Ana María Matute: una niña asombrada que nos hizo soñar
Hace mucho que no leo un libro de Ana María Matute, pero recuerdo perfectamente la impresión que me causó Primera memoria. Publicada en 1959, la novela recreaba con una prosa deslumbrante las heridas de la posguerra. No era una obra política, sino intimista, que rescataba la intrahistoria de un pueblo sacudido por la violencia y las desigualdades. No constituía un alegato antifranquista, pero no había que esforzarse demasiado para advertir su rechazo hacia una sociedad hipócrita, autoritaria y represiva. Apenas recuerdo la trama, pues yo aún no había superado los veinte años. Sin embargo, aún advierto el eco de su lectura, que curiosamente aconteció cerca de la colina de los chopos de la Residencia de Estudiantes, aún sin rehabilitar. La prosa de Ana María Matute me recordó a la de Gabriel Miró, un gigante tristemente olvidado. Las frases se encadenaban con un firme propósito estético, recogiendo la herencia del Modernismo. El esplendor del estilo no rebajaba el impacto dramático y contribuía a crear una atmósfera mágica y telúrica. No sabía entonces que Ana María Matute enfermó gravemente a los cuatro años y se recuperó con sus abuelos en Mansilla de la Sierra, un pequeño pueblo de la Rioja, donde aún pervivía esa percepción ancestral e irracional de las cosas que describió magistralmente Gerald Brenan en Al sur de Granada (1957). Ana María Matute reconoció que la influencia de Mansilla de la Sierra permeaba su literatura como una apertura hacia lo insólito y lo fantástico. Su eco más profundo no se manifestó hasta 1996, con Olvidado rey Gudú, una fábula a medio camino entre el libro de caballerías y el cuento de hadas, donde algunos advirtieron la sombra de Tolkien. Sinceramente, yo creo que Olvidado rey Gudú está más cerca del cervantismo, donde la imaginación y lo ético se conjuntan para crear una ambiente de ensoñación y utopía.
Ana María Matute nació en Barcelona en 1926. Pertenecía a una familia de la pequeña burguesía, católica y conservadora. La guerra civil produjo un impacto terrible en una niña soñadora y ensimismada. Matute apuntó que su generación creció entre el miedo y el asombro. Sus primeras novelas (Los Abel, 1948; Los hijos muertos, 1958) reflejan desde una perspectiva neorrealista el sufrimiento de esos jóvenes que a veces se libraron del frente, pero no de las bombas ni el hambre. En 1949, quedó semifinalista del Premio Nadal con Luciérnagas, pero la censura prohibió su publicación. Su carrera literaria cosechó toda clase de éxitos y reconocimientos, pero no le libró de una profunda depresión causada por problemas familiares. Académica y Premio Cervantes, siempre conservó un espíritu joven e iconoclasta. Un obituario siempre es una despedida. De ahí que no pueda eludir un comentario autobiográfico. Algunas lecturas nos dejan una huella imborrable. Yo no puedo explicar mi infancia sin mencionar efecto que me causó El polizón del Ulises, una breve y hermosa novela con la cual ganó Ana María Matuteen 1965 el Premio Nacional de Literatura Infantil Lazarillo. La historia del niño que se cree capitán de barco y descubre a un polizón en un altillo me reveló con solo doce o trece años toda la miseria del franquismo. El polizón acaba entre rejas y el niño culmina un aprendizaje que le sitúa en las puertas de una madurez precoz. Ana María Matute afirmó, aludiendo inequívocamente a la guerra civil española: “Caín y Abel, la lucha entre hermanos, es un nudo verdaderamente esencial en mi obra”. No comparto esa interpretación, pues entiendo que la guerra del 36 fue una guerra de clases y no un enfrentamiento fratricida, pero creo que la literatura de Ana María Matute ejerció una discreta y necesaria disidencia. Su apuesta por la paz y la convivencia nos ayudó a contemplar el porvenir con esperanza. Su muerte nos deja un poco huérfanos, pues los “niños asombrados” no han desaparecido y Ana María Matute les prestó su voz, exigiendo que el hambre, la pobreza y la precariedad desaparecieran de la faz de la tierra.