La consideración social del arte ha experimentado notables cambios en la historia del mundo occidental
En la prehistoria, no existía el concepto de arte como manifestación estética. Las pinturas rupestres se confundían con las creencias mágicas o religiosas. Desconocemos su significado, pero todo apunta que se relacionaban con el mito. Sus autores no eran artistas, sino chamanes, que atribuían poder a las imágenes. En Grecia y Roma, el arte cumplía una función política y religiosa. La poesía desempeñaba un papel fundacional en la historia de los pueblos. Los griegos adquirían sus conocimientos en los poemas homéricos. La Ilíada y la Odisea reflejaban los valores de su cultura, donde prevalecía una noción de virtud basada en la fama, el éxito y el linaje. Platón atribuyó al arte una función moral, didáctica, justificando la prohibición de las obras que perturbaran el orden social. Aristóteles destacó sus cualidades terapéuticas. La tragedia permitía liberar emociones, preservando el equilibrio psíquico.
Durante la Edad Media, el arte se puso al servicio de la religión. La exaltación de las virtudes teologales (fe, esperanza y caridad), la Natividad, los santos, las Vírgenes o la Pasión de Cristo desplazaron a los temas profanos. El Renacimiento continuó con estos motivos, pero incorporó otros nuevos, como el retrato, el estudio de la naturaleza o de la anatomía humana. En su Tratado sobre la pintura (publicado en Francia en 1656, siglo y medio después de su muerte), Leonardo alude por primera vez a la expresión de emociones subjetivas, que reflejan el mundo interior del artista. El Renacimiento dignifica el arte, pero no extingue el prejuicio hacia las actividades manuales. El Barroco representa el apogeo del retrato. La exaltación de los monarcas absolutos convierte la pintura en un ejercicio político. El retrato ecuestre expresa autoridad, liderazgo. Surgen relaciones estrechas entre los pintores de corte y los reyes que los emplean. Felipe IV apreciaba mucho a Velázquez y algo semejante había sucedido años atrás con Ticiano y Carlos I. Sin embargo, el artista no es una figura independiente. Su trabajo depende del mecenazgo y realiza sus obras por encargo, sin escoger los temas. Esta situación no cambiará hasta el Romanticismo. El artista conquista la libertad, pero a cambio conocerá la incomprensión y la precariedad.
Los románticos consuman la ruptura con la sociedad. El arte ya no es un oficio al servicio del poder político o religioso, sino un ejercicio de protesta y disidencia. La burguesía simpatiza con el conservadurismo estético y no acepta las innovaciones. Al desplazar a la nobleza, se convierte en la clase social dominante, que contrata o rechaza a pintores, arquitectos o escultores. El impresionismo o las vanguardias del siglo XX (dadaísmo, cubismo, surrealismo) ofenderán su sensibilidad, pero con el tiempo las obras despreciadas conseguirán reconocimiento y prestigio. Desde 1945, el recuerdo de los errores pasados ha fomentado una tolerancia incapaz de discriminar entre innovación y espectáculo. Actualmente, predomina la confusión y el arte, lejos de constituir un acto de protesta, se ha convertido en una actividad comercial, lo cual no significa que hayan desaparecido los creadores exigentes. En nuestro país, el trabajo de pintores como Antoni Tàpies (1923), Antonio López (1936) y Miquel Barceló (1957), arquitectos como Miguel Fisac (1913), Rafael Moneo (1937) y Francisco Javier Sáenz de Oiza (1918-2000) o escultores como Jorge Oteiza (1908-2003) y Eduardo Chillida (1924-2002) acreditan la supervivencia del talento y la creatividad.
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