Victorias
Te levantaste, desayunaste apenas –va a ser un viernes atareado- y saliste de tu casa, de tu refugio, tu ranchito cerca del arroyo. No ibas para el lado del agua, esta vez. Urgentes, impostergables asuntos te demandaban en la Capital.
No habías hecho unos metros cuando te abarajó el vendedor de la casa -una pared de ladrillos y el resto de adobe, sin luz eléctrica, a diez cuadras de la estación y otras tantas del arroyo; a nombre de otro, incluso: pero tu casa, tu primera casa propia- para, con solicitud poco oportuna, entregarte la escritura que te debía. Sin darle mayor importancia, la guardaste junto al resto de los papeles que llevabas, apenas separada de esos escritos que con tanto cuidado habías terminado de elaborar hacía poco y que, por fin, te habían dado luz verde para repartir. Cada copia iba en un sobre aparte, así que no había chance de confusión.
Caminaste las cuadras largas donde no se distinguía calle de vereda –como en todo el barrio-, donde el pasto crecía de prepo y sin orden ninguno, hasta llegar a la estación. Esperaste siete minutos y llegó el tren.
Diez minutos más tarde, ya estaban en el Empalme. Fueron pasando las estaciones que te acercaban a tu destino.
Glew, Temperley, Banfield.
Pensaste, tal vez, que con ciudades de esos nombres bien podrías creer que estabas en otro país. Un país en el que podrías haber estado, de no tener esos nombres estas ciudades, por ejemplo. Pero que si no tuvieran esos nombres, no hubiera habido necesidad, sino placer, curiosidad.
Pensaste, otra vez tal vez, que de no tener esos nombres, tu hija mayor sería sólo Victoria. Y que lo seguiría siendo. Que tu amigo, tu hermano, tu camarada y tu compañero Paco sería solamente un poeta. Un poeta atorrante, mujeriego, jodón, pero sólo un poeta. Y si esas cosas fueran distintas –tal vez-, también podrías encontrarte con cualquiera de ellos hoy mismo. O con los dos.
Tal vez pensaste, también, en el nombre absurdo de la estación en la que bajaste. En lo anacrónico e inoportuno de semejante nombre.
Hiciste unos llamados, besaste a tu mujer y arrancaste caminando hacia San Juan, donde empezaste a mandar la correspondencia. Vos esperabas que las cartas surtieran efecto, que el gobierno cayera, que sus actos fueran repudiados, que quienes te esperaban en Entre Ríos te ayudaran a todo eso. Lo que ya no podrían, tal vez pensaste, tal vez equivocado, es lograr que te encontraras con tu amigo Paco, con tu hija Victoria.
Tal vez de un modo intrincado, sangriento, torpe, asesino y largo –muy largo- todos tus deseos se cumplieron.
Y Victoria, toda la Victoria, seguirá siendo tu hija mayor.
Era un día como hoy, hace exactamente 36 años.