Tres días y medio en París


Deambulamos por sus calles, visitamos las mismas casas y respiramos el mismo aire, en el ambiente en el que nos encontramos por primera vez. Cuarenta y cuatro años más tarde de nuestros primeros pasos en el París convulso y revolucionario de los años 66-69, quisimos recordar nuestra vida de entonces. Una vida que, desde esa perspectiva, me parece una eterna repetición del pasado aunque bajo signos diferentes. Hoy ya no trabajamos para vivir ni vivimos para trabajar. Conocemos esas circunstancias y las vueltas que ha dado la vida, dejando un futuro, tal vez distinto al que nos encontramos, para nuestros hijos, pero, afortunadamente, preparados para enfrentarse a los problemas de hoy, en medio de la preocupación por el ambiente irrespirable de paro, miseria y falta de trabajo generalizado.
Pero, volvamos a nuestro regreso al pasado durante estos tres días y medio de mayo, a 1.268 kilómetros de Madrid. Es noche con negruzcos nubarrones y 16 grados de temperatura que, durante un largo trayecto en tren, baja a unos grados sobre cero. Una noche parecida a la de hace 44 años. Y, si bien el “tren estrella” de entonces tenía otro aspecto, diferente al del “tren hotel Francisco de Goya” actual, la larga travesía Madrid-París durante las mismas 15 horas, guardan cierto parecido pero con formato diferente. Entonces los viajeros, varones o hembras, compartían el mismo espacio. Y los asientos eran para seis miembros, convertibles en seis camas. Ahora teníamos que viajar, por normas de RENFE, en coches de cuatro asientos-cama del mismo sexo, aunque formaran parte de la misma familia, excepto si estábamos dispuestos a pagar bastante más para viajar en el mismo compartimiento.
La primera noche vivida por mí, en 1966, mientras circulaba hacia París fue diferente. Entonces avanzaba en un tren desconocido hacia un lugar desconocido, sin conocer mi futuro, sin dinero, sin trabajo y sin permiso de residencia.

A las ocho de la mañana, observo, a través de la ventana, la estación de Orleáns. La gente desconocida aparece y desaparece en la niebla que envuelve el paisaje y el paisanaje. Dos horas más tarde, llegamos a la Gare Du Nord. Dejamos nuestro equipaje en la consigna y nos lanzamos por la Rue Lafayette. Teníamos hambre por recordar nuestros trayectos a pie o en metro, que es como circulábamos entonces y seguimos hoy circulando. Con casi tres kilómetros de larga, esta calle, concurrida y ruidosa, sigue contando con numerosos restaurantes y bares, así como las célebres Galeries Lafayette que no nos interesaba visitar. Corresponde al IX distrito y es conocida por el incesante paso de judíos norteafricanos por el barrio de las sinagogas, los negocios y anticuarios de segunda división, así como por los centenares de masones que acuden al edificio del Gran Oriente de Francia, peligroso para el creador de la teoría del contubernio judío masónico internacional. Franco, en efecto, no hubiera durado ni media cerveza a presión tomada en cualquiera de las terrazas de los cafés y “brasseries” de la calle. Librerías esotéricas, tiendas de comida preparada, carnicerías kosker, fruterías árabes, anticuarios con mostradores en la calle, gitanos catalanes, marroquineros valencianos, taberneros pelirrojos, viejecitas tristes, niños que vienen o van a las escuelas de música cargados con gigantescos violonchelos a sus espaldas, maestros del talmud, hombres de negro que asisten a reuniones con el gran arquitecto. Peluqueros y masajistas de todas las escuelas estéticas y terapéuticas del mundo. Provincianos camino de los teatros de los grandes bulevares o del Folies Bergère de la cercana rue Richer.

Contamos con casi dos horas para reconstruir el paso de este tiempo en el que intentamos continuar hasta llegar a la Rue de Abesses, en donde yo vivía en una habitación de un séptimo piso, sin ascensor, a cambio de unas clases que impartía al hijo de la propietaria que me la cedía gratis. Era el tema que me inspiró mi novela “El meteco, Ben Azibi”, publicada en estas páginas. Pero el cansancio acumulado la noche anterior en que viajamos en tren no nos permitió llegar. Así que dimos media vuelta y volvimos a la Gare du Nord para tomar el que nos conduciría a Crepy en Valois, donde vive una hermana de mi compañera, de 84 años, enferma y sola, con un perro, un gato y numerosos pájaros enjaulados. Pasamos el resto del día con ella y dormimos en una casa de huéspedes con un jardín asilvestrado con flores y árboles de todas las clases. El resto de la noche la pasé en una cama que, afortunadamente, no daba vueltas sobre sí misma ni traqueteaba como el tren que nos condujo a París. Aunque parecía, eso sí, perderse en su espaciosa extensión, más propia de un campo de fútbol que de una estrecha litera.

Jean nos recibe con la una alegría y una sonrisa que levanta el espíritu. Es domingo cuando le visitamos y, como él, conviven otros monjes igualmente disminuidos o físicamente minusvalorados. Nos alegramos de sus progresos físicos y él nos muestra su cariño por nosotros, nos pide nuestra colaboración para ayudarle a encontrar su boina vasca que ha perdido en lo alto de su armario al que no puede llegar y nos muestra unos altavoces, regalo de una feligresa, por los que se escucha música clásica, mientras recordamos cómo tocaba con sus dos manos y sus dos pies las fugas de Bach en un órgano de tubos. Luego, compartimos mesa con él, con la directora de la residencia y con otro carmelita medio ciego. Al terminar, nos pide veinte minutos para un descanso, momentos que aprovecho para tumbarme en el césped del jardín, al lado de unas rosas, y cerrar los ojos unos minutos que me pasan volando.
Cuando Jean era más joven y tenía salud, circulaba por toda Francia y visitó varios países. Su actividad no estaba reñida con su reflexión, recogimiento y escritura. Su tesis doctoral, “Job et son Dieu”, un ensayo de exégesis y de interpretación bíblica y un mensaje de Job, en plena depresión, trata del drama del sufrimiento. Volvemos a su habitación, en donde continuamos la charla. Al fin, para no cansarlo demasiado, nos despedimos de él con un abrazo mientras se dibuja en su cara, la misma sonrisa que cuando nos recibiera.
En el metro parisino, en el que circulamos más de una docena de veces, descubrimos, bajo tierra, la otra cara de los franceses, frustrados por la intransigencia de Alemania con la austeridad, lo mismo que ésta muestra su preocupación con la resistencia gala a las reformas. Ambos países piensan que, sin el entendimiento Paris-Berlín, Europa no puede funcionar. Francia acusa de “egoísta” a Alemania y la situación económica sigue con inquietud la escalada de tensión. Pero, más allá de esta preocupación europea, los franceses no dejan de mostrar su autoestima por la capital. Una imagen captada en un metro, mientras circulamos, nos muestra la otra cara de Francia bajo tierra. Es un negro como tantos otros en una de las ciudades más internacionales de Europa. Viste una camisa verde, un pantalón y chaleco negro, una chaqueta roja, corbata amarilla, gorra y zapatos negros. Y muestra su orgullo por su porte. Imposible de pasar inadvertido. La gente se muestra indiferente pero algunos, como nosotros, le miramos de reojo entre la abigarrada ola que inunda el vagón. Pienso que, pese a todo, forma parte del lema basado en la libertad, igualdad y fraternidad. Más tarde, en otro vagón, podemos disfrutar de otro espectáculo. Se trata de una pareja de jóvenes elegantemente vestidos que sacan un billete de metro y lo muestran al revisor y al público en general, quedando, tras una divertida parodia, medio desnudos pero con el billete de la RATP en sus manos.

Cuando me despierto, en mi cama habitual, dudo unos instantes si todo lo vivido estos tres días y medio pertenece al mundo de la realidad o de la imaginación. Pero me alegro de estar de nuevo en mi puesto habitual, ante la pantalla del ordenador.
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