Y se dibujó la voz de Venezuela: llegó Chávez
Era verano. Vino Cuba a ocupar los instantes de una de esas noches que compartíamos, sentados frente a un horizonte de montañas, empeñados en buscar, con nuestra mirada ávida, razones para no dejar de creer, para no olvidar, para no abandonar el camino que nos lleva a ser parte del nosotros plural en el que todavía creemos. Llegó Cuba en la voz de Joan o, mejor dicho, llego prendida de su emoción, de esa esperanza que siempre me ha contagiado. La isla se dibujaba, a trocitos pequeños, pero vivos, con cada una de sus frases. Joan la recordaba, viviendo de nuevo las ocasiones en las que había andado sobre la tierra en la que no se cree en la mentira, en la que se da el derecho a vivir al otro, en la que el espíritu del orgullo de no ceder ante la soledad y el aislamiento impregna los paisajes con serenidad y con ecos de una revolución que no fallece. Me hablaba de los niños que no pasan hambre ni son explotados, como en la Europa altiva y opresora, de la libertad de no tener que someterse al yugo aberrante del consumismo enfermizo, aniquilador de la individualidad y la dignidad esencial de la persona. Decía Cuba y su boca se llenaba con la fuerza de la idea que hace crecer, bien distinta de la demagogia que escupen los falsarios que nos rodean en esa Europa que no es la madre patria de América Latina sino la madrastra ambiciosa y destructiva. Y llegaron las siluetas, en el aire de la voz, del Che y de Fidel, del poeta Martí y el sonoro nombre de Venezuela.
De nuevo, con la pasión de quien conoce a través de su mirada, y no por los ojos sesgados de otros, trazó la silueta despierta de un país que, como él observo durante sus viajes a aquel lugar, se levantaba ante la injusticia y se abrazaba a la esperanza de un hombre: el comandante Chávez.
Era la primera vez que Venezuela, para mí, tomaba forma propia, alejándose de los epítetos que desde Europa se le atribuían, sin duda seleccionados desde el temor a un ejemplo insultante, desde la evidencia de que resultaba peligrosa su existencia, alzándose de la miseria que esta Europa, falsa e hipócrita, inoculada para siempre con el letal virus de las actitudes más aniquiladoras del imperialismo, estaba empeñada, junto los ambiciosos Estados Unidos, en mantener allí.
Joan me habló de paisajes de contrastes, que habían ido cambiando desde que Chávez se rebeló a una realidad en la que su pueblo era expoliado, saqueados sus recursos, explotados los más pobres y negados los derechos más elementales tras años durísimos, míseros y sangrientos, en los que Venezuela se bañó con la sangre de los asesinados bajo el consentimiento del dictador Carlos Andrés Pérez. Las laderas de las montañas se habían ido cubriendo con hogares humildes que habían conseguido, lentamente, derruir las chabolas que los ricos del país permitían a los pobres, a los distintos a ellos. La mortalidad infantil se había reducido, en 20 años de 25 por 1.000 en 1990 al 13 por 1.000 en 2010. Me emocionó escucharle explicar que Chávez había llevado a los más pobres el acceso a un derecho innegociable, el agua, y había conseguido que el 96% de la población disfrutase de algo que nosotros, habitantes de una Europa que creíamos indestructible y eternamente rica, ni siquiera hemos pensado una vez que nos faltase: el agua limpia, una de las metas de la revolución y los anhelos del comandante Chávez.
La noche caía. Era la misma noche que en el otro lado del mundo, para muchos venezolanos, los más pobres, ya no era un túnel negro vivido en las aceras de piedras de una calle, sin techo y sin atención médica. Y a la vez que la noche, se construía en mí el deseo de ahondar en esa realidad que por boca de otro tomaba vida en mi pensamiento.
Muchas noches después, esta mañana, escuchaba las mil formas que han tomado la hipocresía y la falsedad de quienes se empeñan en cubrir la pequeña verdad de quienes sí conocen Venezuela con embustes e intencionadas opiniones. Es el mundo al revés, este mundo de supuestos países ricos, un primer mundo, que ya no lo es, mirando por encima del hombre al segundo mundo de sus antiguas colonias, de sus antiguos súbditos, una neurosis de la que jamás se han repuesto. Es el mundo que llama dictador a un revolucionario que decía y vivía su ideología a través de la acción, no de las peroratas desde asientos tapizados, a través de una intención avalada por su victoria, el sí de quienes habían descubierto que con él aún era posible la esperanza, reiterada y mayoritaria. Es el mundo del corrupto que abandera una mayoría absoluta para franquear todas las puertas y enriquecerse especulando, pero no quiere reconocer la victoria del pueblo a través de las elecciones ganadas, una tras otra, por el comandante a quien llaman, hoy más que nunca, populista.
Es el mundo al contrario, un mundo que coincide y demoniza a Chávez, lo lleva haciendo año tras año, y le tilda de dictador enarbolando un concepto de democracia que es un cadáver ideológico, basura sin principios, un espejismo donde no es cierta la igualdad, donde los derechos nos son robados, después de haber sido logrados con la lucha de quienes nos antecedieron. Le llaman dictador porque no jugó al falso juego, en el que Europa tiene gran maestría, de constituir una democracia por el hecho simple e irónico de permitir el juego de partidos. Es el mismo mundo al revés que incluso hoy, cuando el comandante inicia el único período en el que no ha permanecido erguido, orgulloso y luchador, se empeña en sembrar el mal, el veneno agitador interesado, gritando en cada esquina que dejó dicho algo que va contra su constitución, su sucesión en Maduro. Son los que, precisamente, se saltan la mentira de una constitución de figurantes, recortando el derecho al cuidado médico; consintiendo, impasibles, los desahucios que contradicen el supuesto derecho constitucional a tener acceso a una vivienda digna.
Le llaman populista y lo es. Lo fue y, aunque se empeñen, lo va a seguir siendo de un modo a otro, porque era y es el pueblo, populus, el conjunto de todos los ciudadanos. Le critican que regalaba radios y lavadoras, que arengaba cantando a la revolución, que prometía, y cumplía, como hoy han escrito, sus promesas. Le critican quienes no dan ni lavadoras, ni un puesto de trabajo, sino que nos roban, nos endeudan, evaden el fruto de su robo y nos dejan sin posibilidad siquiera de un futuro.
Le llamaron el tele-evangelista. Lo hicieron hasta hoy aquellos a quienes les cuesta mirarse el ombligo y ver a un monarca predicando mentiras en una televisión que oculta las ilegalidades de cortesanos y cortesanas de su palacio. Criticaron que gobernó y lideró un país como un fantasma, sin estar a pie de cargo. Lo hicieron, hasta hoy, quienes fingen no saber que hay monarcas que están al frente de la nada, durante años, sin estar, sin ser, sin representar, sin ver en su corona más que un salvoconducto a prebendas y logros de dudosa categoría.
Criticaron a Chávez, al líder de un sueño por los mínimos derechos, en el que hizo creer a los desarraigados, al pueblo, cuando en realidad era temor ante él, amigo de la revolución, de la intención de unir a esa América que a través de los siglos otros continentes ricos han sumido, mientras participaban en el robo de sus recursos, en la más injusta miseria.
Me quedó con la imagen de una Venezuela revolucionaria que enamora a muchos, como Joan, que no son fanáticos de un espejismo sino mentes críticas que aspiran a que el mundo no sea una balanza rota. Me quedo con las palabras de Chávez, que intuyo son las palabras que hoy quieren decir millones de venezolanos que sienten que les han arrancado una gran parte de su fuerza:
“Porque así son las revoluciones. Las revoluciones no se planifican, ellas tienen su propia ley histórica. Las revoluciones nacen como los volcanes porque se van madurando las condiciones de la historia hasta que revienta la revolución y son los hombres los que la toman o no la toman. Somos los hombres los que la interpretamos o no la interpretamos. Somos los hombres los que nos vamos nadando con la corriente de la revolución o los que ingenuamente pretendemos detener una revolución cuando se desata su propia fuerza histórica” Hugo Chávez en discurso en Capacho, estado Táchira, 23 de mayo de 1999.
* La mosca roja