Valores, subjetividad y carácter objetivo de la explotación
Antoni Puig Solé*. LQSomos. Septiembre 2015
Últimamente se ha puesto de moda hablar de valores. Antes, era una obsesión de la derecha, de la iglesia católica y del ejército. Pero ahora encontramos en la izquierda a muchas personas empeñadas en construir un ideario político en torno a un listado de normas de buena conducta que llaman valores.
El problema en este tipo de propuestas, es que los valores se sitúan en el terreno de lo individual y más en concreto, en la subjetividad. A mí, en cambio, me interesa el análisis concreto de la sociedad donde los individuos debemos vivir. Sólo a partir de esta materialidad se puede entender la conducta de la gente y su grado de conciencia social.
Por ejemplo, yo estoy en contra del sistema capitalista, que es precisamente el sistema social dominante actualmente. Pero no fundamento la crítica en una cuestión de valores. Critico el sistema por que explota a los trabajadores.
Explotación es una palabra dura. Implica una crítica moral del capitalismo, no por lo que podemos encontrar dentro de la cabeza de tal o cual capitalista, sino por lo qué es este sistema. Esta crítica, pues, no se basa en elementos subjetivo sino en un análisis científico de la realidad.
Conceptos como clase obrera, clase capitalista o explotación, son conceptos objetivos. También lo son nación o solidaridad, ya que la solidaridad no es una cuestión de valores como dicen algunos, sino una conducta observable y que hasta cierto punto puede valorarse (medirse). Todos estos conceptos, tienen como propósito explicar fenómenos sociales.
Cuando se habla del carácter explotador del sistema capitalista, en ningún caso se pretende aplicar este concepto a la personalidad o carácter moral de los individuos que ocupan el lugar de capitalistas dentro de la pirámide social. No estamos analizando su jerarquía de valores.
Los capitalistas se ven obligados, por necesidad, a explotar a los trabajadores. Lo hacen con el fin de obtener un beneficio. No tienen otra opción. Ahora bien, ¿son ellos los únicos culpables o debemos culpar al sistema?
A menudo, la crítica a la explotación capitalista, se hace a través de la observación de la explotación individual. Condenamos la explotación de trabajo infantil por parte de determinadas marcas y todos estamos interesados, y yo el primero, en identificarlas con nombres y apellidos. Criticamos a tal o cual empresa que no respeta el convenio colectivo o tiene a sus trabajadores en una situación de precariedad extrema. Denunciamos los engaños y robos de la banca. Pero estas condenas individuales deben ser vistas como parte de una crítica del capitalismo en general.
Hay muchos capitalistas que pueden realizar diversas actividades laborales a lo largo de una jornada, pueden ir a misa o pueden llevar una “mala vida”. Pero lo que determina su conducta no es el tipo de trabajo que realizan ni sus oraciones o sus pecados, sino su relación con los medios de producción y con los trabajadores. Los capitalistas deben decidir qué producen y cuánto producen, cuántos trabajadores necesitan y cuánto les interesa pagar a cada uno de ellos, cuánto y cómo deben reinvertir en la producción, etc. Estas decisiones se basan en sus propios intereses como capitalistas y tienen consecuencias sociales significativas.
Ahora les contaré una anécdota personal: tengo un amigo que es dueño de una librería. No es muy rico. Como otra gente de su barrio está pagando una hipoteca. Tiene a su cargo tres trabajadoras y yo diría que están a gusto en la librería. Entre ellos parece que hay buen rollo.
Pero si mi amigo algún día sanciona o despide una de sus trabajadoras, será él personalmente quien tendrá que dar la cara. Incluso puede darse el caso de que injustamente alguien tilde a mi amigo de capitalista, o incluso de explotador, cuando de hecho él siempre ha sido un hombre de extrema izquierda.
En cambio, las grandes marcas y las empresas multinacionales, por lo general tienen un carácter impersonal mientras que sus ganancias corporativas son enormes en comparación a la masa salarial y pese a ello, despiden de manera masiva y agreden la naturaleza para aumentar sus ganancias. Por ello, en este caso tiene mucho sentido intuitivo decir que estos capitalistas se benefician de la explotación de sus trabajadores.
Esto no es tan obvio con los pequeños empresarios. La diferencia en este caso tampoco se deriva de una cuestión de valores. El concepto pequeña burguesía también es un concepto objetivo, ya que permite colocar a un grupo de empresarios en un lugar separado para diferenciarlos de los grandes capitalistas y los trabajadores.
Cada pequeño burgués gestiona una empresa minúscula y contrata a un número reducido de trabajadores. Estos pequeños empresarios en la mayoría de los casos se ven obligados a trabajar a las órdenes de una gran empresa capitalista con la que no les queda más remedio que llegar a acuerdos desde una posición subordinada.
Trabajar para un pequeño capitalista a veces puede ser muy duro, ya que el margen de beneficio de este empresario es bajo y el número de trabajadores que explota reducido. Afortunadamente no siempre es así. Hay pequeñas empresas donde los trabajadores están bien pagados y donde se respetan escrupulosamente los derechos laborales. Pero tanto en un caso como en otro, la competencia las obliga a perseguir beneficios cada vez mayores. No tienen más remedio que competir y competir.
La gente suele asociar la palabra competencia con una virtud, como si se tratara de una cuestión de valores, pero la competencia es una conducta empresarial que desgraciadamente conduce a la centralización del capital mientras deja a mucha gente en la cuneta. Para comprobarlo basta con observar lo que ahora pasa en el sector financiero: hace unos años la competencia llevó a la mayoría de las entidades a abrir una oficina en cada esquina, ahora, esta misma competencia las obliga a cerrar puertas y a reorganizarse bajo la música que tocan los grandes grupos financieros.
Para juzgar en toda su magnitud el carácter explotador del sistema capitalista debemos saltar las fronteras nacionales. La globalización, por ejemplo, es un fenómeno que han aprovechado las grandes empresas para desplazar sus factorías y explotar los trabajadores del Tercer Mundo.
En algunos casos, esto ha sido aprovechado por los gobiernos de estos países para desarrollar infraestructuras, aumentar el gasto social y mejorar de alguna manera la vida de los trabajadores. Pero incluso en estos casos, las grandes empresas se esfuerzan para evadir impuestos y presionan a los gobiernos para que empeoren la legislación laboral. No creo que la mejor manera de analizar todo esto sea a través de un análisis de valores como se hace desde los países ricos que se acusa a los países de la periferia de no respetar “los valores democráticos del occidente civilizado”.
Pero a pesar de los avances obtenidos en los países emergentes, unos avances que, por cierto, también son el origen de fuertes contradicciones entre países capitalistas, es un error suponer que bajo el capitalismo un día el mundo entero podrá vivir de la misma manera que han vivido durante años los países ricos. El capital desarrolla el espacio geográfico de manera desigual a medida que se va extendiendo por todo el mundo. Se crean bolsas de riqueza y bolsas de pobreza, como es fácil observar. Esto no es una cuestión de valores como antiguamente creían algunos misioneros bien aventurados. Es una cuestión social, como de manera inteligente ha entendido la teología de la liberación.
Desgraciadamente, también hay muchos lugares en el centro capitalista que se parecen en el Tercer Mundo. Esta realidad se puede afrontar de dos maneras radicalmente diferentes. La primera es apelar de nuevo a los valores, haciendo llamadas a la caridad y orquestando campañas mediáticas para recaudar fondos. La segunda es luchando colectivamente para evitar los recortes sociales y mejorar las políticas públicas.
En nuestro mundo no hay una lucha de valores. Hay una lucha de clases. Esto es difícil de aceptar por el hecho de que el capitalismo es un sistema que está muy arraigado. Por ello, elaborar una política transformadora es una cuestión difícil. Ante esta dificultad, algunos prefieren marear la perdiz sermoneandonos con la retórica de los valores.