Semillas de odio
Juan Gabalaui*. LQSomos. Noviembre 2015
Algo se está haciendo rematadamente mal cuando el terrorismo forma parte de la vida cotidiana de millones de personas. El mundo occidental se estremece con los atentados de París, como no podía ser de otra manera, pero a la vez permanece ciego ante las causas y las responsabilidades. Junto con la solidaridad con la sociedad francesa y, especialmente, con los heridos y familiares de las víctimas, no podemos olvidar la responsabilidad de los gobiernos de los países europeos y de Estados Unidos. Queda muy bien de cara a la galería que Hollande anuncie que van a ser implacables pero esto solo aventura que Francia intentará solucionar esta situación aplicando las mismas soluciones fallidas, una y otra vez, que alimentan la violencia. Francia o España deberían reflexionar sobre los motivos que llevan a ciudadanos de estos países a empuñar un arma, a convertirse en luchadores del odio y el extremismo ideológico o a atentar contra sus propios compatriotas. Estos gobernantes, a los que tan fácilmente les llega a su boca palabras como implacable, deberían asomar sus cabezas por esas barriadas de desempleo, hastío y sin grandes perspectivas de futuro, en los que algunos abrazan el odio con la fe suficiente como para inmolarse y arrastrar a la muerte a cientos de personas desconocidas. Estas realidades que se pueden tocar en barrios de Ceuta, de París y de otras muchas ciudades europeas implican pensar en términos más grandes y complejos de los que nos tienen habituados nuestros políticos y que dejan las palabras de Hollande en un simple pero peligroso arrebato infantil.
Tenemos la desgracia de que no hay gobernantes europeos que estén a la altura de las circunstancias. Tenemos la desgracia de que la Unión Europea es un proyecto fracasado y carcomido por el neoliberalismo y la derecha intolerante, y la semilla del odio y de resentimiento arraiga con excesiva facilidad en un entorno degradado económica y socialmente. Esto no se arregla con policías y militares patrullando por las ciudades ni con el control de fronteras ni con simplicidades parecidas. Las soluciones pasan por la inversión en educación, por la mejora del empleo, por la convivencia intercultural, por poner la economía al servicio de las personas, en definitiva, por ofrecer un futuro suficientemente apetecible de ser vivido. Es decir, estamos hablando de un modo de entender y mirar a la sociedad que no tiene que ver con el hegemónico entre las élites políticas y económicas occidentales. Si somos realistas, en el mundo que nos rodea, esta opción está descartada por buenista y utópica por lo que toca esperar que se apliquen las medidas habituales como son el control policial, la intervención militar y las consiguientes restricciones de libertades y derechos. Se avivará el rechazo y la intolerancia hacia al otro, se profundizará en la creación de sociedades desiguales social y económicamente y cada vez habrá un mayor número de personas que se sientan marginadas, agredidas y sin perspectivas de nada. Su odio volverá a ser dirigido contra aquellos que caminan a su lado mientras que los gobiernos seguirán lanzando mensajes de firmeza en una lucha contra la violencia que ellos mismos generan. No es una distopía, es el escenario que se vivió en París cuando un grupo de personas decidió traer el terror que se vive diariamente en países como Iraq y Siria al corazón de la tópica ciudad del amor.
El Estado Islámico sabe hablar a los corazones de aquellos que no tienen más horizonte que el de la violencia. Convierte a aquellos que el mundo ha apartado a un lado en mártires y en héroes. Les da un objetivo y una meta por la que luchar y son suficientemente persuasivos como para que se coloquen un cinturón explosivo y lo activen en un restaurante, en un mercado o en una sala de conciertos. Construir unas narrativas más persuasivas es imprescindible pero si no van acompañadas de un cambio en las condiciones materiales, en las realidades en las que viven aquellos que se sienten atraídos por los cantos de sirena, fracasaría. Los países occidentales deben dejar de poner sus garras en Siria y en Iraq. Deben respetar que estos países creen sus propias realidades, que construyan su futuro sin injerencias externas. Deben dejar de apoyar y cooperar con regímenes como Israel, Arabia Saudí y cualquier otro país que esté financiando y alimentando el terror. Dejar de participar y lucrarse de la industria armamentística. Probablemente las medidas que se puedan tomar sean muchas pero ninguna de ellas será útil si no hay una apuesta directa por las soberanías nacionales y por la paz. Pero la de nuevo desgraciada realidad nos dice que los intereses de los países occidentales son otros y la lógica de su actuación conecta directamente con dos de las emociones que generan los actos terroristas: ira y miedo. Las acciones que se desprenden de este estado de ánimo tienen que ver con ser implacables, con golpear duramente, con bombardear y matar. Y para aglutinar el apoyo a su venganza no dudarán en permitir que los sentimientos de odio contra el diferente, el racismo y la xenofobia sirvan de gasolina para que sigamos pensando que los únicos responsables del terrorismo son los del ISIS y el fundamentalismo islámico.