Apología del terrorismo


Iñigo Cabacas murió por culpa de un pelotazo de la Ertzaintza. Salvo unas tímidas disculpas oficiales, no ha pasado nada. Consolación Baudín de Lastra, de 54 años, también pudo morir, pero igualmente no habría sucedido nada. Nada relevante desde el punto de vista jurídico. La impunidad es la regla. El poder judicial no protege al ciudadano, sino al Estado y a sus mastines. Se habla de libertad, democracia y división de poderes, mientras se violan los derechos humanos, gracias a la complicidad de los forenses y los jueces. No es una opinión subjetiva o una simple imprecación inspirada por una pataleta infantil. El reciente informe del Comité Europeo para la Prevención de la Tortura ha redundado en las denuncias que España acumula por malos tratos y torturas. No se trata de casos aislados, sino de una práctica habitual que acontece en comisarías, calabozos y cuarteles de la Guardia Civil. Los cinco días de aislamiento contemplados por la legislación antiterrorista son un pozo negro donde se cometen toda clase de iniquidades, algunas dignas del Proceso de Reorganización Nacional de las Juntas Cívico-Militares argentinas. Acaba de morir Jorge Rafael Videla y se han recordado las atrocidades perpetradas en la Escuela de Mecánica de la Armada, con palabras de espanto y solidaridad. Sin embargo, en la calle Guzmán el Bueno de Madrid se halla la Dirección General de la Guardia Civil y en sus calabozos se violó en 2011 a Beatriz Etxebarria. Anal y vaginalmente. Además, se le hizo la bolsa, se la insultó, se la humilló, se la amenazó, se la golpeó y apenas se le permitió dormir o ir al baño. Una buena parte de la sociedad aplaude en silencio, pues se trata de una activista de ETA, ignorando que la Benemérita no se muestra más respetuosa con inmigrantes ilegales, delincuentes comunes o simples ciudadanos que protestan porque son desahuciados o han agotado el subsidio de desempleo. Se condenan los atentados de ETA, pero los guardias civiles implicados en torturas y probables asesinatos son indultados o ascendidos. En el caso de Gurutze Iantzi, que falleció en el cuartel de la Guardia Civil de Tres Cantos en septiembre de 1993, después de una noche de malos tratos y torturas, ni siquiera se abrió un expediente por imprudencia, alegando que la muerte se produjo por causas naturales. En 1977, Inge Genefke, una médica danesa que colabora con Amnistía Internacional, escribe: “Si bien la tortura se detecta por todo el Estado español, en el País Vasco es más común”. Desgraciadamente, las cosas no han cambiado demasiado, de acuerdo con los informes de diferentes organismos internacionales. Simplemente, los métodos se han perfeccionado para no dejar huellas visibles. Ahora se utiliza más la “tortura blanca” o “tortura limpia”: la bolsa, las flexiones, la privación de sueño, el aislamiento sensorial. Además, los agentes protegen su anonimato con pasamontañas, evitando mencionar su nombre o el de sus compañeros.


Imagino que Cristina Cifuentes opina que Karl Marx y Friedrich Engels incurrieron en apología del terrorismo al pedir en su famoso Manifiesto de 1848 la destrucción del capitalismo: “Los comunistas no tienen por qué esconder sus ideas e intenciones. Abiertamente declaran que sus objetivos sólo pueden alcanzarse derrocando por la violencia todo el orden social existente”. Si algún intelectual se atreviera a escribir algo semejante en nuestros días, la Audiencia Nacional le acusaría de enaltecimiento del terrorismo. Es poco probable, pues los intelectuales de nuestro tiempo están demasiado preocupados por conseguir galardones literarios y honores oficiales. El grado de putrefacción moral de nuestros escritores (si es que merecen ese nombre) recuerda las primeras décadas del franquismo. No me cuesta mucho trabajo imaginar al abyecto Juan Manuel de Prada escribiendo La fiel infantería o Madrid, de corte a checa, pero su pluma carece de la inspiración de Rafael García Serrano o Agustín de Foxá. ¿Por qué nadie se atreve a decir abiertamente que apología del terrorismo es aplicar una política criminal, diseñada para liquidar los derechos de los trabajadores, privatizar la sanidad y la educación y recortar sueldos y pensiones? ¿Por qué no se reconoce de una vez que socializar la deuda de la banca es un delito económico contra la humanidad? Yo lo tengo muy claro. En este país, los terroristas están en las cámaras legislativas y en los grandes medios de comunicación, fingiendo que la soberanía popular es algo real y no una simple pantomima. El ideal democrático ha fracasado, al menos en la forma actual, pues no produce igual, libertad ni fraternidad. Creo que sobran argumentos para rebelarse y luchar por un mundo más justo y solidario, pero al parecer lo democrático es aceptar los ultrajes y las humillaciones sin alborotar. No soy un iluso. La sociedad está desarmada frente a un poder político y financiero que mantiene un verdadero estado de excepción, gracias a una policía brutal, una clase política corrupta, un régimen penitenciario inhumano y unas leyes inmorales y arbitrarias. Si contemplamos el mundo desde una perspectiva global, los argumentos para rebelarse se convierten en un clamor universal. Miro hacia el porvenir y no atisbo ningún signo utópico, pero la desesperanza no es un motivo para renunciar a la verdad y la verdad es que la lucha de los pueblos por la libertad y la dignidad no es terrorismo, sino resistencia. Cuando hay hambre, desamparo, abuso de poder y “el pobre escupe sangre para que el rico y el poderoso viva mejor” (Periko Solabarria), lo ético no es menear la cabeza o morderse los puños con rabia, sino hacer lo posible para compartir la mesa y no tolerar que la dureza de corazón de unos pocos convierta a la familia humana en un escenario de bajezas, atropellos e intolerables desigualdades.