Un legado del pasado
Javier Coria*. LQSomos. Septiembre 2016
Aquella mañana los albañiles llegaron temprano a la casona que estaban rehabilitando. Antonia, la dueña, les abrió la puerta y accedieron al segundo piso, donde les esperaba una pared que debían derribar para ampliar lo que sería la habitación que contendría el tálamo conyugal, porque sí, Antonia estaba preparando su boda, y la vetusta casa de sus padres sería el hogar del futuro matrimonio.
Manolo, el obrero más joven, fue el primero en clavar la piqueta en el muro, pero no fue hasta la tercera acometida cuando notó que la herramienta se había clavado en una especie de pellejo reseco y amarillento. Al jalar del mango, el pellejo cayó al suelo junto con un montón de paja.
El capataz de la cuadrilla acudió a la estancia al escuchar los gritos del aterrorizado peón, lo mismo hicieron los demás operarios. Antonia llegó más tarde y vio a todos los obreros en círculo mirando algo que yacía en el suelo. Se acercó, los hombres se apartaron y la mujer clavó la mirada en el objeto, para seguidamente proferir un agudo grito que sólo se vio silenciado cuando la infortunada cayó desmayada al piso…
He tenido la osadía de escribir esta recreación literaria para contarles esta historia que es completamente real y digna de una novela de misterio. Salvo las lógicas libertades poéticas que me he tomado para describir la escena, lo esencial es completamente cierto. Aquí comienza la historia de…
Los libros “emparedados” de Barcarrota
En agosto de 1992, Antonia Ascensión Saavedra, a la sazón maestra y directora de guardería del pueblo de Barcarrota, en la provincia de Badajoz (Extremadura),
estaba realizando reformas en la casa de sus padres para convertirla en el hogar matrimonial después de su próxima boda. La venerable casa era nada más y nada menos que del siglo XVI. El albañil encargado de la rehabilitación, Antonio Pérez, se dirigió al desván del edificio para tirar una pared, y picando el muro se
dio cuenta que la piqueta se había clavado en un viejo libro encuadernado en cuero. Del misterioso escondrijo también salieron un viejo legajo y una caja que estaba envuelta en paja, para preservar su ignoto contenido de la humedad.
De esta forma casual y novelesca sucedieron los hechos de uno de los hallazgos bibliográficos más interesantes y valiosos de España. Antonia y su empleado fueron los primeros en ver y descubrir este tesoro, un manuscrito del siglo XVI y diez libros impresos fechados entre 1525 y 1554. Joyas de nuestra cultura emparedados para escapar de la quema inquisitorial, del índice de libros prohibidos de la Santa Inquisición, el Index Librorum Prohibitorum et Expurgatorum. El Index fue creado en 1559 y, aunque parezca mentira, existió hasta 1966 y se iba actualizando con nuevas obras o pasajes que, los aviesos ojos de los censores, querían sustraer del conocimiento de los demás mortales. Los libros de Barcarrota estaban en esa lista por heterodoxos, obscenos o por ser tratados de “magias demoniacas”.
No conozco los motivos, pero este tesoro estuvo olvidado en una caja de zapatos hasta que, tres años después, se dio a conocer lo que hoy se conoce como la Biblioteca de Barcarrota, con tan mala fortuna que el anuncio público del hallazgo se hizo el Día de los Inocentes de 1995. La Junta de Extremadura compró el legado por 15 millones de pesetas de la época, aunque un sólo libro muy especial, que luego comentaré, podría valer diez veces más. Gracias a esta compra, los libros se han podido publicar en ediciones facsímiles que están al alcance (entre 18 a 70 €) de estudiosos y público en general. También es de agradecer que la Biblioteca de Extremadura haya puesto en la red una aplicación donde podemos ver estas joyas bibliográficas que podrán visitar en un enlace al final de este escrito.
Además del manuscrito erótico italiano, La Cazzaria de Antonio Vignali, el botín se compone de los libros impresos: un conocido rezo que los cantares de ciegos hicieron muy popular pero del que sólo se tenían referencias indirectas; se trata de La muy devota oración de la Emparedada, aunque la edición encontrada es en portugués; una primera edición del anónimo El Alborayque (1), un libelo contra los judíos conversos cuyo origen se data en 1465 y la primera edición es de 1525; Confusión o confrontación de la secta Mahomética, del sacerdote valenciano Juan de Andrés y publicado en castellano en 1515, aunque el volumen de Barcarrota es una edición en italiano; Lingua per des, Eramun Rotero Damum, de Erasmo de Rotterdam cuya primera edición data de 1525; el Tricassi cerasaiensis mantuani superchyromantiam, de Tricasso de Mantua, que comenta el tratado de quiromancia de Cocles. Bartolomé Cocles fue un médico de Boloña que dedicó gran parte de su vida al estudio de la quiromancia, la alquimia y la astrología. Para no cansarles con más títulos –un tratado de exorcismo, una recopilación de poesía en francés de varios autores, entre ellos de Clément Marot, etc.- pasaré a la estrella de la corona, una desconocida edición de El Lazarillo de Tormes que se dio a la estampa en Medina del Campo en 1554. Los maestros impresores fueron los hermanos Mateo y Francisco del Canto, de la citada ciudad vallisoletana. El conocido como “El Lazarillo de Barcarrota” es el ejemplar más valioso de los encontrados y es del mismo año de las tres impresiones más antiguas que se conocen.
Pero… ¿quién escondió los libros?
Investigaciones posteriores dieron con el misterioso personaje que puso a buen recaudo los libros, sobre todo el trabajo El secreto de los Peñaranda, de Fernando Serrano, catedrático de la Universidad de Badajoz. Nuestro heroico personaje, heroico para los bibliógrafos aficionados como un servidor, no era otro que el médico, ocultista y judeoconverso Francisco de Peñaranda, nacido en Llerena (Badajoz). En esta población se instaló una sección del Tribunal del Santo Oficio en 1508, que llegó a ser el tercer tribunal de la Inquisición de España por lo extenso del territorio bajo su jurisdicción. La población hebrea era numerosa y, al parecer, nuestro galeno huyó de allí para evitar el acoso inquisitorial. Llegó a Barcarrota y, al cabo del tiempo, emprendió otro exilio en busca de seguridad, fue en ese momento cuando se cree que debió esconder parte de su biblioteca, principalmente aquellos libros que le hubieran supuesto una acusación segura del Santo Oficio. En el año 1557 llegó el criptojudío bibliógrafo a Olivenza, que en aquella época pertenecía a Portugal. En dicha población se conserva un contrato de alquiler de una casa donde habitó Peñaranda, documento fechado el 27 de mayo de 1557. La vivienda pertenecía a la Santa Casa de la Misericordia y en sus archivos se conservan estos legajos. Quizá, en esta morada oliventina, nuestro amigo añoraba y soñaba con la lectura de de aquellos libros que se vio obligado a emparedar en una casa barcarroteña.
La “nómina” misteriosa
Pero si les ha parecido novelesco el comienzo de esta pieza, seguro que no les defraudará el remate de esta historia. A propósito, les he hurtado un objeto que también se encontró junto a los libros citados, se trata de un amuleto, de una reliquia, de un sello que se creía con propiedades mágicas y esotéricas, lo que me hace pensar que el tal Peñaranda era un iniciado en la magia renacentista, que Cornelius Agrippa recogió en su tratado de 1533, De Occulta Philosophia
Una nómina (2) se encontró entre las páginas de uno de los libros, nómina elaborada en la Roma del siglo XVI y que perteneció a Fernão Brandão, un poeta portugués de linaje judío y cuyo nombre aparece en el anillo exterior de la nómina. El texto en latín de este objeto de sanación es: “Dichoso tú que has creído en mí, sin haberme visto. Porque de mí está escrito que los que me han visto no creerán en mí y que aquellos que no me han visto creerán y tendrán vida. Mas acerca de lo que me escribes de llegarme hasta ti es necesario que yo cumpla aquí por entero mi misión y que, después de haberla consumado, suba de nuevo al que me envió. Cuando haya subido, te mandaré alguno de mis discípulos que sanará tu dolencia y os dará vida a ti y a los tuyos.” Que esto va de iniciados en ciencias ocultas lo demuestra la forma de nombrar al discípulo sanador que propone el médico romano: “Fernaom Bramdaom portuges devra signor de Saon M(arc)os ingeniorum cacumen.”. Estas últimas palabras nos dicen que mandan al más aventajado de los pupilos, el que tiene más capacidad talentosa. El texto, por cierto, reproduce la carta apócrifa de Jesús al rey Abgaro de Siria, al que la leyenda le adjudica una misiva enviada al propio Jesús para pedirle la curación de una enfermedad mortal que padecía. No sería aventurado decir que esta pieza fuera una especie de salvoconducto y forma de reconocerse entre iniciados judeoconversos. Otras nóminas no tienen el pentáculo, la estrella pitagórica de cinco puntas, o el tetragrammmaton griego, lo que nos habla de un símbolo cabalístico y esotérico.
Pero un hecho se unió al misterio de esta pieza. En 2008 el sello fue requerido para una exposición y no fue encontrado, desapareció de la cámara de seguridad de la Biblioteca de Extremadura, se cree que desde 1999 esta pieza estaba en paradero desconocido, hasta que la prensa local empezó a airear el asunto a principios de 2011 y, entonces, apareció en la caja fuerte de la Consejería de Cultura. Para no ensuciar esta bonita historia le ahorraré las peleas políticas que este extraño caso causó.
En fin, ya saben, si tienen la suerte de tener una casa antigua, yo de ustedes empezaría a golpear con los nudillos las paredes para buscar cámaras secretas.
Notas:
1.- Alborayque es como llamaban los cristianos de Llerena (Badajoz) a los judíos conversos, y hace referencia a un caballo mitológico de la tradición musulmana, Al-Buraq, literalmente rayo o luz cegadora y que la tradición legendaria lo hace cabalgadura de Mahoma. De naturaleza desconocida y hermafrodita, representaba la ambigüedad, lo maligno y la falta de honradez para los cristianos viejos de la población que motejaban como alboraicos a sus conciudadanos de estirpe judía que eran acusados de falsos conversos.
2.- Nómina es una forma antigua de llamar a una reliquia o amuleto que contenía los nombres de los santos y a veces se colgaba del cuello, dentro de un saquito, como un relicario.