75 años de exilio. (A Antonio Machado, in memoriam)
“Hoy es siempre todavía”
Llevo 75 años en el exilio. En Colliure, un pequeño pueblo de Francia, decidió el destino que yaciera, pero solo encontraréis aquí mi cuerpo “de pura sombra lleno”. Mi triste corazón que no pudo con la derrota republicana se encuentra aferrado al pueblo de España, “porque en España lo mejor es el pueblo” y porque mi compromiso con ese pueblo fue inalterable hasta que se lo llevó la muerte.
Crucé la frontera el 27 de enero de 1939, deshecho, junto al pueblo, junto a miles de vencidos. Duele el recuerdo que a veces intento solapar con otros momentos de mi vida: la infancia en Sevilla; la docencia en Soria (“Si la felicidad es algo posible y real —lo que a veces pienso— yo la identifico mentalmente con los años de mi vida en Soria y con el amor de mi mujer”); Baeza; Segovia (“¡Aquellas horas. Dios mío, tejidas todas ellas con el más puro lino de la esperanza, cuando unos pocos viejos izamos la bandera tricolor en el Ayuntamiento de Segovia”) y Madrid, ciudad a la que llegue a mediados del curso 1931-32, poco después de proclamarse la República y donde impartí clases en el Instituto de Segunda Enseñanza Calderón de la Barca. En Madrid conocí a Guiomar, (“Te quiero para olvidarte”, para quererte te olvido”). Aún siguen resonando en mí los cañones del Cuartel de la Montaña aquella mañana del 18 de julio de 1936. (“¡Madrid, Madrid! ¡qué bien tu nombre suena rompeolas de todas las Españas”). De Madrid admiré “toda la castiza grandeza de su pueblo”, pero un día de noviembre de 1936, una mañana bombardeada de otoño, León Felipe y Rafael Alberti vinieron a visitarme para convencerme de que debía abandonar la “capital de la gloria”. A la Alianza de Intelectuales se le había encomendado la tarea de organizar la evacuación a Valencia de los intelectuales y científicos que permanecían en Madrid. No podía creer que había llegado el momento de abandonar la capital. Me negué con decisión y tristeza al principio, pues consideraba que mi deber era quedarme. Mi hermano José decía que como mucho la guerra duraría ocho o diez años y después podríamos volver. “No, no volveremos”. Yo sabía que nunca más regresaría a Madrid, pero me bastó una segunda visita y contemplar a mi madre anciana para entender que no había otra respuesta posible que no fuera asentir.
La tarde del 25 noviembre nos llevaron en autobús a Valencia, capital de la República. Hicimos noche en Tarancón, un pueblo de Cuenca. Unas horas antes acudimos a un almuerzo que nos ofreció el Quinto Regimiento en su cuartel general, situado en un convento requisado a los salesianos en la calle de Francos Rodríguez. Mi salud ya no era buena, ni me estado de ánimo tampoco. A las cicatrices antiguas iba añadiendo otras nuevas y más amargas. Ya en Valencia, nos instalaron en la Casa de la Cultura, que se convirtió en el centro intelectual más importante del país y donde permanecimos pocos días. Alguien nos consiguió alojamiento en una casita soleada de Rocafort, “Villa Amparo”, a ocho kilómetros de la capital (“¡Cómo parece dormida la Guerra de mar a mar, mientras Valencia florida se bebe el Guadalaviar!”). Apenas salí de aquella casa. Intentaba escribir por las noches sobre la mesa camilla del comedor, el abrigo sobre los hombros, la compañía de una taza de café y un cigarrillo tras otro, mientras escuchaba el sordo zumbido de las bombas. En Julio de 1937 participé en el II Congreso Internacional de Escritores en Defensa de la Cultura, organizado por la Alianza de Intelectuales Antifascistas. Ese mismo año publiqué “La Guerra, verso y prosa” que ilustró mi hermano José y sobre todo recordé mucho a Leonor. Me encontraba viejo y enfermo, pasaba de los sesenta y mi cuerpo no me respondía. La artereoesclerosis y el asma crónicas me conducían a un estado constante de cansancio, la vida se me estaba marchando.
En abril de 1938 las tropas de Franco se aproximaban a Levante y una tarde recibí un telegrama donde se nos comunicaba que debíamos abandonar Rocafort y sin pérdida de tiempo había que viajar a Barcelona. A la mañana siguiente toda la familia (mi madre, mi hermano José, mi cuñada Matea, las tres hijas de ambos y yo) fuimos trasladados en autómovil. Nos instalaron en el moderno y lujoso Hotel Majestic del Paseo de Gracia donde permanecimos un mes en el que apenas salí nada más que para ir a la Casa de la Cultura. Después nos proporcionaron una casa sin calefacción a las faldas del Tibidabo, en la calle San Gervasio 21, llamada “Torre Castañer”. Se trataba de un palacete incautado al vizconde Güell. Me recluí en la fría y destartalada habitación de piso de madera desde cuya ventana solo veía un jardín descuidado. Lo mejor de cada semana era la tertulia de los domingos por la mañana con Navarro Tomás, Torner, y tantos otros. Recibía las visitas de los ratones que campaban a sus anchas. Enfermé de anginas y durante mi convalecencia vinieron unas jóvenes a verme y tal como estaba, enfermo, descuidado, sin afeitar, me hicieron una fotografía que es la que se recuerda como la última imagen de mi vida, pero no es así, existe otra del camino del exilio en la que aparece Corpus Barga y mi hermano José.
La supervivencia en la Barcelona de entonces era muy difícil, escaseaban los alimentos, al contrario que en Valencia. Los mexicanos enviaron unas cuantas toneladas de gusanos con fundas de garbanzo para ayudar a paliar el hambre. Cuando se cocía el garbanzo el gusano se resistía a salir de su morada. También escaseaba el tabaco. Por un paquete de “Porras” que solía costar dieciséis pesetas había que pagar seiscientas. Los bombardeos asolaban la zona del Puerto y sus aledaños. Intentaba llenar el tiempo leyendo a Juan Maragall, Mosen Cinto y Ausias March además de mis colaboraciones con Hora de España y La Vanguardia y recibí la triste noticia de la muerte de César Vallejo en París.
El 15 de enero de 1939 las tropas de Yagüe ocupan Tarragona. El Estado Mayor Central comunica al Gobierno la noche del 21 al 22 de enero que el Frente ya no existe y como consecuencia el Gobierno de la República ordena que todos los organismos oficiales abandonen Barcelona. La moral de derrota extiende su manto sobre la ciudad y se intuye lo más doloroso, a la vez que apremiante … Alejarse de España. (“Tengo la certeza de que el Extranjero significaría para mí la muerte”). La guerra se había perdido y yo que no quería abandonar aquel Madrid del “No pasarán”, tenía ahora que pensar en el exilio, en el adiós … ¿Hasta cuándo? (“Españolito que vienes al mundo, te guarde Dios. Una de las dos Españas ha de helarte el corazón”.) Mi corazón ya estaba helado desde hacía tiempo, cuando una mañana nos avisaron de que había que salir hacia la frontera. Mamá Ana estaba muy mal de salud y era muy anciana, pero había que intentar sobrevivir aunque fuera con el dolor del desastre nadando en el corazón. Yo que siempre tomé partido por el pueblo español (“En España no hay modo de ser persona bien nacida sin amar al pueblo”) ahora tenía que abandonarlo.
Al atardecer del 22 de enero de 1939 me vestí con mi mejor traje: azul marino, limpio y bien planchado. Metí en un maletín los documentos y papeles que para mi eran valiosos y me senté a fumar mientras esperaba el coche que nos iba a trasladar a Sanidad. El doctor Puig, director general de Sanidad fue el encargado de organizar nuestra salida. Sobre las once de la noche nos dirigimos a Gerona en un coche cerrado que parecía una ambulancia. Con nosotros viajaban Moreno Villa, el doctor Sacristán y varios científicos a los que no conocía, así como sus familias. De esta forma comenzamos un peregrinar por caminos y carreteras secundarias abarrotadas de los que como nosotros huían de la barbarie franquista en un río doloroso, lento e incesante. Era la procesión de los exiliados. El viaje se hizo interminable hasta que llegamos por la mañana a Cerviá de Ter, a diez kilómetros de Gerona. Nadie había conseguido dormir en toda la noche y no habíamos tomado un solo bocado. Nos alojaron en casa de un campesino donde pasamos la noche y a la mañana siguiente tuvimos que recorrer un largo camino campo a través para llegar a la ambulancia. (“Caminante no hay camino …”) Cuando llegamos a ella ya estaban todos los asientos ocupados y no había forma de subir el baúl con la ropa de los cuatro miembros de la familia Machado, (las niñas ya se encontraban en la Unión Soviética), así que para no dejarlo tirado por ahí se lo regalamos a un carretero.
Al anochecer paramos en una Masía cerca de Viladesens y allí pasamos la noche, sentados en sillas, sin poder dormir y con la angustia escapándose por la garganta. Fué mi última noche en España. Por la mañana partimos hacia la frontera. Llegamos al atardecer envueltos en una densa lluvia que hacía que a los enormes soldados negros (guardias senegaleses) que estaban quietos con su fusil en el puesto fronterizo les brillara la cara. Pocos metros antes de la frontera de Port Bou la comitiva se detuvo. Tuvimos que abandonar la ambulancia y quedamos abandonados a nuestra suerte. Delante había toda clase de vehículos empotrados unos en otros, formando un tapón. Caía la tarde y había que pasar el control sanitario. Para avanzar más deprisa dejamos lo que nos quedaba de equipaje en el vehículo con la intención de recogerlo más tarde. Nunca pudimos recuperarlo. Y así, caminando, rodeados de una desesperada multitud, empapados hasta los huesos, intentamos pasar la frontera. El espectáculo era desolador. Los españoles deshechos, se lanzaban fuera de los coches y camiones e intentaban, empujándose en la oscura noche, alcanzar cuanto antes el límite fronterizo donde eramos tratados con repugnante desprecio.
Mamá Ana y yo no pasamos el control. Gracias a las gestiones de mi gran amigo Corpus Barga que tuvo que enseñar sus documentos oficiales y explicar a la policía quienes éramos, (“Se trata de don Antonio Machado, un viejo poeta que es en España lo mismo que Paul Valéry en Francia, y que se encuentra enfermo y tan achacoso como su madre”) nos llevaron en el automóvil del comisario hasta Cerveré. Yo iba en el asiento delantero con Mamá Ana encima de mis rodillas, como si fuera una niña. Nos dejaron en una cafetería de la plaza del pueblo donde esperamos a los demás tomando café. A la hora de pagar me dijeron que no admitían el dinero republicano y como yo no tenía otro le dije al camarero que cobrara lo que fuera, como si eran mil pesetas. Lo único que conservaba era el reloj de mi padre y no estaba dispuesto a empeñarlo.
Nos dirigimos a la estación de tren de Cerveré. En los andenes de la misma se sufría el acoso de los gendarmes que lo único que pretendían era llevarse a los españoles a los campos de concentración, separando a los hijos de los padres, a las mujeres de los maridos, actuando de una forma brutal. Nos refugiamos en un vagón que se encontraba en vía muerta y allí pasamos la noche. Habíamos entrado en Francia, “casi desnudos, como los hijos de la mar”. Corpus Barga consiguió de un amigo francés en Perpiñán un préstamo en francos (aunque esto lo supe más tarde) y Navarro Tomás hizo las gestiones necesarias para que la embajada de la República en París se ocupara de nosotros. Nos recomendaron trasladarnos a París donde nos esperaban, pero me negué, demasiados recuerdos de mi vida allí con Leonor y además hacía tiempo que me flaqueaban las fuerzas, tenía 64 años y estaba enfermo.
Al día siguiente partimos en tren hacia Colliure junto a Corpus Barga. A las cinco y media de la tarde depositábamos nuestros enlutados cuerpos en el andén. Recuerdo que llovía y hacía un frío intenso ese sábado 28 de enero de 1939. Corpus preguntó a un joven ferroviario por un hotel donde alojarnos. El joven se llamaba Jacques Baills, era el jefe suplente de la estación de Colliure quien me reconoció y nos recomendó el Hotel Bougnol-Quintana, cuya propietaria, Pauline Quintana, era simpatizante de la República española. Corpus Barga cogió a Mamá Ana en sus brazos y mientras la llevaba ésta le susurraba al oído: “¿Llegamos pronto a Sevilla?” y comenzamos a caminar buscando un taxi que nos llevara al hotel, pues el acceso a él era difícil debido a la crecida del río. Cuando nos dejó instalados, Corpus pago el hospedaje por adelantado hasta que la Embajada se hiciera cargo del gasto y se marchó. Nunca pude agradecerle todo lo que había hecho por nosotros. Mamá estaba muy enferma y yo me encontraba agotado, acordándome de España y de lo que habíamos vivido en las últimas horas. Estaba impregnado de dolorosos recuerdos. Cuando rellené la ficha de la pensión me registré como profesor aunque estuve a punto de poner “desterrado”.
Mamá Ana y yo ocupamos una espartana habitación, y mi hermano José y Matea otra. Ni Mamá ni yo saldríamos con vida de ese hotel. Yo no podía olvidarme de España. Cada mañana pedía a Madame Quintana que me permitiera escuchar la radio para estar al día de lo que ocurría en mi torturado país. Le dije que como no tenía dinero para pagarle le haría un poema. Madame Quintana nos cuidó con esmero y cariño. Incluso nos facilitó ropa cuando se enteró que José y yo solo teníamos una camisa cada uno. Cuando se lavaba la de uno, el otro debía esperar a que el que estaba vestido terminara de comer para que le dejara su camisa y poder así bajar al comedor. Una tarde le entregué una pequeña cajita que contenía tierra de España, rogándole que si moría en ese pueblo me enterraran con ella. Sé que Pauline guardó la caja vacía hasta el final de sus días.
El ferroviario Jacques Baills, me prestó varios libros: El mayorazgo de Labraz y El amor, el dandismo y la intriga, de Pío Baroja, Los vagabundos, de Gorki, y una pequeña biografía de Vicente Blasco Ibáñez. Así pasaba mis días, leyendo, escuchando la radio y escribiendo a los amigos. A primeros de febrero envié una carta a José Bergamín en la que le contaba que después de un éxodo lamentable en las peores condiciones, me encontraba en Colliure y que gracias a un pequeño auxilio oficial podíamos sobrevivir, ya que mi problema más inmediato era poder resistir en Francia hasta encontrar recursos para vivir allí de mi trabajo literario o trasladarme a la URSS, donde sabía que encontraría una amplia y favorable acogida.
Mamá Ana seguía muy enferma y yono podía sobrevivir a la pérdida de España ni podía sobreponerme a la angustia del destierro. Vivía con la certeza de que pronto llegaría la muerte, pero una tarde le dije a mi hermano José: “Vamos a ver el mar”. Fuimos a la playa y nos sentamos en una de las barcas que reposaba sobre la arena. Sentíamos el calor del sol a pesar del viento. Me quité el sombrero y mirando a las casitas de pescadores le dije: “quien pudiera vivir ahí tras una de esas ventanas, libre ya de toda preocupación”. Después regresamos en silencio. Esa fue mi última salida. (“Cuando ya no hay porvenir, por estar cerrado el horizonte a toda esperanza, es ya la muerte lo que llega”). Me metí en la cama dispuesto a morirme. La neumonía que padecía se iba agravando, así que eso facilitaría las cosas. El espejo me devolvía una figura macilenta que no reconocía, parecía un espectro. Recuerdo que entré en una especie de sopor y que a veces hablaba para agradecer a Madame Quintana sus cuidados. Mis últimas palabras fueron “Adiós, madre”. Así que como todos sabéis fallecí a las cuatro de la tarde del día 22 de febrero de 1939. Era miércoles de Ceniza. Mamá Ana, que llevaba días inconsciente, tuvo un momento de lucidez y comprendió que había llegado el momento de mi último viaje. Después cerró los ojos y tres días después el viaje lo emprendería ella.
Fui amortajado con una simple sábana (“Para enterrar una persona, con envolverla en una sábana basta”). Lo demás que se ha contado son inventos. Al día siguiente antes de enterrarme metieron mi cuerpo en un ataud de cinc que cerraron con un soplete, me cubrieron con la bandera republicana que la noche anterior cosiera Pauline Quintana (“casi desnudo, como los hijos de la mar”) y me depositaron en el cementerio de Collioure, en un nicho prestado. Mi ataud tenía como inscripción tan solo las letras “A.M.” y fue llevado a hombros por seis milicianos de la Segunda Brigada de Caballería del Ejército español que estaban recluidos en el pueblo, seguido de todos los habitantes de la pequeña población francesa y un grupo de presos republicanos a los que les permitieron acudir al entierro.
La noticia de mi muerte se extendió con rapidez y desde París pidieron mi traslado a la capital francesa para realizar un entierro con pompa, pero mi familia se negó, algo que, sinceramente, les agradecí. Al día siguiente de ser enterrado llegó una carta procedente de la Universidad de Cambridge en la que me ofrecían un puesto en el rectorado del viejo templo de la sabiduría inglesa. Demasiado tarde para la habitual puntualidad inglesa.
Unos días más tarde, mi hermano José encontró en uno de los bolsillos de mi viejo gabán, escritos a lápiz, tres papelitos arrugados: En el primero las palabras iniciales del monólogo de Hamlet “Ser o no ser”; en el segundo unos versos de “Otras canciones a Guiomar”; y en el último un solo verso alejandrino: “Estos días azules y este sol de la infancia”.
Dos años después de mi muerte fui juzgado de manera póstuma por la Comisión Depuradora del Ministerio de Educación Nacional. El 7 de julio de 1941, se propuso mi separación definitiva del servicio y la baja en el escalafón respectivo. No solo me arrebataron todos los derechos, muerto ya, además prohibieron la celebración de cualquier acto en mi honor, destruyendo y proscribiendo gran parte de mi obra. (“Una de las dos Españas ha de helarte el corazón”).
Yo era ya un héroe vencido, pero no elegí morir en Colliure y aquí permanezco. La misma España que me heló el corazón jamás se interesó por mis restos y cuando hube de abandonar el nicho prestado, fue una colecta popular en la que contribuyeron gente como Pau Casals, Albert Camus y André Malraux, la que consiguió la construcción de una nueva sepultura donde me encuentro con mi madre, en suelo donado por el ayuntamiento de Collioure (“Todo pasa y todo queda”). Sé que desde hace varias décadas soy un símbolo de la España del medio millón de republicanos que pasaron derrotados la frontera y que convirtieron su exilio en el destino definitivo. Sé que mi muerte simboliza la muerte de la República, pero de lo que tengo absoluta certeza es de que en España, lo mejor es el pueblo.
* Búscame en el ciclo de la vida
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