Roberto González, la sabia soledad del alma
Carlos Olalla*. LQSomos. Febrero 2017
Adentrarse en el universo de Roberto González (Monforte de Lemos, Lugo, 1948) es aceptar una invitación a un viaje por el mar de la soledad, por ese mar de paraísos perdidos e islas aún por descubrir donde solo habita la soledad del alma, esa soledad que nos hace crecer, esa soledad que es sabia porque no tiene respuestas. Todo en sus cuadros y en sus esculturas rezuma soledad, soledad y melancolía. No estamos frente a la tristeza, porque la tristeza es maestra en huídas pero nada sabe de viajes, y lo que Roberto González hace es proponernos un viaje sin destino, un viaje hacia todas las Ítacas que nos llevan, irremisiblemente, al fondo de nosotros mismos. En sus cuadros hay preguntas, todas las preguntas, e islas, todas las islas: las imaginadas, las soñadas, las reales, las que nunca existieron, las que jamás dejarán de existir, las que se hundieron, las que todavía no han nacido… y también las que tú y yo somos en este mundo sin sentido que ha olvidado la sagrada importancia de la belleza.
Los personajes que habitan sus cuadros son seres solitarios, seres perdidos en un mundo que no entienden ni les entiende. Por eso nos resultan tan familiares, tan próximos, tan nuestros. Son los últimos mohicanos de un mundo humanista que desaparece o que ya no existe, aquel mundo en el que lo importante era amar, dar, compartir, atreverse a vivir sin renunciar a ser uno mismo… Hoy esos seres deambulan cabizbajos por los interminables laberintos de la soledad. Saben que han perdido, que no tienen lugar en este mundo aferrado a la fealdad y a la vulgaridad, pero eso no les importa porque la belleza, la verdadera belleza, sigue latiendo en su interior. Y también son seres que buscan las fuentes, siempre lo han hecho porque necesitan saciar su sed de sabiduría y de vida en esos pequeños manantiales que brotan de lo más alto, en el silencio. No vemos sus rostros. No nos hace falta: entendemos su búsqueda porque es la nuestra, la de todos los que nos negamos a vivir encerrados en las cárceles del olvido, rodeados de muros, de incomprensión y de violencia, presos de mundos sin horizontes.
El universo de Roberto González nos habla de soledad y de silencio. La soledad de esos peregrinos de la belleza que pueblan sus cuadros, y el silencio de los objetos que han dejado a su paso: escaleras vacías, jarrones en imposible equilibrio, desnudas terrazas frente al océano que todo lo sabe, calladas tumbonas en las que habita el recuerdo de lo que pudo haber sido, un recuerdo que mira de frente, cara a cara, a esa misteriosa isla sin tiempo de Arriaza. Los ocres de la soledad y los azules, siempre los azules del silencio, nos llevan hasta las islas Boecklias, las islas de los muertos que habitan el océano de la Laguna Estigia por la que el barquero Caronte lleva, lenta e inexorablemente, nuestras almas… Templos arañados en la roca nos hablan de un tiempo pasado. Cipreses nacidos en la roca lo hacen del presente. Nadie nos habla del futuro. Nuestro futuro no existe. Jamás ha existido. Puede que el can Cerbero esté por ahí, agazapado, vigilando la puerta de Hades. No le vemos. Hace tiempo que abandonó el más allá para convivir entre los muertos vivientes de este mundo que, apresurados, siempre apresurados, van de un lado para otro ciegos a la belleza que les rodea.
El trazo del lápiz de Roberto González es un trazo lento, sosegado, un trazo que nada sabe de prisas ni de urgencias. Es un trazo sensual y sabio, sensual para desear, sabio para amar. Hay mucho amor en sus cuadros, y también deseo, mucho deseo. Solo quienes de verdad aman saben que el amor vive en la soledad; solo quienes de verdad desean saben que el deseo vive en la ausencia. Soledad y ausencia son los colores que habitan estos cuadros, soledad que no aislamiento, ausencia que no vacío. Porque sus cuadros, todos sus cuadros, nos hablan, en callada charla, de nosotros mismos, de todo eso que llevamos dentro y que nos ha hecho ser quienes somos: sueños, miedos, pasiones, certezas, dudas, anhelos… y un puñado de cosas más, porque a fin de cuentas eso es lo que somos, tan solo un puñado de cosas más.
Y si en su pintura es el color el que nos acompaña en nuestro viaje, en su fotografía es el blanco y negro quien lo hace, ese blanco y negro que todo lo sabe porque todo lo ha vivido. Puede que el mundo nos haya empujado a pensar en color, pero los de cierta edad jamás dejaremos de sentir en blanco y negro, ese blanco y negro que nos hacía soñar, que nos hacía vivir en nuestra imaginación y crear todos los mundos que aún podían ser. Nosotros, expertos en naufragios que no admiramos ni sus cómos ni sus cuántos, estamos ahí, solos, en blanco y negro, alejándonos de una sociedad que jamás entenderá que crear no es averiguar un cómo o un cuánto, sino destruir un porqué, ese que, cada día, antes de que anochezca, destruye el sabio lápiz de Roberto González.