Votar o no votar
Cuando llega el momento en que el Sistema me llama para que vote, en esta democracia de papel meado, nunca consigo evitar la sensación de que los gobernantes y, lo que viene a ser lo mismo, quienes aspiran a serlo, pretenden descargar sobre nosotros, votantes, el peso de sus inmundicias. Votar significa borrón y cuenta nueva. Otros cuatro años de bula. La política institucional ha derivado en un lamentable, un umbrío bosque, receloso, inanimado y fétido.
Esa constatación empírica tiende a paralizar la mano que ejerce mi voto. La tentación de ese imán abstencionista es fuerte. No participar como cómplice en la cínica ceremonia del más de lo mismo y sin enmienda. Es un reflejo personal de repudio hacia el feudalismo disfrazado con las formas de la democracia.
Sin embargo, siempre queda colgando la duda de si la abstención no favorecerá a los competidores en liza por el gran triunfo estadístico. En definitiva, todos somos el dubitativo príncipe Macbeth del ser o no ser; la realidad nos recuerda con Shakespeare que algo o todo huele podrido en Dinamarca. Y, por definición, en cualquier reino.
Pero, en caso de acudir finalmente a la cita con las urnas, no me conviene olvidar que el bipartidismo es algo muerto y culpable, Un maloliente cadáver imposible de resucitar. Una entelequia.