Una noche de jazz de 1926

Una noche de jazz de 1926

Hubo un tiempo en el que la música se movía con la vida. Hoy todo ha cambiado: ahora los dueños del negocio te traen y te llevan como si fuéramos mercancía. Me llamo James Wesley Miley, Bubber Miley para todos, y yo estuve en la primera gran movida del jazz neoyorquino, allá por los años 20. Soy trompetista y, sí, puedo decir sin caer en la vanidad que fui uno de los grandes protagonistas de la escena cultural del Nueva York de principios del siglo pasado.

Nací en Carolina del Sur en 1903, aunque crecí en la Gran Manzana. Esta ciudad siempre ha sido la capital de algo, porque es la capital de las capitales. También en los maravillosos años 20, una década en la que en cuanto a jazz se refiere sólo Chicago le discutió liderazgo. Tras el cierre de Storyville en Nueva Orleáns, el barrio de las putas y los jazzistas, muchos músicos se desplazaron a estas dos grandes urbes; la imposición de la Ley Seca y la clausura de los principales garitos por culpa de la I Guerra Mundial, hicieron de Nueva Orleáns un lugar triste, sin alma.

Sea como fuere, la movida jazzística de Nueva York tuvo mucho más atractivo e interés para los músicos, ya que, a mí, Chicago siempre me pareció más una ciudad de blues. Sólo tenías que ver quienes estaban al frente de la escena neoyorquina, tres pianistas sobre los que giraba toda esa mierda que llamamos jazz: Fletcher Henderson, Willie ‘The Lion’ Smith y James P. Johnson.

A Henderson se le solía ver en el Roseland de la Séptima Avenida, apadrinando saxofonistas que luego marcaron el futuro de esta música, caso de Coleman Hawkins o Don Redman. ¡Aquello sí era buena mierda, hermano! Yo por aquel entones sólo me movía por Harlem, el ‘París negro’, el segundo Storyville, el barrio jazzístico por excelencia. Y apenas bajaba más allá de Central Park. No obstante recuerdo que en 1924 no pude menos que acercarme al Roseland, ya que se anunció el que acabó siendo uno de los conciertos de la década: Fletcher Henderson junto a Louis Armstrong, ahí es nada. Ningún trompetista llegó tarde a la cita.

Hubo gran otra ocasión en la que fui más abajo de la calle 110, dirección sur. Tres años más tarde el Carnegie Hall programó a uno de los padres del jazz neoyorquino, James P. Johnson, y allí nos vimos todos; aquella noche Harlem se quedó vacía y, me atrevería a decir, que algo muda. El recital suponía todo un reconocimiento de la clase bien a esa música que hacían los negros un poquito más arriba, un templo reservado para pseudo jazzistas como Paul Whiteman, al que siempre consideré un tramposo de nuestro oficio, un ladrón de gestos de jazz.

Esto del racismo nunca lo entendí y, oye, no iba por barrios, porque en pleno Harlem no había club de jazz más racista que el Connie’s Inn. ¡En pleno Harlem, donde vivían más negros que en todas la grandes ciudades de África juntas! Aun así, Harlem fue el sitio donde siempre quise vivir y morir. Se cuenta que a principios del XIX allí sólo residían 91 familias y un siglo después, ¡200.000! La vida no dormía en Harlem, desde que amanecía hasta que anochecía. Y no sólo en sus clubes, ya que muchos músicos organizaban fiestas en las casas para pagarse el alquiler; ‘rent house parties’, les decíamos.

Además de Fletcher Henderson y James P. Johnson el otro gran dueño y señor del jazz en Harlem fue Willie ‘The Lion Smith’, al que se le solía ver tocando en el Leroy’s o el Capital Palace. En uno de los dos clubes, creo que en el Leroy’s, un buen día se presentó un pupilo de James P. Johnson, gordo como él sólo y con el traje lleno de machas. “¿Qué tal si subo y toco, Lion?”, dijo. Y Willie, sorprendido y malhumorado, respondió: “Tío yo a ti no te conozco, ¡qué alguien le planche los pantalones a este tipo, por Dios!”. Aquel tipo era Fats Waller, quien al final se salió con la suya y acabó tocando y convenciendo al mismísimo Lion; desde entonces a éste, James P. Johnson y Fats Waller les empezamos a llamar The Big Three: los tres grandes.

Los jazzistas de Harlem sentíamos que teníamos un status especial. La gente nos admiraba, éramos su orgullo, vivíamos razonablemente bien, íbamos impecablemente trajeados, teníamos éxito con las mujeres y habitualmente nos invitaban a todo. El Barron’s fue el club más distinguido para los jazzistas negros, un lugar entre cuyas paredes nos sentíamos como auténticas celebridades. No obstante, y hoy todo el mundo lo sabe, gracias a la película de Coppola, el club de jazz por excelencia de Harlem y Nueva York fue el Cotton Club.

Fundado en 1920 en plena Ley Seca por el boxeador Jack Johnson, el mafioso Owney Madden quien le puso el nombre definitivo. El contrabandista lo compró en 1923 mientras daba con sus huesos en la cárcel de Sing Sing. El tipo sólo sabía de negocio y ¡vaya si lo sabía! Pronto se convirtió en el local de moda, el sitio donde todo el que era importante en la ciudad o lo quería ser tenía que pasar obligatoriamente por allí. Los jazzistas negros fueron quienes alimentaron la movida musical del local, con sus mezclas de blues y los ritmos del cakewalk, el foxtrot y el ragtime.

Paradójicamente, a los afroamericanos sólo se les podía ver entre bambalinas o encima del escenario, otro síntoma racista que nunca soporté. Aún así, al Cotton Club le debo todo y a Duke Ellington, mi jefe, uno de los reyes del local, aún más. ¡Fueron días inolvidables! Todos querían hacerse fotos con nosotros, principalmente las mujeres, y sobre la tarima tocábamos una música que nos hacía sentir en la gloria; en el cielo.

Ellington era de familia bien y siempre estuvo a otras cosas, es decir, a elevar la música, a hacer historia en el jazz. Yo aporté mi granito de arena al emplear la sordina en mi trompeta e inventar un estilo que marcó el sonido de la que sin duda fue una de las mejores orquestas de la época, el ‘style jungle’, que no era más que una traducción jazzística (y algo exótica, puedo confesar ahora) de los sonidos africanos.

Fueron noches musicales fijadas para la posteridad, porque, como decía, vivíamos para el jazz, un género que hoy es banda sonora de mi país, Estados Unidos, y el mundo entero. Noches en las que tendría que hablar de mí, cosa que no me gusta y por eso aquí lo dejo, orgulloso de haber sido un humilde testigo y protagonista de la primera gran movida neoyorquina.

Infografìa del Jazz en Nueva York

Pablo Sanz es crítico de jazz del diario EL MUNDO. Este relato está inspirado en el libro ‘Jazz. Nueva York en los locos años veinte’ (Editorial Taschen, precio 40 euros), diseñado, ilustrado y editado por Robert Nippoldt y escrito por Hans-Jürgen Schaal. La publicación rinde homenaje al jazz neoyorquino de los años 20 a través de una mezcla de ilustraciones, datos y anécdotas que tejen el retrato de 24 de los jazzistas más destacados de la Gran Manzana. El libro incluye un CD con las músicos y los músicos de la época.

Publicado en el Diario el Mundo

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