Un gran acuerdo nacional (refundar la dictadura)
El diario El País patrocina un golpe de timón. Descaradamente. En defensa de las esencias de la transición. Para frenar el descrédito de las instituciones comprometidas con el codicioso sistema financiero y los sectores que desataron la crisis. Como en su día hizo El Alcázar, órgano de los ex-combatientes, para también proteger los intereses del criminal franquismo en retirada.
Y para vender ese trágala antidemocrático e inconstitucional, uno de los articulistas de cabecera del periódico que controla Juan Luis Cebrián y los grandes de la banca, el veterano periodista felipista Miguel Ángel Aguilar, utiliza la excusa de que ”un clamor generalizado aboga por un gran acuerdo nacional de PP, PSOE, CiU y PNV”. Cuando la realidad manifiesta es que las propias encuestas que publica ese medio indican que los ciudadanos desprecían olímpicamente al oligopolio partidista dominante.
Con una arrogancia y un cinismo que raya en lo delicuencial, el texto de Aguilar, “Buscando a Leopoldo desesperadamente”, llama a una operación para descabalgar a Mariano Rajoy de la presidencia del gobierno. Utilizando las mismas armas de la conspiración y el chantaje con que en su día se expulsó a Adolfo Suarez con una moción de censura promovida por el PSOE y apoyada desde dentro por la propia UCD. Una vez más está meridianamente claro que los poderes fácticos están dispuestos a todo tipo de abusos y desmanes para perpetuar el statu quo. Lo nuevo es que en esta ocasión el abanderado del golpe es la izquierda dinástica a través del diario El País, revelando como nunca la verdadera arma secreta de la transición. Y que el partido al que se intenta fulminar ganó las elecciones por mayoría absoluta hace siete meses.
El equilibrio de poderes desaparece para dejar paso al simple reparto-saqueo de cargos (para tí el Banco de España, para mí el Tribunal Constitucional, etc.). El muy celebrado libre mercado y la cacareada sana competencia ceden sitio ante el burdo proteccionismo y la concentración monopolista. El famoso Estado de Derecho se solapa por el agresivo decisionismo del Estado de Excepción. El Gobierno, como representación colegiada de la voluntad general, muda para oficiar de machaca de grupos económicos inelegidos. La pluralidad política se orilla en favor del casposo consenso de mesa camilla. Todo lo que hasta ayer se vendía como inherente a una democracia reglada está saltando por los aires porque los poderes fácticos ven amenazadas sus expectativas ante la creciente insumisión del pueblo, rompiendo el contrato social que disfrazaba su esquema de dominación y explotación.
Un deja vu. Ocurrió en la transición al conjuro de los famosos Pactos de La Moncloa, firmados por las élites de los partidos políticos y de Comisiones Obreras (CC.OO.) y la Unión General de Trabajadores (UGT), centrales sindicales que validaron así la primera degollina de derechos laborales de nuestra historia reciente. Y ahora de nuevo se pretende resucitar la fórmula del trágala clandestino para gobernar la crisis sistémica provocada por la codicia de las grandes fortunas. Pero ni estamos ante una catástrofe natural irremediable, ni frente a la invasión armada de una potencia extranjera, ni mucho menos sufrimos el envite de una epidemia letal desconocida. Nada justifica darnos un dictador, como en la antigua Roma, con la excusa de crear una unidad de acción ante la adversidad. Al contrario, lo que en realidad hoy nos mortifica es la saña antisocial de aquellos que precisamente abanderan ese “gran acuerdo nacional” para soslayar su responsabilidad en los desmanes económicos, políticos, sociales y medioambientales. Atender sus cínicos cantos de sirena supondría capitular como sociedad democrática y desaprovechar una ocasión única para cambiar el curso de los acontecimientos.
En realidad, la tesis de un Pacto de Estado (el Estado siempre son ellos y lo esgrimen a manporros) es la manoseada fórmula con que los poderosos encubren su impotencia cuando se saben desenmascarados, En el momento en que las gentes rompen el velo de la ignorancia y ponen en peligro el statu quo, la clase dirigente hace piña y saca el fantasma del acuerdo in extremis para tratar de mantener sus privilegios. Porque su llamada al consenso universal no sólo encubre el vértigo por perder el control de la situación. Sobre todo, lo que preocupa a las cúpulas hegemónicas es que el vacío que deja la inerme sociedad de masas en su implosión se fertilice con la irrupción soberana del pueblo constituyente.
En el caso de la crisis española, que tiene mucho de exógena pero también de indígena, la hoja de ruta que prescribe la panacea del consenso integral al margen de las instituciones hace tiempo que milita en los altos despachos del poder. Además tiene pedigri, y como siempre que se necesita anestesiar a la mayoría social sus muñidores más precoces proceden de la cantera de la izquierda oficial. La derecha carece de tirón social suficiente para manufacturar traumas al por mayor sin que le salga el tiro por la culata. Sólo al reclamo de “uno de los nuestros” cabe ensayar con cierta garantía operaciones de cirujano de hierro. En nuestro caso, los patrocinadores intelectuales del invento, quienes intentan fletar ese “Arca de Noé" que promete librarnos a todos del diluvio universal, están en nómina del poder. Primero fue el Rey y la corte de grandes empresarios del Grupo Everis quienes ofrecieron su averiada mercancía (Manifiesto Transforma España); luego un selecto elenco de economistas neoliberales (que no vieron venir la crisis) encuadrados en el colectivo Fedea (no queremos volver a la España de los 50); a continuación el diario El País, que como “intelectual orgánico” viene siendo el oráculo de las bondades de la transición, a través de su máximo ejecutivo Juan Luis Cebarían (una libra de carne fresca); y finalmente, como colofón de autoridad, Felipe González en una entrevista-río aparecida en “el periódico global en español” el pasado 23 de junio, en la que nuestro más cosmopolita “hombre de Estado” daba su particular bienvenida para una nueva versión del ¡vivan las cadenas! con formato de ¡Sálvame!
Lo que ocurre es que no siempre segundas partes fueron buenas, y lo que al inicio de la transición, con unos partidos y sindicatos aún en estado de gracia, pudo complotarse sin trabas, con el estigma de la claudicación sobre sus espaldas resulta una maniobra de éxito incierto. A cualquier observador sagaz no se le escapa la identidad corporativa que abraza a estos salvapatrias de la “Marca España” y sus pares económicos. De la misma forma que los profesionales de la “ciencia lúgubre”, que dijo Carlyle, reinciden en recomendarnos una salida de urgencia donde en su día no vieron más que oportunidades de negocio, los cuadros del PSOE y del PP, curtidos ambos en la obediencia debida a los mercados, persisten temerariamente en relanzar su recauchutado liderazgo con la excusa del emergente estado de necesidad. Y ello con una dosis de arrogancia y megalomanía que los dogmáticos de la economía del libre mercado no llegan a alcanzar. El sanedrín que maneja los hilos del tinglado para “un gran acuerdo nacional” parece olvidar que rehabilitar opciones políticas recién tumbadas por la voluntad popular expresada en las urnas supone lisa y llanamente un golpe de Estado.
La supercheria de la propuesta que estos líderes de último recurso nos ofrecen con el placebo de “un gran acuerdo nacional” se magnifica con la última finta del ex presidente del Gobierno Felipe González en su púlpito mediático preferido. Nuestro político más socorrido habla sobre la situación de emergencia en que se encuentra el país y aprieta en la dirección del apaño extraparlamentario para frenar la vorágine financiarista. Sin duda una lucidez sobrevenida. Porque cuando el 8 de mayo de 2010 González dio a conocer las conclusiones del Informe sobre el Futuro de Europa, elaborado por el Comité de Sabios que presidia, no era de su misma opinión. En aquellas 35 páginas de opiniones ex cátedra nada se decía sobre el problema de la errónea arquitectura del euro y del dañino diseño del Banco Central Europeo como factores que están detrás y delante de la crisis económico-financiera que nos devora.
Claro que tampoco el actual líder del PSOE, el Alfredo Pérez Rubalcaba de la “oposición responsable”, puede entonar el “yo acuso” sin hacerse el harakiri. No sólo por su complicidad con las políticas reaccionarias del gobierno de Rodríguez Zapatero, en el que ofició de todo menos de oyente, sino porque la credencial PSOE está inserta en las medidas antisociales emanadas del directorio de Bruselas. Ello a través del que fuera secretario general de los socialistas entre 1997 y 2000, Joaquín Almunia, mandamás del obrador donde se han diseñado toda la bateria de reaccionarias políticas de austeridad de la troika, primero como Comisario de Economía y Asuntos Monetarios (2007-2009) y en la actualidad como Vicepresidente y Comisario de la Competencia de la UE. Y a día de hoy se desconoce que Almunia presentara entonces su dimisión o que Ferraz le haya dado de baja por estar a sueldo del enemigo.
En la Grecia clásica, ante el gran desastre que supuso la derrota de los helenos en la Guerra del Peloponeso, Pericles convocó al pueblo para un proyecto de nueva sociedad, dando lugar al surgimiento de una de las democracias más dignas de la historia. Ahora, en la primera crisis del capitalismo del siglo XXI y en plena era de la cibertecnología, nuestros sayones dirigentes políticos llaman a un gran acuerdo nacional para refundar la dictadura “marca España” con que blindar sus intereses. Por eso el edificio del Congreso está erizado de vallas y antidisturbios. Los parlamentarios se defienden del pueblo que dicen representar. No se dan cuenta que los apestados son ellos.