue corresponsal en el extranjero durante quince años para The New York Times.
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