Un mundo fantástico
El problema de un régimen férreo de lavado de cerebro colectivo como en el que vivimos, es que los adoctrinadores terminan creyéndose su propia propaganda. Y cuando las cosas vienen mal dadas, su propia visión de las cosas –es decir, su ideología– no sólo no les permite dar con soluciones adecuadas, sino que sus recetas empeoran la crisis y los arrastra cada vez más al abismo.
Así persisten en la fantasía de que la riqueza es el dinero, y de que es el dinero el que genera más dinero. Explican los beneficios y las plusvalías como resultado de comprar barato y vender caro. Esto es, que los capitalistas, dado que son genéticamente más “inteligentes”, engañan a sus clientes. Pero, como quiera que todos los capitalistas son, en mayor medida, clientes y proveedores unos de otros, la conclusión sería, como señalaba Marx en El Capital, que “la clase burguesa se estafa a sí misma”.
El capitalismo, que ha llegado a sus últimos límites históricos y económicos, ha convertido a los asalariados no sólo en generadores de riqueza con la venta de su fuerza de trabajo muy por debajo de su valor real, sino que, con la extrema polarización de clases, los ha transformado en su masa de clientes.
Ya no hay una espesa capa intermedia de pequeña y mediana burguesía que con su poder adquisitivo pueda equiparar su consumo al de la inmensa masa de asalariados, que ahora reúnen las condiciones simultáneas de productores y consumidores.
Esto crea una contradicción insoluble. Por una parte, para perpetuarse como capitalistas, los burgueses necesitan extraer el máximo de plusvalía a los asalariados. Es decir, pagarle lo menos posible por su trabajo, tanto en forma de salarios directos como en forma de salarios indirectos (educación, sanidad, prestaciones sociales).
Pero, a la vez y como consecuencia de ello, los asalariados, en tanto que consumidores, ven reducida su capacidad de comprarle a los propios capitalistas, por lo que lo que ganan estos como productores lo pierden como vendedores.
Para “solucionarlo”, a los capitalistas no se les ocurre otra cosa que prestarle el capital que extraen a los asalariados a esos mismos asalariados. ¡Et voilá! Ya tenemos arreglado el problema del consumo.
Pero como los capitalistas no pueden prestar “su” dinero gratis, porque saldría en la práctica de la circulación y no le reportaría beneficios (impidiéndoles volver a “invertir” y mantener su tren de vida), necesitan cobrar intereses por esos préstamos.
Pero ahora los asalariados, en tanto que receptores de esos préstamos, deben más de lo que consumen. Por lo que, para poder mantener su ritmo de consumo, y garantizar así que los capitalistas puedan seguir vendiendo y, por lo tanto, realizando las plusvalías que le sacan a los asalariados en el proceso de producción, necesitan seguir endeudándose más. Y para hacerlo posible sin detener esta alocada espiral, los burgueses, a través de sus gobiernos, se dedicaron a imprimir cada vez más dinero.
A la vez, imprimiendo más dinero hacen que los importes nominales de los billetes sean superiores a su valor real. Esto es, deprecian sus propios capitales. Para tratar de reponer el valor de sus capitales necesitan ganar mucho más, pagando por mucho menos el valor del trabajo.
Pero, al mismo tiempo, necesitan vender mucho más y, con ello, que los asalariados consuman mucho más. Pues a imprimir más dinero y les volvemos a prestar, dando una nueva vuelta en este círculo infernal.
Y cuando la máquina ya no puede seguir girando y saltan los cojinetes, no pueden aportar otra solución que la de “¡más madera!”. Cuando quebraron los bancos en 2008, saquearon las arcas públicas para salvar sus capitales. Pero entonces los que quedaron en bancarrota fueron los propios estados, que se habían descapitalizado para “rescatar” a los bancos.
Inmediatamente, los Estados tienen que pedir prestado ¡a los propios capitalistas y a sus bancos! Y claro, los capitalistas no les van a prestar “su” dinero gratis. Y no solo les cobran intereses, cada vez más usurarios, sino que exigen que a los asalariados de esos Estados se les rebajen los salarios. Arruinando así a sus propios clientes.
Y para que no cunda el pánico y a los asalariados les dé por pensar cosas “raras”, ahí tenemos a los propagandistas del sistema dándonos catequesis, un día sí y otro también, a través de los medios de comunicación de su propiedad. Pero también, ¡oh Fabio!, desde las cátedras de las Universidades.
De la misma manera que su condición de clase impide a la oligarquía capitalista tener una visión real de la crisis económica, la pequeña burguesía también está condicionada por la suya. Al fin y al cabo, su ser social (pequeños empresarios, ejecutivos, funcionarios de alto nivel, profesionales liberales, etc.), no podía ser de otra manera, determina su conciencia social.
Si algo teme la pequeña burguesía es la revolución. Todo lo más, alcanzan a hablar de una “revolución pacífica”, esto es, sólo presión social que pueda transformarse en resultados electorales favorables. Nada de “desorden” que pueda alterar su vida pacífica, y mucho menos revoluciones de verdad, es decir violentas, que supongan el asalto al poder de una clase social, la de los asalariados, que vaya usted a saber por dónde puede salir.
Conscientes de su debilidad, la pequeña burguesía no aspira en realidad a tomar el poder ni de una forma ni de la otra. Aspira a verse arropada por “el pueblo”, por la “ciudadanía”, en un bloque donde se difuminen tanto las clases sociales como las organizaciones de clase de los asalariados. “Lo importante son las personas”, ya se sabe, y los “derechos individuales”.
En sus fantasías, un bloque así, liderado, por supuesto, por “personas de reconocida valía”, y en absoluto sometidas a la intolerable “disciplina partidaria” (eso queda para los que están acostumbrados a la disciplina del trabajo, no para los “jefes”) les serviría para situarse en mejores condiciones a la hora de negociar con la oligarquía y los partidos que la representan.
Cuando la pequeña burguesía asume un papel “progresista”, todo su afán es pactar con el PSOE, convirtiéndose en una fuerza “bisagra”. Y de esta manera conseguir leyes que les sean favorables. Ah, sí: si hay algo que encanta a la pequeña burguesía son las leyes. Las consideran como un contrato escrito en piedra. Y si hablamos de la Constitución, del “Estado democrático y social de derecho” y otras mercaderías por el estilo, es que levitan.
Sin embargo, la brutal crisis del capitalismo imperialista euro norteamericano pone en solfa todas las ilusiones pequeño burguesas. Las contradicciones van siendo cada vez más a cara de perro. La oligarquía no va a pactar nada, porque ya no tiene margen para negociar. Va a por todas. Los “recortes”, que afectan principalmente a los asalariados, golpean de forma brutal a una pequeña burguesía que, con el desplome del consumo, se va quedando sin clientes.
Atrapada en medio de un choque de trenes, la pequeña burguesía propone reformar el sistema. Para mantenerlo, claro, que hay que ser “realistas” y dejarse de “aventuras socialistas”. Y pretenden parchearlo con medidas que no les vaya a suponer un enfrentamiento directo y frontal con la oligarquía. Medidas que se resumen en subir los impuestos a “los más ricos”.
Pero basta con saber sumar y restar para darse cuenta de que sólo con una subida de impuestos es imposible, ni de lejos, afrontar el déficit público y los enormes volúmenes de deuda pública. Así que lo que enmascara esta posición es la negativa a pasar de hablar de impuestos (por muy “progresistas” que sean) a hablar de la propiedad.
Por eso se niegan a asumir la consigna de la nacionalización de la banca y de los principales sectores estratégicos (agua, energía, comunicaciones, etc.). Hasta ahí podíamos llegar. Si hay cosa que a un pequeño burgués le parece una “locura” es que empecemos con las expropiaciones.
Pero, si no es de la nacionalización de la banca y de las grandes corporaciones, ¿de dónde vamos a sacar el capital (real y no virtual) para relanzar la economía, generar inversión pública y relanzar la economía?
Esa obsesión de la pequeña burguesía por la propiedad se manifiesta en muchas otras propuestas. Pongamos como ejemplo la llamada “dación en pago”. Cierto es que, ya que el banco te embarga la casa y te echa de ella mediante jueces, leyes y policía, mejor es no quedar, encima, debiéndole la mitad de la hipoteca. Pero ni de lejos pasa por la mente de nuestros pequeño reformistas cuestionar el derecho de propiedad del banco sobre la casa o el piso. O, simplemente, la moratoria del pago de la hipoteca mientras estés en el paro o tus ingresos no superen un mínimo familiar.
El asunto para los pequeño burgueses es liquidar la hipoteca. Deshacer el contrato. El banco se queda con la casa y uno no le debe nada al banco.
Pero para un asalariado, que no tiene opción entre la casa y vivir a la intemperie con su familia, el asunto es quedarse en la casa, en su casa. Nada de quedar “como un caballero” con el banco, sino seguir teniendo techo donde vivir. Ya se sabe: el proletariado es así de radical.
Para evitar que aquella siga en su mundo ilusorio, es imprescindible que la clase asalariada aparezca en la escena política con sus propios intereses y sus propias propuestas, arrastrando tras de sí a una pequeña burguesía ya desenganchada de sus fantasías.
Esta es, camaradas, la tarea de los comunistas.
* Teodoro Santana es miembro del Comité Central del PRCC