Un percance necesario
Ángel Hernández Pardo. LQSomos. Septiembre 2015
Hoy he recibido carta de Marcela. Nos carteamos desde hace unos cuarenta años, desde que nos separamos. Cuando decidimos escribirnos semanalmente acordamos que nunca adjuntáramos foto alguna de nuestro proceso de envejecimiento y que era mejor que prevaleciera en nuestro recuerdo la imagen con la que nos conocimos. En el sobre, envueltas en papel de seda, me envía unas semillas. Son semillas de la planta de la borraja. Planta a la que ella adoraba, por ser esta planta la que le ayudó a resolver una situación complicada en un momento de su vida. Me indica en la carta que estas semillas son el producto de las variaciones que se han producido en sus genes durante todo el tiempo que ella las ha tratado. Es una carta de despedida, ha decidido poner fin a su existencia al padecer una enfermedad irreversible que la puede llevar a no valerse por sí misma en poco tiempo, y con unos dolores insoportables: “Pongo fin a mi vida antes de que esto ocurra y nadie me ayude a morir con dignidad. Te mando unas semillas de la planta de la borraja para que las siembres y cuides como te enseñé, ellas te conocen y podrás disfrutar de su compañía, y jamás dejarán de ayudarte si lo necesitas, como lo hicieron conmigo”. Debemos estar agradecidos a las plantas, decía Marcela, ellas son las que han hecho posible que todos aquellos que necesitamos respirar podamos vivir en este planeta. La especie humana es desagradecida con lo diferente, aunque lo necesitemos para nuestra existencia. A las plantas las maltratamos constantemente y las consideramos como una especie menor a la nuestra por el simple hecho de creernos la aberración de que somos los clones de los dioses. Cuántas veces hemos oído decir de manera ofensiva: “Se ha quedado como un vegetal”, para referirnos a una persona que ha perdido todas las cualidades sensoriales o motrices. Como si las plantas, por el hecho de no moverse, no sintieran, pensaran o carecieran de toda sensibilidad. Las plantas en su evolución han logrado desarrollar mucho más los sentidos, necesarios para explorar sensorialmente el entorno donde están instaladas por no poder hacerlo desplazándose. Ellas necesitan reproducirse, crecer y defenderse.
Así era Marcela con sus plantas, a las que les dedicó toda su vida. Puedo afirmar que la relación que mantenía con ellas era la de una madre. Solía estar al tanto de lo que las sucedía y necesitaban. Pero sus plantas conocían también lo que le ocurría a su protectora. Al llevarnos de adelanto millones de años de existencia han logrado durante todo ese tiempo de evolución crear un cerebro -al que llamamos raíces- y un organismo con un desarrollo tan extraordinario que son capaces de entender todo aquello que ocurra a su alrededor y utilizarlo para su beneficio. De ahí que no necesiten moverse del sitio de donde se instalan para sobrevivir y defenderse. La manera que tenía Marcela de comunicarse con ellas era a través de las caricias y sus cuidados. Las plantas podían conocer el estado anímico de Marcela sólo con un leve roce. La relación que estableció con las plantas era muy similar a la que una buena madre tiene con sus hijos, se desvivía por ellas.
Conocí a Marcela cuando no pasaba por mi mejor momento. Llevaba unos meses excarcelado y los acontecimientos que se iban produciendo en España me llevaron a una depresión difícil de atajar. Todo mi esfuerzo de juventud por acabar con el régimen fascista de Franco no estaba saliendo como yo esperaba. No pasaba un día en que no observara los tejemanejes de unos y otros para evitar ser juzgados los represores del régimen franquista y se depurara a toda la trama fascista instalada en los centros de poder. Los de la Transición opinaban que era mejor olvidar el pasado para que dicho régimen cediera y posibilitara un cambio democrático en España. ¡Pero vamos a ver! -me preguntaba a mí mismo- ¿Qué es lo que tenemos a nuestras espaldas en estos momentos?: crímenes, cárceles, represión, torturas, campos de concentración, y no sigo porque no termino. De qué pasado hablaba esta gente cuando muchos de los verdugos y sus víctimas aún vivían y no terminaban de reprimir de la manera más brutal. Me negaba a reconocer a los genocidas el derecho a no ser juzgados por sus crímenes. ¿Qué democracia querían levantar sobre unos cimientos de miles de muertos, y muchos de ellos en las cunetas?
Mi deseo era que el régimen franquista rindiera cuentas por lo que había hecho, que se celebrara en España algo parecido al proceso de Nüremberg. Que se formara un tribunal para juzgar a todos los que participaron en el golpe de Estado contra la República Española y la posterior represión contra los que defendieron la legalidad republicana. Tenían que ser juzgados algunos jueces, fiscales, militares, policías, médicos, a los jerarcas de la iglesia que recibían a Franco con el saludo fascista y llevaron bajo palio a este sátrapa, caudillo de una banda criminal; sin dejar de lado a toda la trama civil; todos de una manera u otra participaron en la brutal represión que ejercieron contra miles de españoles. También era necesario pedir responsabilidades a todos aquellos países que colaboraron con Franco para aniquilar la República Española y a sus ciudadanos. Mi gozo en un pozo. El remedio que encontré para tranquilizarme de lo que iba ocurriendo fue atiborrarme de valium 10. Pero lo único que conseguía era estar en un estado de atontamiento continuo. Todo el día tumbado dejando pasar el tiempo.
Fue mi madre la que al ver que no levantaba cabeza tuvo una larga conversación conmigo para intentar que me espabilara. Me habló del sufrimiento que tuvo que pasar toda la familia a partir del levantamiento de los militares fascistas y la posterior represión que padecieron cuando vencieron a sangre y fuego esa canalla. Me recordó la muerte de su hermano, militar republicano, Cecilio, Cecilio Pardo García, y su desaparición en la batalla de Brunete. Nunca localizaron su cuerpo. Recuerdo a mi abuela materna esperando a que entrara en cualquier momento por la puerta de casa el hijo desaparecido; ella murió sin que su deseo se cumpliera. Mi madre me vapuleó verbalmente con situaciones que la familia tuvo que pasar, para que reaccionara de una puñetera vez. ¿Es que no sabes que al hermano de tu padre, Julián Hernández Rielves, después de ser torturado hasta la extenuación fue fusilado por los golpistas en las tapias del cementerio de Toledo? ¿Es que no te va a servir el que otros tíos tuyos participaran en el frente de Guadalajara para defender la República Española y uno de ellos fue herido? ¿Es que crees que tus tíos, después de haber sido detenidos, torturados y encarcelados, se dieron a la droga? Hijo, nosotros también padecimos lo nuestro y tuvimos que hacer de tripas corazón, pero sin agachar la cabeza.
No puedes quedarte ahí drogado todo el día, eres peor que los que se resignan. Estas últimas palabras sí que me dolieron. Ella conocía mi aversión a la resignación, y por eso metió el dedo en la llaga con tal de que reaccionara. Es que no te enteras, continuó, que al no vencer a estos genocidas jamás abandonarán sus privilegios e impunidad, y que es eso lo que les hace invulnerables ante cualquier atropello que comentan. Tenía mucha razón mi madre en esto último, y en eso estamos al observar actualmente en lo que se ha convertido este país con esas tramas mafiosas lideradas principalmente por los herederos del franquismo. Esta gente puede disfrazarse como los grandes defensores de la democracia con la condición de que no les toquen sus privilegios y mantengan la impunidad que heredaron de sus ancestros. Al final de este repaso de historia familiar me ofreció los pocos ahorros que tenía para que hiciera un viaje a algún lugar donde pudiera recuperar mi autoestima. Creí que lo mejor que podía hacer era lo que me proponía mi madre, y eso fue lo que hice. El dinero que llevaba no daba para mucho, por tanto, me obligaba a no alejarme demasiado de Alcalá de Henares que era el lugar en el que residía. Decidí caminar hacia el Nordeste con la idea de que alguien me recogiera en su coche y me acercara en mi recorrido a cualquier pueblo. Decidí quedarme en uno, en la ribera del Ebro, que intuí que se respiraba tranquilidad, necesaria para mi recuperación.
Y es en ese lugar donde conocí a Marcela. Vivía en una casa a las afueras del pueblo. La casa era de dos alturas. La parte de abajo, que era la que ella utilizaba como vivienda, incluía un salón, un dormitorio, un cuarto de baño y una cocina muy amplia en la que se podía comer sin agobios. La parte de arriba se distribuía en dos dormitorios bastante grandes, un cuarto de baño y una pequeña cocina, y eran las estancias que Marcela alquilaba. Anexo a la casa disponía de un terreno vallado cuyo acceso se hacía por la calle. Tuve la suerte de que no tuviera a nadie alquilado cuando aparecí por allí. Acordé con ella quedarme unos quince días, el tiempo máximo que podía aguantar con los ahorros de mi madre. Marcela enviudó un año antes, por aquel entonces debería tener unos veinticinco años. Enviudó porque el marido sufrió un percance, un percance necesario como lo llamaba ella.
Marcela, mujer muy observadora sospechó al verme tan premioso que algo me pasaba. Aunque iba rebajando la dosis de valium para desengancharme los síntomas de la droga permanecían. Tuvo la suficiente delicadeza en ayudarme sin mencionar en ningún momento el estado en el que me encontraba. Poco a poco, y sin que yo apenas lo notara, el estado ruinoso con el que me presenté logró reconducirlo a parámetros normales. En una ocasión fue capaz de hacerme madrugar sin que yo fuera consciente de ello. Un día surgió una conversación entre nosotros sobre los gustos musicales de cada uno, y yo apunté entre mis compositores predilectos a Gustav Malher y a su sinfonía número uno. Pues bien, dos días después, a una hora muy temprana, oigo a través de la puerta de mi dormitorio un sonido apenas perceptible de esta sinfonía. Al ser incapaz de oírla en buenas condiciones me vestí y fui bajando las escaleras hasta conseguir acercarme a la fuente desde donde emanaba la composición de Mahler. La reproducía un tocadiscos instalado en la cocina. Marcela ultimaba el desayuno como hacía todas las mañanas. Le di los buenos días y me senté a desayunar acompañado de Marcela y Mahler. Marcela reguló el volumen del tocadiscos para que el sonido llegara a mi dormitorio, pero sin ser apenas reconocibles los instrumentos de la sinfonía a no ser que me levantara y bajara a la cocina, lo que me obligaba a madrugar sin proponérmelo. Reconocí que era una forma agradable de cambiar de hábito sin apenas darme cuenta, y, además, me ayudaba a desengancharme del valium sin esfuerzo alguno.
Esa mañana al ser muy temprano me ofreció un paseo por el campo en su compañía; ofrecimiento que acepté sin rechistar. En nuestro recorrido me quedé asombrado por el conocimiento que tenía de todas las plantas que íbamos viendo. Las nombraba con ese nombre difícil de pronunciar y recordar, describiendo sus cualidades. Si sus frutos eran venenosos o plantas más ornamentales… De este paseo hay una planta que no olvidaré porque me comentó que tenía efectos afrodisiacos, la Satirión Real (Dactylorhiza maculata). La noche del paseo dormí sin necesidad de drogarme, lo que supuso el principio de mi recuperación anímica. Me levantaba antes que el sol apareciera por el horizonte, y una vez desayunados salíamos a pasear por el campo.
Pasaban los días y mi recuperación era evidente gracias a esta mujer que ponía todo su empeño en ello. Lo único que no lograba entender de ella era por qué ese interés, cada vez que salíamos a pasear, en enseñarme todos los secretos de las plantas que nos encontrábamos en el camino, y, sin embargo, nunca me invitaba a visitar el terreno donde probablemente tenía sembrado plantas de todo tipo. Era imposible poder entrar porque la puerta que daba acceso al mismo la cerraba a cal y canto y la llave la llevaba siempre consigo. ¿Qué era lo que podía guardar en ese lugar en el que solía pasar horas? ¿Por qué actuaba de esa manera conmigo, si luego era una mujer encantadora que me ayudaba a recuperarme? Como los días pasaban y se acercaba el momento de partir decidí no darle mayor importancia a este hecho y dejar de lado a esa actitud mía de sabueso que desarrollé en mi época de clandestinidad.
El día anterior a mi partida no quise salir de casa, tenía la intención de recoger mis pertenencias sin ninguna prisa y tratar de hacer balance de todo lo acontecido en este lugar. Como mi marcha se iba a producir en unas horas se me ocurrió enseñar a Marcela una fotografía de mi madre que llevaba en la cartera, con la intención de presentar a la persona que hizo posible que nos conociéramos. Lo que no me atreví es a decirle el motivo de mi depresión. No quería que supiera que había sido un joven luchador antifranquista y preso por ello. Aunque parezca mentira, el hecho de no haberse desmantelado el aparato del régimen franquista me hacía ser cauto en lo que se refería a mi pasado. Incluso a día de hoy hay personas con las que he trabajado durante años que desconocen esa parte de mi vida. Actúo en semiclandestinidad. Así que, preferí dejarlo correr y no entrar en detalles sobre ese pasado mío. De la foto de mi madre me hizo unos comentarios muy agradables que yo le agradecí. Ella tuvo la deferencia de enseñarme un álbum de fotos que guardaba en un cajón de un mueble que tenía en el salón, un álbum de fotos de la familia. Mira, me dijo, estos son mis abuelos, y ese niño es mi padre. A mi abuelo le mataron por ser republicano. Este de aquí es mi hermano, vive en Madrid, en el barrio de Carabanchel.
Diciendo esto y lo de su abuelo no tuve más remedio que descubrirme un poco. Yo conozco muy bien Carabanchel, le dije, sobre todo la famosa cárcel por dentro. Se me quedo mirando y esbozó una sonrisa al mismo tiempo que me decía: Sabía que tu pesar no tenía nada que ver con un desengaño amoroso. Le confirmé su descubrimiento con un gesto parecido al suyo, y quedó en eso. Llegamos a la última hoja del álbum, y en ella se encontraba la fotografía de un hombre al que le crecía el pelo en el entrecejo. El personaje de la foto vestía un bañador como única prenda, estaba de pie con los pies separados y los brazos en jarras. Pensé para mis adentros: Este es el clásico Pepito piscinas. A cada lado de la foto había pegado una flor violeta, que ya estaban secas y aplastadas. Pero lo que más me llamó la atención fue lo que decía el pie de foto: “A mi marido, por fallecer en un percance, un percance necesario”. Con ello supe de quién se trataba el hombre de la fotografía. La dedicatoria, debo admitir, no me resultó muy tranquilizadora. No obstante, no creí conveniente preguntarle nada sobre el porqué de ese texto. Así que, le di las gracias por las fotos que me enseñó y me disculpé al necesitar regresar a mi dormitorio para ultimar mi partida.
Había llegado la noche y durante el tiempo transcurrido desde mis excusas hasta ese momento no salí de mi habitación. Las horas las consumí en escribir con minuciosidad en mi diario -costumbre que mantengo hasta ahora, y en el que escribo todo esto- lo acontecido ese día y un resumen de la experiencia en este lugar con Marcela de protagonista. Comí una manzana de las que compré un día antes y me eché una buena siesta. Por tanto, no tenía sueño y los nervios de mi partida me tenían un poco alterado. Decidí tumbarme en la cama a esperar a que pasaran las horas. Me encontraba pensativo y analizando los pros y contras con los que me iba a enfrentar a mi vuelta cuando oí que alguien subía por la escalera y utilizaba los nudillos de su mano como llamador en mi puerta. Era Marcela.
—Jaime, soy Marcela, quiero hablar contigo.
Me sobresaltó un poco esta visita inesperada y a esas horas de la noche. Me mantuve en silencio por ver si lo que me quería decir podía esperar hasta la mañana siguiente. Pero no, parecía que era importante porque insistió varias veces.
—Jaime, si no duermes necesito hablar contigo, por favor, ábreme la puerta, es muy importante lo que te quiero decir.
Era evidente que no iba a desistir aunque me hiciera el dormido. Al final me levanté y abrí la puerta de mi dormitorio, invitándola a pasar. Le ofrecí la mecedora para que se sentara, y yo ocupé una silla que acompañaba a una mesita que hacía las veces de escritorio.
—Perdona que no te haya abierto antes, me quedé dormido. Evidentemente era una mentira piadosa.
—Siento molestarte a estas horas, pero creí que era necesario antes de que te fueras decirte que puedes quedarte más tiempo.
Me pilló tan de sorpresa el ofrecimiento que me hacía que me quedé sin palabras, sin poder reaccionar por unos segundos. Ella tuvo la paciencia de esperar a que yo digiriera su propuesta para ver cómo reaccionaba.
—La verdad, no sé que responder a tu ofrecimiento. Además, no dispongo de más dinero para hacer frente al alquiler. Tengo que reconocer que el tiempo que he pasado en este lugar en tu agradable compañía me ha ayudado a recuperarme, pero no veo la manera de pagarte.
—No quiero que me pagues nada; eso sí, a cambio tendrás que ayudarme en el trabajo que realizo en el huerto.
Lo de poder visitar el huerto eran palabras mayores, y hubiera pagado cualquier precio con tal de ver lo que escondía en él. No lo dudé, y como tampoco tenía nada mejor que hacer en las semanas siguientes le contesté rápidamente.
—De acuerdo, me quedo, pero con la condición de ayudarte en las labores del campo.
Noté que su cara reflejaba felicidad por mi decisión, y su belleza, de la que no carecía, se mostraba en todo su esplendor. Me dio las gracias regalándome un beso en los labios, y se despidió con unas buenas noches. Tardé un buen rato en salir de mi aturdimiento por lo ocurrido. Empecé a dar vueltas alrededor de la mecedora en la que minutos antes se sentaba Marcela. Me pregunté: ¿Qué es lo que debo hacer ahora mismo ante lo que me ha sucedido? ¿Me quedo como un idiota esperando a ver amanecer o bajo y me presento en su dormitorio? Hice lo segundo, y vimos amanecer acariciando nuestros cuerpos.
Esa mañana mi estado emocional se encontraba tan alterado que no encontraba la manera de equilibrar mi ansiedad. Recuerdo que cuando decidimos levantarnos a desayunar yo salí corriendo a la cocina para llevar a cabo esa tarea. Cuando Marcela fue a por la leche que tenía en el frigorífico yo ya estaba abriéndole la puerta del mismo. El mantel que extendía en la mesa de la cocina y que en esos momentos lo había sacado de un cajón se lo quité de las manos para extenderlo yo. Lo hice con las tazas, las cucharillas y todo aquello que Marcela necesitara. Creo que Marcela, que era muy inteligente, se dio cuenta de lo que me estaba pasando, me pidió que me sentara porque el día se presentaba con mucho trabajo y era bueno que repusiera fuerzas con el desayuno. Sus palabras me calmaron de ese ir y venir por toda la cocina molestando más que ayudar.
Una vez desayunados me propuso lo que yo deseaba realmente, traspasar la puerta misteriosa. Me quedé sorprendido al ver que la única planta que se extendía a lo largo y ancho de todo el terreno eran unas plantas de un metro de altura aproximadamente con flores de color violeta, la planta de la borraja. ¿Cuál era el motivo para que en un huerto tan grande sólo tuviera sembrada esta planta? ¿Era por una cuestión comercial? Si era así, por qué tanto secreto en darme a conocer esto. Además, nunca hizo comentario alguno, durante todo el tiempo que llevaba en su casa, de este tipo de negocio, y al único que se refería cuando se hablaba de este tema era al del alquiler de la parte de arriba de su casa. Y otro detalle que me intrigaba era que estas mismas flores adornaban la foto de su marido con ese pie de foto tan misterioso. Estábamos observando con más detenimiento una de ellas cuando oí un zumbido enorme detrás de nosotros; al volver la cabeza me di cuenta que venían cientos de abejas directas hacia donde nos encontrábamos. Lo único que se me ocurrió ante el ataque eminente de este insecto fue dar la voz de alarma a Marcela y salir corriendo hacia la puerta. Marcela ni se inmutó, no hizo ningún ademán en ponerse a salvo ni se alteró cuando todas las abejas cubrieron todo su cuerpo. Lo único que la oí decir, después de unas risas, es que no fuera un miedica y que regresara que no me iba a pasar nada si estaba con ella. Después de un buen rato pensando si me acercaba o no, y escuchando a Marcela que no la hicieran cosquillas las abejas con las alas decidí acercarme, eso sí, con sigilo. Me pidió que extendiera mi mano porque me iba a pasar unas cuanta abejas para que me conocieran como persona amigable.
Me lo pensé, la verdad, pero al final cedí a su petición. Poco a poco se fue llenando mi mano de abejas, andando y revoloteando por ella. Cuando las abejas se alejaron de nosotros nos acercamos a una especie de cobertizo abierto, construido en una de las paredes del cercado donde se encontraban varias colmenas. De allí procedían las abejas que me provocaron, en un primer momento, pánico. Colmenas que pertenecieron a su padre y que recibió como herencia al fallecimiento de éste. Se me olvidó contar que en los desayunos, Marcela, solía poner en la mesa un plato de galletas artesanales, hechas por ella, siendo uno de sus ingredientes la miel de esas colmenas. Y el café lo endulzábamos también con miel. Después de darme una lección exhaustiva de apicultura me mostró una caja metálica, bastante grande, que descansaba en un estante hecho a propósito en el mismo lugar de las colmenas. En la tapa estaba escrita la palabra, Gracias. La abrió con mucho cuidado porque estaba a rebosar de abejas muertas, y no quería perder ninguno de esos insectos. Estaba tan confuso con lo visto y oído que no supe que decir. Marcela sí que dijo algo: todas estas abejas dieron su vida para librarme de la muerte. Le pedí a Marcela, si no le importaba, que dejáramos para el día siguiente el trabajo que teníamos que realizar. Con la presentación tenía suficiente. Marcela lo comprendió y decidió que esperara dentro de casa mientras realizaba algunos trabajos necesarios para las plantas.
En la comida obviamos hablar de lo que nos pasó esa mañana en el jardín y pasamos a tontear como dos adolescentes. Supongo que necesitábamos experimentar las sensaciones de ese periodo al no haber tenido ninguno de los dos la ocasión de hacerlo en su momento. Ella porque se saltó ese proceso, y yo porque mi adolescencia la malgasté tratando de acabar con el régimen franquista. Al final decidimos amarnos experimentando ese periodo.
Por la tarde, y con esa sensación de felicidad que te produce el efecto de una relación amorosa, decidí acercarme al bar del pueblo. Marcela quiso quedarse en la vivienda leyendo un libro. Yo sabía que lo de no acompañarme era premeditado, quería que no existieran ataduras entre nosotros, que nuestra relación fuese lo más fluida posible. Yo agradecí ese gesto, que además compartía. El único bar que existía en el pueblo se llamaba Postas, y es allí donde los parroquianos iban a beber y a jugar al dominó. Me senté en una mesa después de recoger del mostrador mi gin–tonic, con el deseo de saborear todo lo que ese día me proporcionó de sorpresa y felicidad. No llevaba sentado ni cinco minutos cuando vi que se acercaba a mi mesa un hombre de mediana edad con un vaso de cerveza en la mano. Me preguntó si no me importaba que compartiéramos la misma mesa.
—Como la mesa no es de mi propiedad supongo que puedes hacerlo, le dije.
No creo que entendiera mi ironía porque se sentó sin más. A este hombre le crecía el pelo en el mismo sitio que al marido de Marcela, y los rasgos de su cara también tenían un cierto parecido.
—Hola, me llamo Paco, encantado de conocerte, y me dio la mano para saludarme.
—Hola, respondí secamente.
Le di la mano y nada más. Con el deseo de cortar cualquier intromisión en mi vida. Pero no se dio por aludido con mi actitud cortante. Se echó unos tragos de cerveza hasta apurar toda la bebida. Le vi que se levantaba. Pero no se había separado de la mesa cuando me preguntó si quería otra consumición, que él me invitaba a otra ronda. Le contesté que no, con la idea de que me dejara en paz de una vez. Ni corto ni perezoso se acercó a la barra del bar, pidió otra caña y volvió a la mesa de nuevo para darme la murga.
—Creo que estás alojado en casa de mi cuñada. Yo soy el hermano de su marido, el difunto Diego.
Me quedé pensativo al oír lo que me dijo, no porque descubriera que era el hermano del marido de Marcela y supiera por primera vez que el difunto se llamaba Diego, sino por la manera y el tonillo con el que me lo decía. Traté de evitar que me embarcara en una discusión que de ninguna manera me apetecía, pero es verdad que me estaba sacando de mis casillas alterando mi estado de felicidad con el que me senté en la mesa del bar. Creo que necesitaba provocarme con la intención de que yo alimentara su vehemencia.
—Hay sospechas que a mi hermano le envenenó esa bruja. Marcela está endemoniada, sé que habla con las plantas, como si éstas la entendieran, y, además, las utiliza para sus conjuros. Hace lo mismo con las abejas de sus colmenas. Mi hermano antes de morir me habló de ello. Él me comentó que su mujer bailaba alrededor de sus flores con el cuerpo cubierto de abejas pronunciando unas palabras extrañas. Antes de su muerte decidió mudarse a otro dormitorio distinto al de ella por precaución.
¬—No sé nada de lo que me cuentas, ni mi importa tu historia, y te pido que me dejes tomar mi bebida tranquilamente, le dije.
Para qué queremos más. Mi comentario le sentó como un tiro. Cómo se puso de encabronado con mi respuesta.
—A ti no te importa porque te la estás follando, pero a mí sí, porque era mi hermano pequeño y una buena persona que nunca hizo mal a nadie. ¿Te parece que no hay que darle importancia a ese crimen?
—Lo que me importa es que me está entrando dolor de cabeza con ese cuento tuyo, digno de un perturbado, y necesito que no me fastidies este momento en el que estaba celebrando la felicidad que me ha proporcionado la que tu llamas bruja y yo la considero mi Hada Madrina.
Lo que le faltaba oír a este energúmeno para levantarse e intentar darme un puñetazo. El puñetazo se lo llevó él. Mi juventud, rapidez y ser más fuerte que él me dio esa ventaja. Le estampé, con silla y todo, contra el suelo. Fue tan rápido ese acto que nadie de los allí presentes pudo ver cómo pudo ocurrir. Apuré mi gin–tonic y abandoné el local diciendo en voz alta que tenían que revisar las patas de las sillas porque algunas no aguantaban mucho peso.
De camino a casa iba repasando todo lo que me ocurrió en el bar, a lo que añadí mi propia experiencia de esa mañana en el huerto de la casa. Tenía mucho interés por llegar a conocer la verdadera historia de la muerte del tal Diego. Desde muy temprana edad me desenganché de la superstición y las tradiciones, producto, la mayoría de las veces, de la ignorancia y las creencias religiosas, lo que me inmunizaba a creer en brujas. Necesitaba que Marcela se decidiera a contármelo todo, que se sincerara conmigo, para que nadie pudiera tergiversar lo que le pasó a su marido. Y eso era lo que me proponía conseguir a mi vuelta a casa de Marcela
—Vaya, veo que la vuelta ha sido rápida.
—Así es, ¿sabes que he conocido a Paco, el hermano de Diego? ¿Así se llamaba tu marido, no?
—Entonces te habrá informado de lo bruja que soy
—Por supuesto, y por eso le he zurrado la badana.
—No merecía la pena pelearte con ese bruto. Que diga lo que quiera. Ya se sabe que cuando una mujer muestra más capacidad intelectual o conocimientos de lo que a la mayoría de estos machistas les gustaría te llaman bruja, o cualquier otra cosa peor.
—Eso me pareció a mí. Pensé que lo que le fastidiaba en realidad es que seas más inteligente que él, y de tu independencia no digamos. No le hice caso de esa teoría suya, piensa que tú mataste a su hermano.
Esto último que dije la hizo dejar lo que estaba haciendo en esos momentos, pero sin alterarse lo más mínimo.
—¿Me imagino que tú no le has creído?
—Por supuesto. Pero sí que me gustaría, si no te importa, que me contaras cómo sucedió todo.
—Supongo que, con todo lo que has visto y oído, necesitas conocer todo el misterio que rodea a esa muerte. ¿No es así?
—Es así. Me imagino que te tuvo que ocurrir algo desagradable en tu relación con Diego, porque no hay nada que te lo recuerde, y ese pie de foto con las flores a cada lado de su fotografía da para escribir una novela policiaca. Lo que me interesa es qué pudo pasar entre las plantas, las abejas, tu marido y tú. Tengo que reconocer que todo eso junto me intriga.
Todo lo que le dije no era con la intención de sonsacarla ese asunto en plan morboso, era por pura curiosidad infantil. Como cuando te cuentan algo que parece inverosímil pero que ha sucedido de verdad. No tuvo que pensárselo dos veces para comenzar a darme algún detalle del proceso que le llevó a su marido a la muerte.
—Hay aspectos de mi vida que nadie sabe, ni siquiera mi hermano. Yo conocí a Diego, mi marido, cuando todavía era una adolescente. En los pueblos como éste apenas existía diversión y los jóvenes necesitábamos tener un lugar donde poder divertirnos y relacionarnos. Como sabes, por tu propia experiencia, en los colegios nos separaban por sexo y por eso no teníamos la oportunidad de conocer a nadie que no fuera a otra chica. Pero un día varios jóvenes del pueblo decidieron montar en un garaje una especie de baile e invitar a todos los chicos y chicas con la idea de conocerse mejor. Y allí me presenté acompañada de unas amigas. Bailé, me besaron por primera vez y conocí a Diego. Nos hicimos novios en ese instante, y nos casamos como sucedía siempre en estos pueblos. Mi madre falleció cuando yo era muy niña, y mi hermano que era mayor que yo decidió irse a Madrid a buscar fortuna. Mi padre fue en realidad el que me crió. En el terreno que ya conoces mi padre instaló las colmenas cuya miel vendíamos, y un huerto espacioso con todo tipo de hortalizas que llevábamos al mercadillo del pueblo para venderlas. Y es así como salíamos adelante. A mis diecisiete años me quedé huérfana también de padre, y las cosas se precipitaron. Diego, que por aquel entonces era un joven atento y cariñoso nos propuso a mi hermano y a mí que le contratáramos para llevar a cabo las tareas que realizaba mi padre. Por supuesto era una tapadera para estar juntos todo el tiempo posible. En realidad hacíamos vida matrimonial sin estar casados; eso se produciría más adelante. Una vez casados se me ocurrió frecuentar a un grupo de teatro creado por unos universitarios del pueblo con la intención de alentar el espíritu crítico de la gente. A mí me sedujo sus planteamientos y generosidad para los demás, por tanto, me uní a ellos. Se decidió preparar para ese verano la obra teatral Lisístrata, de Aristófanes. Teníamos la intención de representarla al aire libre, en la plaza del pueblo. El que yo volviera a casa después de cada ensayo radiante de felicidad a Diego le sacaba de quicio. Fue a partir de entonces cuando se empezó a torcer nuestra relación matrimonial.
Diego no podía soportar verme reír y pasármelo bien en compañía de otros chicos. Abrió la puerta de los celos arrojando contra mí todo lo malo que llevaba dentro. Jamás me hubiera imaginado de él que, con la atención, amabilidad y las manifestaciones de amor a las que me tenía acostumbrada, descargara sobre mí tanta ira. Yo, por supuesto, seguí yendo a los ensayos. Pero Diego no cejaba de insultarme y llamarme de todo, afirmando que lo que quería en realidad era acostarme con mis compañeros de teatro. Pensé que podía ser algo pasajero lo de Diego y que una vez que representáramos la obra teatral se le pasaría su enfado. Fue todo lo contrario. Al verme salir a escena con un camisón donde se transparentaba todo, que es como íbamos todas las chicas que participábamos en la obra, se puso como una fiera. En casa me montó una de órdago. No iba a consentir, me dijo, que nadie le tomara como a un cornudo. Y empuñando un cuchillo de cocina me amenazó con cortarme el cuello si era necesario y luego hacérselo a mis amantes. Le vi tan exaltado y dispuesto a llevar a cabo su amenaza que comprendí la verdadera naturaleza de Diego. Su atención y amabilidad hacia mí en otros tiempos era porque yo le pertenecía, era de su propiedad. Cuando vio, en su paranoia, que esa propiedad la tenía que compartir con otros, su hombría, que se sustentaba en la demostración de que él era el único, el deseado y el elegido por mí, quedaba cuestionada. Decidí dejar el grupo teatral por precaución, para que el perturbado de Diego no hiciera daño a nadie. Pero desde ese día seguí las recomendaciones de Lisístrata, no permitirle que me tocara nunca más. El que se fuera a dormir a otra habitación no es como te lo contó su hermano Paco, lo decidí yo porque nuestra relación estaba rota por su comportamiento machista. En realidad quien estaba asustada era yo que recibía sus amenazas y golpes.
Vi a Marcela que se atragantaba con esto último que dijo, y comprendí que era mejor dejar el resto de la historia para otro día. Si actualmente la violencia machista no se ha erradicado después de tantos años de democracia, provocando malos tratos y crímenes a ciento de mujeres, hay que imaginarse lo que pudo pasar Marcela cuando el patriarcado eran las señas de identidad de la sociedad española, con un poder omnímodo de la iglesia imponiendo sus costumbres morales y tan reaccionaria como siempre con las mujeres, A muy pocos les extrañaba oír justificar al maltratador con palabras de este calibre: “Algo malo habrá hecho para que el marido se comporte así”. Decidí abrazarla para transmitirle mi solidaridad y calmar sus sollozos. En el tiempo que duró mi abrazo pensé: Qué animal más peligroso somos en muchas ocasiones los hombres. Esa noche nos acostamos temprano.
A la mañana siguiente la vi muy animada y con ganas de enseñarme algunos secretos de las plantas que cuidaba. Cuando terminamos nuestro desayuno enlazó su mano a la mía y nos dirigimos al huerto.
—La planta de la borraja es una hortaliza, y tiene propiedades nutritivas y medicinales. No te la he querido poner en las comidas sin preguntarte primero si quieres probarla.
—Claro que me gustaría. ¿Las flores se comen también?
—Desde luego. Y tienen un sabor parecido al pepino, listas para la ensalada. Fíjate en esta planta en la que parte de ella está en sombra. Te darás cuenta ahora mismo lo inteligentes que son. El tallo irá inclinándose hasta que sus hojas atrapen el sol con la intención de procesar su alimento. ¿Si te dijera que las plantas tienen sentido de la vista te lo creerías?
—Bueno, no sabría que decirte. No soy experto en plantas. Pero sí que me gustaría, ya que lo planteas, que me digas, si fuese así, en qué parte de la planta están ubicados los ojos.
—Me imaginaba que ibas a salir con esas. Olvídate de tomar como modelo a los animales para intentar comprender los sentidos de las plantas. Las plantas carecen de ojos tal como nos los imaginamos en la cabeza de cualquier animal. Ellas perciben los objetos con la acción de la luz y ese sentido lo tienen muy desarrollado porque es vital para su existencia. Son capaces de distinguir la luz de la sombra; incluso reconocer la calidad de esa luz. Los fotorreceptores los tienen repartidos por todo su organismo para protegerse de cualquier agresión a una zona determinada de la planta, lo que les ocasionaría una tragedia si sólo los tuvieran en la parte donde ha sido dañada. Las plantas hablan con el color de sus flores y el olor que desprenden. Y también duermen e hibernan. Pero si hay algo en lo que estoy interesada es que conozcas su sentido del tacto…
No dudé que lo que me iba contando tenía que ver con todo el proceso que llevó a su marido a ese final. Marcela quería que tuviera claro cómo eran las plantas en realidad para justificar su comportamiento. Pero lo que no encajaba en todo este asunto era la participación de las abejas en ese desenlace. Tenía ciertas sospechas, sí, de que flores y abejas se unieron para defender a Marcela contra la violencia machista de Diego, pero no lograba entender el mecanismo que utilizaron para ello. Pero no interrumpí su relato.
…Las plantas están preparadas para extraer información cuando tocan algo externamente. Se sirven para ello de unos pequeños órganos llamados canales mecanosensibles repartidos por toda la planta, especialmente en las células epidérmicas que es la parte que se encuentra en contacto directo con el exterior. Cuando las plantas entran en contacto con algo externo los canales mecanosensibles, que son los receptores, estos se activan, produciendo en ellas la respuesta adecuada. De este modo consiguieron saber el peligro que corría si seguía viviendo con Diego, expuesta a ser agredida por él con el resultado de muerte. Él solía, con tal de hacerme daño, orinar, siempre que tenía ganas, en mis plantas. Y, por eso, las borrajas también estaban hartas de esa agresión hacia ellas. ¿Sabes cómo iba vestido mi marido el día de su percance? Como en la foto que te enseñé.
Debo reconocer que esa mañana quedé exhausto con todo lo que me iba descubriendo. Me habló también de la capacidad sensorial que tienen las plantas. De que disponen de muchos más sentidos que los humanos. Sobre las raíces le llevó más de una hora en explicarme su funcionamiento por ser el cerebro de las plantas. De verdad que fue agotadora la mañana, y me alegré que advirtiera que era hora de comer.
Pasaban los días y como el desenlace de la historia no llegaba me dediqué a ayudar a las borrajas eliminando las malas yerbas del jardín que competían por el alimento, y, al mismo tiempo, tratar de familiarizarme con ellas como me indicaba Marcela. Las acariciaba, y ellas respondían a esas caricias con un leve acercamiento hacía mí. Me transmitían su agradecimiento con un leve roce sin que yo percibiera ninguna aspereza de su epidermis. Las abejas que eran forofas de las borrajas se las veía cargadas de polen saltando de flor en flor y de vez en cuando zumbando alrededor de nosotros que éramos los que les cuidábamos su manjar. Todo se desarrollaba con normalidad hasta que un día mi madre se comunicó conmigo por teléfono para decirme que una pareja de paisano de la Guardia Civil se había presentado en su casa, con la intención de obtener mi localización. Me aconsejó que no me acercara a Alcalá de Henares para que no me volviera a pasar lo de la primera vez, cuando fui detenido y encarcelado. Que intentara salir de España hasta que se calmara la situación. Ya habíamos hablado de esto en varias ocasiones. Me aconsejó que me fuese a Suiza que era donde vivía un hermano mío. Él tuvo que emigrar a mediados de los sesenta con su mujer y sus dos hijas para salir de la miseria. Con mucha pena se lo conté a Marcela. No veía otra solución que la de exiliarme porque el hostigamiento no iba a parar, y el hecho de haber estado preso por un régimen que no se desmanteló a la muerte de franco me condenaba a estar fichado de por vida. Esa noche nos amamos de tal manera que tuvimos la sensación de que en nuestro cerebro se formaban nuevas conexiones neuronales con la intención de proporcionarnos un placer difícil de describir. Al final nos cogimos de la mano para transmitirnos nuestra percepción sensorial como hacíamos con las plantas. Mirábamos los dos hacia arriba observando que nuestros cuerpos vencían a la gravedad, elevándose hacia un firmamento imaginario, y en ese viaje virtual nos contamos nuestros secretos.