Sepulcros blanqueados
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Ante el sepulcro de Blanca de Navarra, hija de Carlos III de Navarra, mujer de Juan II de Aragón y madre del desdichado príncipe Carlos de Viana, biznieta del Cid Campeador, mujer de Sancho el Deseado rey de Castilla hijo de Alfonso el Emperador y de Berenguela, en Santa María la Real de Nájera, en Logroño, a orillas del río Najerilla afluente del Ebro, y capital del reino de Navarra en otros tiempos, escucho decir a multitud de reyes, infantes y príncipes castellanos, portugueses, leoneses, aragoneses y navarros, sentados en la sillería del coro, obra de los maestros Andrés y Nicolás, “que Sancho Abarca se benefició de Sancho Ramírez” en Huesca cruelmente sitiada en las fiestas de los reyes que gozan en derramar sangre, y sus empresas de guerra matando, quemando y arrasando sin misericordia, derramando la sangre del enemigo en propia satisfacción, como muestra el botón de una de las batallas reñidas entre el rey don Pedro y su hermano y competidor don Enrique en la que se distinguió el príncipe Eduardo de Gales, llamado el Príncipe Negro que se había constituido en defensor de don Pedro, desbaratando con terrible estrago a los castellanos y sus auxiliares las compañías blancas, acaudilladas por Beltrán de Claquín, que defendían la causa de don Enrique, para o por su santiguada alabada en las iglesias por curas sandios, necios o simples en un santiamén, momento muy breve, instante de sangüis, por la sangre de Cristo bajo la forma de vino en la Eucaristía o Icor, humor acre que sale de las llagas en cruz concelebrada en honor de san Carlos el Bueno, conde de Flandes, y su hijo san Canuto, rey de Dinamarca, haciendo venerable el crimen por la presencia o contacto de lo que es santo en santiscario o invención, abandonando a doña Sancha reina propietaria de León, hermana de Bernardo III, en cueros y cagando en una huerta en Portugal con Sancho “el de los buenos Fueros”, oyéndoles decir a “el Gordo” y a “Capelo” al verles: “Al buen cagar llaman Sancho”, con lo que a gran seca de Sancho, gran mojada de Dominga, viendo cómo un líquido del color de la sangre acuosa salía de algunas legumbres o frutas; que así se ganaron los reinos y las naciones tanto en la tierra como en el cielo.