Cuestión de principios. Cuento de Erasmo Magoulas

Cuestión de principios. Cuento de Erasmo Magoulas

losotros100Erasmo Magoulas. LQSomos. Abril 2015

Llegamos a la estación de trenes. Una línea de ferrocarril corría a doscientos metros de la Ruta 2, de donde nos alejamos frustrados, luego de varias horas intentando autostop. El edificio, de un sobrio estilo victoriano, contaba con varias dependencias, la oficina del Jefe, el depósito de equipajes y la sala de espera.
El picaporte, una bola de bronce suave y helada, cedió al girarlo. La puerta, de seis vidrios rectangulares y biselados, gruñó desde sus bisagras cuando la empujé.
Nos mantuvimos en el dintel, inspeccionando el interior, sin atrevernos a entrar. Carlitos fisgoneaba, escondido detrás mío. La sala, de unos veinte metros cuadrados, tenía empotrados a sus paredes unos bancos de madera y en el centro de la misma había otros cuatro formando un cuadrado.
Sobre los bancos, que estaban amurados a las paredes, había tres volúmenes humanos.
Alzaron sus torsos apenas abrimos la puerta y se quedaron mirándonos sin decir una palabra. Dos de ellos eran algo más visibles, gracias a una luna llena que se filtraba entre nuestros cuerpos. El otro era solamente un contorno negro.

–Buenas noches –dije, sin obtener ninguna respuesta.

–Parece que no somos bienvenidos Carlitos –le susurré al oído a mi compañero.

Entramos. Los cuerpos volvieron a su posición original y nosotros nos acomodamos en los bancos del centro de la sala.
–¿Qué cigarros fumás pibe? –me preguntó uno de ellos.

–Negros, Particulares 30.

–¡Qué macana! Yo fumo Imparciales 100 milímetros. Mirá, dame dos, para compensar –me lo ordenó, mientras se le dibujaba una sonrisita pícara. Tenía la barba muy larga y lacia, pero lo que eran espectaculares eran sus bigotes, se parecían a los de Nietzsche.
Le di lumbre, a la que le tuvo mucho cuidado, remilgándose los bigotes a un lado y otro.

–No vaya a ser que me haga bonzo, por un cigarro. ¿No te parece que sería una injusticia?

–Sí

–Sí, ¿qué?

–No, sí, digo que sería una pena perder esos bigotes.

–¡Ahaa! ¿Y ustedes de dónde vienen?

–Bueno, yo de La Plata y él se acopló aquí, parece que quiere venir conmigo, para conocer el mar. Dice que nunca lo ha visto.

–La Plata, ¡eh!, ¿Qué, sos estudiante?

–Sí

–¿Qué estudiás?

–Letras

–Así que letras. ¿Sos escritor?

–Bueno, escribo; quizás algún día me publiquen.

–¿Qué escribís?

–Narrativa y poesía. ¿Y ustedes vienen juntos?

–Sí, somos amigos de muchos años. Venimos de Buenos Aires. Claro, como te darás cuenta, no precisamente de La Recoleta. Vivimos en un barrio marginal cerca de Mataderos.

Con la brasa del cigarrillo que se estaba por extinguir, prendió el otro, le dio una fuerte bocanada y mostró un gesto de placer.
–No están mal los Particulares 30, ¿te quedan bastantes?

–Sí, tengo otro paquete en el bolso.

–Ah, entonces estamos salvados. Ahora lo que hay que solucionar para mañana es un poco de yerba. Nosotros tenemos el mate y la bombilla.
“No te creas que somos unos improvisados. Nosotros no somos mendigos, porque los mendigos mendigan y nosotros no mendigamos nada, nosotros expropiamos cuando lo creemos justo y necesario y cuando es nuestro deber y salvación. ¡No te preocupés pibe, que con vos no es la cosa!
“Tampoco somos linyeras o cirujas, ellos tienen una actitud ontológica frente a la vida completamente diferente a la nuestra.
“Somos…vagabundos, vagabundos por la libertad, vagabundos del dharma.

–¡Cómo Jack Kerouac! –le dije.

Los otros dos vagabundos se mantenían silenciosos, pero yo estaba seguro que no dormían. Carlitos, por el contrario, había acurrucado su cuerpo sobre el asiento de madera y silbaba un ronquido dulce y melodioso.
–¡Con Kerouac me hubiera entendido perfectamente!

–¿Con respecto a la literatura?

–Con respecto a la literatura y a la vida, y a la química que se da entre las dos. Todo es material para la vida.Independientemente de que sea usado para la literatura. La vida es lo primero.
Entre literatura y vida, primero está la vida. La literatura es una bisagra, una conexión con lo que yo llamo la cuenca oceánica del mundo. Es una forma de purificación, de humanización. Yo siempre digo que la diferencia entre un escritor y la gente que está en un manicomio es que los locos se lo creen todo, y los escritores no. Pero después, los delirios son exactamente iguales, los mismos.

–¿Pero, entonces….. Usted?

–Flaco, dame otros dos cigarros, no seas pijotero –ahora me decía flaco y no pibe, parece que quería subirme de escalafón.

–Sí, claro, sírvase.

–Tuteame, flaquito, que solo tengo 750 años y me siento un adolescente.
Golpearon la puerta, parecía que la querían tirar abajo. Yo pegué un brinco sobre el banco, y casi me trago el cigarro al que le estaba pegando una bocanada.

–Abrile, abrile flaco, no hay drama –me dice el vagabundo.

–Huinca Alberto, ¿estar? –me pregunta un indio, casi desnudo, en el dintel de la puerta. Su complexión era fuerte, el rostro como esculpido a hachazos y las crenchas largas, lacias y negrísimas, sujetas por una vincha fina de piel de ñandú, que le cruzaba la frente.

Emanaba un olor salvaje, mezcla de muchas esencias, por supuesto, todas muy naturales. Parecía un tehuelche.

–Pasá, pasá Quelenquén –ordena, familiar, el vagabundo–. ¿Cuál es el problema, ahora? –el vagabundo se llamaba Alberto, concluí.

–Huinca Alberto saber que nosotros tener otros paradigmas, seguir otros imaginarios sociales. No aceptar propiedad privada de los medios de producción o recursos naturales. Rechazar los postulados de una cultura hegemónica. Reírnos de hipótesis de Francis Fukuyama, pero saber que ser peligrosas.

–Sí, eso lo sé Quelenquén –le contesta Alberto–. Y vos sabés que comparto tus ideologemas, que por otro lado, son los de tu nación.

–Gracias huinca Alberto. Pero estos no ser momentos de especulaciones teóricas. Mi pueblo necesitar tu ayuda en el campo de batalla.

–Hace menos de una semana me pediste lo mismo Quelenquén, y salvé el pellejo por milímetros.

–Los Tehuelches llamar a eso, compromiso de los intelectuales…

–Está bien Quelenquén, está bien. ¿El flaco éste puede participar? –pregunta Alberto, mientras con una levantada de cejas me señala.

–Si huinca flaco, compartir nuestras superestructuras ideológicas, Quelenquén no tener objeciones. Quelenquén haber traído una tropilla de criollos que galopan como los pura sangre.

–Flaco, después de todo, ¿cómo te llamás? –me pregunta Alberto.

–Homero

–¿Homero? ¿Pero qué hiciste de malo para que tus viejos te castigaran con ese nombre?

–Homero ser nombre de huinca de la Grecia arcaica muy inteligente –agregó Quelenquén con obvias intenciones de congratularse conmigo y en clara campaña proselitista.

–No hay tiempo que perder. La mejor defensa ser el ataque –sentenció Quelenquén.

–Vamos flaco. Acordate que primero está la vida y después la literatura. Si con todo lo que leíste no escribiste algo como la gente, es que te falta vivir, flaquito, vivir –me dijo Alberto, y salimos a la galería de la estación. Los caballos no tenían ni riendas, ni estribos, ni un simple cojinillo sobre el lomo. Parece que la cosa va a ser a pelo nomás, pensé.

–Huinca Homero ¿saber montar a caballo?

–Sí, tengo cierta experiencia. Claro, siempre con algunos aperos, riendas, estribos, una manta sudadera o un cojinillo, una cincha…

–Huinca Homero, no tener problema. Huinca Homero imaginar tener todo eso y montar a pelo –no sé si Quelenquén me quiso tranquilizar, si esa era su intención, no lo logró.

–Flaco, hay que sacarse los pantalones. Fijate Quelenquén, solo con el taparrabo. Es una cuestión de principios –me dijo Alberto.

–Claro, una cuestión de principios.

Me quité los vaqueros Levi’s Strauss y me quedé en calzoncillos.

–¡Qué tal flaco, te castigás fino! –me dijo Alberto, echándole un vistazo a mi ropa interior anatómica Joe Boxer bodywear.

–Huinca Homero, deber agarrar chuza tacuara para lancear. No olvidar que mejor defensa ser el ataque.

Elegí un tordillo rodado, calzado de las cuatro patas.

–Huinca Homero no ser tonto para elegir pingo.

Apreté un buen mechón de crines con la mano izquierda y revoleé en una cortita carrera la pierna derecha. Estaba arriba del lomo y me afirmé con los talones a la panza del caballo. Me incliné levemente para adelante, para evitar saltar como una bolsa de papas, arriba de ese lomo sin aperos. La tacuara medía como 4 metros, la tomé fuerte con la mano derecha a la altura del último tercio y la apreté con el codo contra mis costillas.
Salimos casi inmediatamente al galope tendido. Los caballos, excitados por los alaridos de Quelenquén, parecían querer volar.

–¡La campaña haber sido un éxito! ¬–dijo Quelenquén, con una sonrisa de oreja a oreja. Había hecho cautiva a una polaca que la tenía sentada en la grupa del criollo. La rubia de no más de veinte años estaba fuertísima y no parecía muy contrariada por lo que le esperaba en la toldería de Quelenquén.

–Traé un poco de yerba –le pidió Alberto y el indio fue hasta el caballo y trajo un paquete de Taragüí sin abrir, fruto de las expropiaciones que se les hizo a los blancos.

Yo estaba molido. Tenía la parte interna de los muslos completamente ampollada. El roce con el pelo del caballo y la presión que tuve que hacer contra las costillas del animal, funcionaron como un papel de lija. Tenía los muslos llenos de puntitos de sangre. Mis músculos estaban entumecidos y apenas me pude mantener en pie cuando bajé de la bestia. Los huevos los tenía a la altura de las amígdalas.
Quelenquén se tomo unos mates y se fue.

–Entonces, flaco, ¿de qué hablábamos? –me preguntó Alberto y me ofreció un amargo.

–Usted…

–Flaco cortala con eso de usted.

–Vos hablabas de la importancia de la vida en la literatura.

–Ah, sí, sí, mirá, la cosa es que lo sobrenatural con lo natural se mezclan de una manera alquímica. Yo creo que este mundo es una construcción de los dioses y que es una mezcla exacta de lo natural con lo sobrenatural. Creo en este banco de madera, y que es un objeto físico, concreto. Pero pienso que además hay un segundo banco invisible que está sosteniendo la existencia de este banco físico. Y a su vez este banco físico sostiene la existencia del invisible. Me maravillan los misterios del universo. Cómo funcionan las cosas, entre símbolos y entes absolutamente concretos. ¿Qué son la literatura y la vida sino eso?

–Sí, claro.

–¿Qué pasa flaco,no pescás un carajo, no?

–No, lo que pasa es que yo…

–Lo que pasa es que vos querés algo más concreto, ¿no? Sucede que a ustedes en la facultad no les enseñan a pensar y eso crea un sedentarismo intelectual. Necesitan todo masticado. De ahí a la dependencia cultural hay un paso.

“Mirá, cuando el dios Toth inventó la escritura, muchos egipcios se opusieron. Alegaban que iba a destruir la memoria colectiva. Pero el dios Toth sabía de los tiempos venideros. Tiempos de destrucción de la memoria, de sucesivas quemas de la Biblioteca de Alejandría.
“Desde ese punto de vista, si la memoria oral es devastada, celebremos al menos la persistencia de la escritura. Estamos seguros de que hubiese sido mejor permanecer en una edad de oro donde la escritura no fuese necesaria, donde la iniciación verdadera pasase de boca en boca, de maestro a discípulo. Pero ya no somos tan puros ni estamos tan incorruptos como para garantizar la transmisión directa de la memoria. Por eso hay que escribir todo lo que se pueda.
“Entonces para escribir hay que vivir. Mirá, yo leía muchísimo y lo único que lográs es imitar, plagiar. El espíritu crítico empieza viviendo.
“Decía Oscar Wilde que “el mero instinto creador no crea, imita”.

“En la década de los 60 viví con personajes muy locos, conocí como si fuera mi propia casa, mejor dicho, era mi casa, el mundo “underground” de la metrópoli. Conocí a grandes derrotados, existencialmente hablando, pero absolutos triunfadores metafísicos.
Entonces si después de todo eso no escribís…. y, no sé, dedicate a la odontología o al control de fitófagos dañinos a la agricultura. ¿Está claro, flaco?

–Entonces, vos…

–Convidame dos Particulares más flaco, no seas amarrete.

Su bigote selvático tenía una mancha amarilla justo en el centro, como las terceras falanges de los dedos índice y medio de su mano derecha.
Se llevó el cigarro al centro de los labios, lo acarició con un gesto de amor lascivo, lo encendió y le pegó una bocanada como para hacerlo brasa ipso facto.

–No están mal los Particulares 30, flaco. Todavía te quedan, ¿no?

–¿A qué hora abre el almacén? ¬–le pregunté.

–A las siete, no te olvidés que estamos en el campo.

–Sin problemas, Alberto. Tenemos suficientes cigarros hasta que abran el almacén –le dije con seguridad de administrador de recursos físicos.

–Mirá, y cuando vayas por cigarros, echale también una ojeada a esas longanizas calabresas, son caseras, ahaa y ya que estás, juná las latas de trufas, pero que sean Tuber melanosporum y si no hay, buscá los frascos de setas pero que sean de la especie Rebozuelo, ahaa y otra cosa, en el estante de los novis hay un Cabernet Sauvignon cosecha 91 de Finca Flitchman, comprate dos botellitas de tres cuartos –me miró con ternura y me dijo–. Nosotros somos vagabundos pero no comemos mierda, flaco, vos me entendés ¿no?

–Sí, sí, cuestión de principios ¬–le contesté.

Sonrió como no lo había visto hacerlo antes. Su mirada ahora era la de un padre hacia el hijo que comienza a desenredar los confusos interrogantes existenciales de la vida.

–La estás pescando flaco. En un momento me pareció que eras medio lenteja, pero parece que no. Exacto, una cuestión de principios, porque ahí están las respuestas de muchas, de muchísimas de nuestras preguntas, como seres ontológicos.

En una buena butifarra casera, en un plato de trufas y en un vaso de vino, si es de la bodega Flitchman, mejor, están las respuestas. La estás cazando, flaquito –me volvió a decir entre incrédulo y exultante¬–. Ahaaa…y por supuesto en la literatura. Escuchá, escuchá: “Abrió La tierra baldía, de T. S. Eliot en la página 14 y se puso a leer apasionadamente. Luego de miles de minutos notó muy extrañada que en el subte cada vez había menos blancos y más negros. Al final sólo eran negros y ella la única blanca. Estaban en la calle 99 Oeste o más (ni sé). Era Harlem. Desesperada y haciéndose pis encima del miedo se bajó. Quería encontrar un taxi para que la sacara de allí. Pero no había taxis. Sólo tres negros hermosos, de pijas larguísimas, que la humillaron racialmente. «A esta blanquita nos la manda Santa Claus», dijo uno. «¡Qué pan dulce lleno de confites!», declaró otro al tiempo que la manoteaba por atrás moviendo su mano de abajo a arriba. Ella se desasió indignada. «Vamos a sodomizarla, brothers», proclamó de manera definitiva el tercero.

“La petisa, con un gemidito de angustia, alcanzó a zambullirse en un taxi providencial.

Ya en su cuadra tuvo que recorrer varios metros antes de entrar a su edificio. Merodeando había tres sidacos aburridísimos equipados con jeringas descartables recicladas varias veces. «Qué lindo culo para pincharlo», dijo uno. «Vamos a meterle el HIV para que dé positivo en los análisis», declaró otro.

«Rápido, que no se nos escape», proclamó juiciosamente el tercero y se abalanzaron loquísimos, revoleando jeringas como lanceros de Bengala. Ella trató de sacar las llaves, aunque sabía que no iba a tener tiempo de abrir. Pero tuvo la buena suerte de que del edificio justo en ese momento salía una vieja. De un manotazo la apartó, entró y cerró la puerta. La vieja quedó afuera con los sidacos, pero no creo que le haya pasado nada porque no era su tipo.
La petisa tetona y culona subió al ascensor jadeando aterrada. Ya en su departamento suspiró aliviadísima creyéndose a salvo. Grande fue su error, porque pegado al techo la esperaba el gusano máximo de la vida misma. Al monstruo le encantaban las gorditas tetonas.
Eran sus predilectas. De un salto cayó al piso, cerca de la puerta, haciendo plop. En realidad bien hubiera podido caerle encima y violarla ahí mismo sin falta, pero antes quería jugar un poco con ella por razones de sadismo. Al ver un ser tan horrible, que le bloqueaba la salida, la gordita trastabilló torpemente. Supo que esta vez había perdido.

Ella se corría un poquito a la izquierda y el gusano la correteaba hasta allí. Ella, gimoteando, se movía a la derecha y él, casi con ternura, como con amor, la bloqueaba. Ni siquiera intentó gritar pues sabía que era inútil. Ese era un lugar lleno de drogadictos y cornudos.
El drogadicto espera a su dealer y el cornudo sólo está preocupado por las encamadas de su mujer, de modo que nadie le iba a dar bola.
El gusano máximo de la vida misma la fue arrinconando.

En cierto momento la gordita chocó contra su cama y medio como que se recostó sobre ella. Momento muy esperado por el bicho, quien le saltó encima. La tetona gimoteó dulcemente. Se dejó hacer sin resistir, casi muerta de asco. El gusano, con una sorbida, le arrancó las ropas y se las tragó. Una vez que la tuvo completamente desnuda y a su merced, estiró dos pseudópodos con forma de ventosas. Con ellos le empezó a chupar las tetas: primero una, después otra, alternativamente. Hacía slurp, slurp. Aquello era asqueroso y erótico al mismo tiempo. Ya baboseada, un tercer pseudópodo se introdujo profundamente en su vagina. Pero aquel falo no era un operador lacaniano (o sí); no era propiamente una pija pija: era una máquina de vacío que al tiempo que entraba y salía vaciaba de aire la intimidad del útero para luego insuflar líquidos tibios. Así una vez y otra. Dos nuevos pseudópodos se introdujeron en su boca y en el ortex. La gordita, ya totalmente entregada, comenzó a gozar. ¿Qué remedio le quedaba si había perdido, la muy puta (distraída e histérica)?
El pseudópodo del culo se hinchaba al entrar y se desinflaba al salir. Uno, dos, tres orgasmos anduvimos bien. Al cuarto la petisa pidió agua. «Basta, me vas a matar.» «Jodete.» Cuando se desmayaba él la hacía volver a la conciencia. Al orgasmo número catorce tuvo un paro cardíaco. «Muerta soy. ¡Confesión!», como en las obras de Lope de Vega.

Después de comerse todo lo que había en la heladera y bañarse, el gusano máximo de la vida misma se fue.”

–Entonces vos………vos sos el autor de “El gusano máximo de la vida misma”, deeeee……”Aventuras de un novelista atonal” y de ”Los Soria”. Entonces vos sos Laiseca…..? –le dije mientras trataba de contener mi emoción.

–Sabés, pibe, ¿lo que dijo Piglia de “Los Soria”? “Lo mejor que se ha escrito en la literatura argentina desde Los siete locos de Roberto Arlt”. Y eso no es moco de pavo –me dijo el vagabundo que había sido hasta ese momento, un recorte negro con figura humana. Irguió su torso y se sentó en el banco. Tenía unos 50 años, de mediana estatura, espaldas anchas de nadador y una barba rala. Sus anteojos eran de cristal grueso y de marco de los 60.

–¿Lo leíste?
–¿Qué? ¬–yo estaba aturdido.

–¡Los Soria, flaco, “Los Soria”!

Yo conocía esa cara, pensé, la había visto alguna vez. Sabía que no había sido personalmente. En algún periódico, o revista o en la contratapa de un libro.

–Si, lo leí.

–¿Y que opinás de Tecnocracia, la Unión Soviética y Soria?

–La hipérbole de lo que estamos viviendo ¿o lo qué estamos viviendo es la hipérbole de “Los Soria”? No sé.

–Muy bien flaco, muy bien. Pero sabés lo que pasa, vos no podés escribir “Los Soria”, porque te falta vivirla, sin embargo Alberto sí pudo y yo hubiera podido.

–¿Y vos quién sos?

–¿Vos querés vivir “Los Soria”? ¬–me retruca.

–Pero vos ¿quién sos?

–Escuchame flaco, a mí ya me interrogaron suficiente en el pasado, así que contestá mi pregunta.

–Sí, sí, quiero vivir “Los Soria”. Ahora me vas a decir quién sos.

–Walsh,……… Rodolfo Walsh.

–¡Pero si vos estás muerto! ¿No fue el 25 de marzo de ……..?

–Pero escuchame, vos seguís queriendo ser espectador, querés que te la cuenten, flaquito, ¿no te das cuenta que para escribir tenés que vivirla?

–Está bien, está bien, ¿qué tengo que hacer?

De abajo del banco de madera sacó un portafolio negro enorme, lleno de papeles, carpetas, como cincuenta sobres blancos cerrados, con sus remitentes que decían, Rodolfo Walsh y una dirección y los destinatarios, diferentes medios de prensa.
Buscó y sacó un Magnun .357, descorrió el eje del tambor y chequeó los culotes de los proyectiles. Hizo girar el tambor. El repiqueteo era mágico. Sonaba como esas máquinas de coser mecánicas cuando marchan a toda velocidad. A mí me parecía escuchar la Sinfonía número 4 de Mahler o el Allegro bárbaro de Bartók. Volvió a poner el tambor en línea con la recamara, de un golpe. Lo tomó por el caño y me lo ofreció.

–¿Sabés algo de esto?

–Es un Magnun .357, con sistema de ventilación mecánica y refrigeración de gas liquido, tiene un retroceso de punto, cero cero siete kilogramos por centímetro cuadrado, una parábola de disparo casi cero hasta los 150 metros. Siete disparos y mortal contra cualquier cosa que respire a los 50.

–Mierda flaco, vos tenés más futuro como guardaespaldas que como escritor, perdón no quise ofenderte. ¿Qué…estuviste en la pesada?

–No, mi viejo fue armero. Disparo desde que tengo uso de razón.

–Vamos flaco, acordate lo que decía Quelenquén, “La mejor defensa ser el ataque”. –y me dio cinco tambores de recarga.

Abrió la puerta de la sala de espera de esa estación de trenes en medio del campo, y salimos por los arcos gigantes de estilo neoclásico de otra estación de trenes, la de Constitución, en la Capital. Amanecía. Él se dio vuelta, levantó la mano y con una sonrisa se despidió de Lilia.
Yo me calcé el fierro entre el estomago y la sisa del pantalón, me ajusté el cinturón y saqué la camisa afuera para cubrir la empuñadura. Rodolfo parecía un modesto jubilado, vestido con un pantalón marrón y una camisa de manga corta beige, y una gorra de visera que cubría su coronilla pelada.
Había que recorrer la Capital y distribuir estratégicamente en diferentes buzones las copias de la carta que Rodolfo había escrito, “Carta abierta de un escritor a la Junta Militar”.

–Abrite, flaco. No me sigás de tan cerca. No damos con el modelo padre-hijo, mucho menos con el de hermano-hermano. Seguime a quince metros.

–Está bien, no hay drama. Todo parece tranquilo –le dije.

–Sí, sí, todo está tranquilo, pero abrite te digo.

–Lo tengo que hacer disimuladamente, Rodolfo.

–Sí, pero hacelo.

Estábamos por Parque Rivadavia, me acerqué a un banco y simulé ajustarme los cordones de los zapatos. El cañón me dio en la ingle izquierda, lo sentí deliciosamente frío, hacía un calor de mierda. Rodolfo se distanció unos veinte metros. Lo seguí.
Se fue a la cola del 99. Lo tomamos. El se fue para atrás del colectivo, yo me quedé cerca del chofer. Pegué un vistazo para reconocer algún milico de civil. Rodolfo estaba muy tranquilo, trasmitía una serenidad áulica. Ni me miraba, parecía que se había olvidado de mí. Yo sin embargo tenía que controlarme. Me notaba tenso y eso era peligroso. Eran cerca de las diez de la mañana, nos bajamos del colectivo y tomamos por la calle Entre Ríos. A tres cuadras había un buzón, en el que supuse Rodolfo quería tirar algunas cartas.

En la esquina dobló un Ford Falcon verde. Se acercaba de frente a nosotros, nos íbamos a cruzar. Dentro del coche había cuatro tipos, les vi las caras a los dos de adelante. No tenía dudas, eran de un Grupo de Tareas. Palpé, por sobre la camisa, las cachas de madera del Magnun .357. Los tipos pasaron muy despacio frente a Rodolfo, lo siguieron con la vista. Algo andaba mal, intuí. Aceleraron. Los seguí por el rabillo del ojo, pasaron frente a mí, pero me ignoraron.
Doblaron en la esquina a nuestras espaldas. Crucé de acera. Le chiflé a Rodolfo. No me escuchó. Miré el reloj. Eran las 11 y 57. Cruzamos Moreno, estábamos a 2 cuadras del buzón. A nuestras espaldas chirriaron neumáticos. Los cuatro tipos se bajan del auto y comienzan a correr, hacia Rodolfo. Otro Falcon cierra la calle, se congestiona el tráfico. Bajan más tipos. De un Peugeot 504 color bordó se bajan otros 3 tipos. Algunos con Itacas, calibre 16, con munición única Bremen. Lo que se cruza por el camino de ese plomo es destruido, pienso. Otros con sub-ametralladoras Uzi.
Lo miro a Rodolfo que tira el portafolio y extrae de su cintura el Smith & Wesson calibre 38 corto. Yo el Magnun. Miro mi acera, está limpia, no hay milicos y muy poca gente.

Me parapeto detrás de una camioneta estacionada sobre mi acera. Espero que se acerquen. Rodolfo comienza a disparar. Los tipos se agachan. Si vienen más por la retaguardia estamos fritos, pienso. Tres tipos comienzan a hacer fuego graneado con las Uzi. Rodolfo responde, sin éxito. Será la miopía, pienso. Afirmo tres dedos en la empuñadura y la abrazo con el pulgar. El arma tiene un balance propio de una joya mecánica. Levanto el martillo. Apoyo el índice en la cola del disparador. Recuerdo los consejos de mi viejo, cuando íbamos a cazar perdices al campo o cuando fuimos a los medanos de Gessel a cazar jabalíes, “Estas armas tienen la sensibilidad de la presión de un pelo en la cola del disparador, tené cuidado.”
Extiendo el brazo derecho y apoyo el puño sobre la palma izquierda. Tengo a dos dentro del ángulo de tiro. Tomo aire y lo contengo, otro consejo del viejo. Pongo al primero en la mira. Apunto a la cabeza. Se la vuelo. Los sesos se desparraman sobre el parabrisas de un auto. Me acuerdo de la foto del miliciano español, que tomó Capa en el 36.

El que le sigue está desconcertado. Me ubica. Me mira fijo. Comienza a gesticular, “Hijo de pu….”, le meto un plomo en la frente, el tipo sale disparado para atrás, pega de espaldas con el lateral de un auto estacionado y con la inercia la nuca le da al techo del vehículo. Un chorro de sangre sale vertical, hacia arriba, como de los picos de agua de una fuente. Rebota y se cae de cara contra el pavimento, como un muñeco desarticulado.
Rodolfo corre por la acera para tomar una calle lateral. Corre erguido. Dos tipos con Itacas le tiran, lo hieren. Yo comienzo a correr agachado, por mi acera, en la misma dirección. Cada diez metros me doy vuelta. Me quedan cuatro proyectiles en ese tambor, calculo. Me palpo el bolsillo del pantalón, para chequear los tambores de recarga. Los tengo. Veo tres tipos a mi espalda, a 30 metros, les sacudo los cuatro disparos, uno detrás del otro, al bulto.
Se parapetan. Los tengo que mantener ahí, pienso. Corro el eje. Saltan las vainas servidas. Cargo el nuevo tambor. Saco el brazo para disparar. Los tipos se adelantaron diez metros. Ven el brazo y se vuelven a parapetar. Disparo con una frecuencia de tres segundos, mientras comienzo a correr de espaldas.
Llego a la intersección. Un flaco de chaqueta y pantalón negros de cuero montado sobre una Kawasaki 750 cc. Lo abraza una rubia espectacular con la misma indumentaria de color rojo. Veo a Rodolfo tirado, las piernas sobre la acera y el torso sobre el pavimento. Lo rodean tres tipos. Sé que no puedo hacer nada. Me agacho detrás de la moto.

–Bajate, flaquita –le digo gentil. La mina se paraliza.

–Bajate –le grito y la mina comienza a llorar y pega un brinco de reflejo condicionado y da con el culo en el piso. Me monto y abrazo al flaco. Le pongo el cañón debajo de la pera.

–Tomá la acera y salí de acá como sea, o te meto un cañonazo que seguro te va a joder el paladar.

Bajo el arma para disimularla y se la apoyo en un riñón.

–Para Constitución flaco, y no me jodas porque te cocino.

–¿Monto o erpio? –me pregunta el flaco cuando llegamos.

–Yo quise salvar a Rodolfo, pero no pude. Toda esta mierda es porque hay que vivirla. Por la puta literatura. Quedate acá, no te muevas hasta que te haga una seña. Mirá que soy Guillermo Tell con el fierro.

El flaco no entendía un carajo.
Cruzo el mismo arco de entrada de la estación de Constitución y nada. No puede ser, pienso, esto tiene que funcionar. Vuelvo para atrás y lo intento otra vez. Antes lo miro al flaco de la moto. Me mira, no me pierde pisada. Se podía haber ido, pienso. Pero no lo hace. Si me alcahuetea estoy perdido, pienso. Nada, la cosa no funciona. Miro la cartelera de salida. Mar del Plata a las 12 y 23. Son las 12 y 15. Voy a la boletería. Me estoy meando pero no puedo ir al baño de la estación. En los baños públicos siempre hay gente de los servicios. Fueron lugares muy usados para los enlaces de los cuadros. Me salen dos gotitas de orín. Si me meo estoy jodido. Un tipo que se mea y no va al baño, sospechoso. Tengo un olor a pólvora que volteo.

–¡Un boleto a Mar del Plata, por favor!

–¿No lleva equipaje? –me pregunta el empleado.

–¿Cómo dice? –hago tiempo para elaborar algo.

–Que si no lleva equipaje.

–Sí, sí, lo tiene mi novia en la sala de espera. Me viene a despedir, vio.

–¿Ida y vuelta o solo ida?

–No solo ida, no se por cuánto tiempo me voy a quedar.

–Doscientos quince con 35.

Le extiendo los billetes y las monedas.

–A usted se le está quemando algo jovencito –me dice. Me jodió, pienso. El viejo me jodió.

–Disculpe, pero no lo escucho bien, cómo dijo?

–Que tiene olor a quemado.

–Ahaaa… es que esta mañana, estuve soldando una reja de fierro, con la eléctrica.

–Ahaa!!!

–¿Este para en Pirán? –le pregunto.

–Solo para cargar encomiendas. Pero usted va para Mar del Palta, ¿no?

–Sí, sí. Simple curiosidad vio. Es que tuve una novia en Pirán hace unos años.

–Bueno, mire jovencito, no va a tener tiempo de nada, porque el tren para en Pirán solo 10 minutos.

–¿Qué andén?

–El número ocho, apúrese.

Alberto, Rodolfo, el otro vagabundo y Carlitos estaban súper entretenidos conversando y cagándose de risa.
Carlitos les contaba algo y los otros tres lo escuchaban con devoción de discípulos. Carlitos terminaba y los otros tres se desternillaban de la risa. Me detuve a mirarlos por unos segundos a través de los vidrios de la puerta de la sala de espera.
Entré.

–Ehee flaco, pensamos que te habías perdido. –me dijo Alberto, mientras se levantaba del banco y venía a abrazarme.

–Flaco, olés a pólvora y a meado, ¿en dónde estuviste? Y larga una carcajada.

–Este pibe es un prodigio Homero, se sabe la colección completa de los cuentos de Jaimito. Me dice Rodolfo señalando a Carlitos que me mira con una sonrisa de satisfacción.

–¿Y flaco… es media tarde y nosotros a puro mate y vos por Buenos Aires; y las longanizas, y las trufas y el Finca Flitchman?, ahaa y te comunico que se acabaron los cigarros, hace como dos horas.

–Paren, paren, alguien me tiene que explicar esto –les digo.

–La vida y la literatura, ahí está la explicación –me contesta Alberto.

–Yo te doy detalles, pero antes andá a comprar algo al almacén, que nos estamos cagando de hambre. Me dice Rodolfo. La vida primero flaco, después la literatura, acordate lo que dice Alberto, continuó Rodolfo.

Alberto movía el traguito de vino dentro de su boca de derecha a izquierda y luego se lo mandaba con los ojos cerrados. Levantó levemente la cabeza y pronunció una oración en latín, al dios Baco.
Yo había comprado una lata de trufas, tres botellitas de tres cuarto, una ristra de longanizas, una lata de anchoas, otra de scargot (tal vez le gusten los caracoles, si son gente de principios, pensé), medio kilo de queso Edam y dos flautas de ese pan artesanal, de corteza crujiente.
Rodolfo le daba duro al queso y a las longanizas, el otro vagabundo se había hecho un sándwich de anchoas y queso y todos le dábamos sin piedad al Cabernet.

–Te pasaste flaco –me dijo Alberto–. Te veo mucho futuro en la literatura. Estas enfocando correctamente los principios de la espiritualidad.
Largate a escribir flaco, largate a escribir.

La vida es un delirio, si le ponés barreras estás frito. Claro, hay una trampa, si usas el delirio en forma gratuita, en forma exitista, sensacionalista, sos un mierda como escritor. El delirio tiene que tener sus conexiones muy bien empalmadas con la realidad y la realidad es el drama de la especie humana, o qué te creés que es el Gusano máximo de la vida misma, o “Los Soria”, ¿delirio per se?

–No, no, claro que no. Le conteste

–¿Trajiste cigarros, no?

–Sí, sí –Y saque de la bolsa de plástico dos paquetes de Imparciales 100.

Se le nublaron los ojos, me puso las palmas de sus manazas a cada lado de la cara y me dio un beso en la frente.
Yo quería que hablara Rodolfo, pero él ahora estaba muy entretenido con los scargot.
Cerraba los ojos y se los chupaba en una actitud casi mística. Se mandó cinco al hilo y pronunció una oración en griego antiguo.

–A Dionisios, que no solo era un borracho de principios, sino un auténtico gourmand –dijo Rodolfo.

Abrió los ojos y me miró.

–Vos querés que te diga algo, ¿no?

–Y, sí –le contesté, temeroso por la posible impertinencia.

–Me dieron con la Itaca, cerca de la cadera, perdía mucha sangre y casi inmediatamente me desvanecí. Me llevaron a la Escuela de Mecánica de la Armada. Puteaban por qué no me podían torturar en ese momento. El médico les dijo que si lo hacían perderían el tiempo, porque yo tenía todo el cuerpo insensibilizado. Me tenían que operar, para mantenerme vivo y después sí. Los planes eran darme durísimo y aplicarme la mecánica. ¿Sabés que es la mecánica?

–No –le dije

–La mecánica es la picana, con la maquina programada para recibir descargas de tres segundos, cada tres segundos, durante tres horas. El noventa por ciento de los torturados no lo pasan. Es durísimo. Pero también me iban a dar submarino, submarino seco, me iban a arrancar las uñas con una tenaza. Bueno, lo que me esperaba no iba a ser una fiesta.

–Yo….yo no pude hacer nada, Rodolfo, perdoname….

–Vos hiciste muchísimo, flaco. Yo te vi cuando te bajaste a esos dos. Uno era el Capitán de corbeta Alfredo Rubio y el otro el subcomisario de la superintendencia de seguridad federal, Evaristo Bestiaro. Dos torturadores psicópatas.

–¿Sí………?

–Claro, yo te vi como levantaste el martillo y acariciaste el gatillo…

–Cola del disparador, Rodolfo, hablando con propiedad, es la cola del disparador…

–Como quieras pendejo, pero lo hiciste como lo hubiera hecho el maestro.

–¿El maestro? ¿Quién es el maestro?

–Hemingway flaco, ¿quién va a ser?

–Ahaa…sí, sí y después… ¿qué pasó?

–Todavía no me habían operado, yo estaba consciente, cuando aparecen en la sala dos muchachos, una mujer y un hombre. Ella tenía una Browning 9 milímetros. El me alza en sus brazos y me dice, “Rodolfo tenemos que irnos”. La muchacha se tirotea dos veces con la guardia. Logramos salir. Después me entero que él logró soltarse del gancho que lo tenía amurado a la pared de su celda, libra a su mujer y quiere hacer lo mismo con su padre, quien dijo no tener fuerza para huir. Lo habían torturado demasiado. Entonces parece que sabían que yo estaba en la enfermería y me vienen a rescatar.

Yo logro esconderme en una de las islas del Tigre, hasta que me recupero gracias a un médico amigo. Al tiempo, me entero que ese muchacho que me rescató fue Luis Alberto Morales. Se exilió en México, con esa muchacha que era la esposa. Pero en México conocen a gente del Frente Sandinista, el tipo se alista para luchar en Nicaragua. Horas antes del triunfo del 19 de abril, Morales murió en una acción de guerra, mientras cubría la retirada de un grupo de sandinistas, la mayoría combatientes muy jóvenes, casi niños.

Carlitos no podía contener la emoción y comenzó a hacer pucheros.

–¡Hay que escribir algo sobre ese muchacho! –dijo Alberto.

–Sí, pero el compromiso político del intelectual, esa síntesis que habías logrado entre escritor de ficción y periodista de investigación, ¿adónde quedaron?, le dije a Rodolfo.

Le pregunté intrigado por lo que creía una fisura entre su pasado y su presente.
Todos me miraron con bastante recelo, hasta Carlitos me hizo un gesto como diciendo, ¡qué manera de hablar boludeces!

–No hay antagonismos Homero. Es todo dialéctico. Todo tiene una organicidad. Todo está maravillosamente dentro de esa cuenca oceánica de la vida, que te hablaba Alberto, o si querés de la cuenca cósmica del espíritu humano. Ahí vas a encontrar la respuesta. Había algo de inhumano en eso de a todo-o-nada. Yo no soy el héroe de la historieta, sino uno más, alguien que pone un poco el hombro todos los días, y cuando es necesario, pone algo más que el hombro. Pero teniendo en cuenta que debo y puedo también actuar en otro terreno, sin enceguecerme en la pura acción. Debo pensar, sin retroceder, y volver a pensar, y usar sobre mí algo de mi inteligencia y cariño. El compromiso no se ha perdido, todo lo contrario, lo que pasa que ahora es mucho menos evidente. Lo sutil necesita otro tipo de lectura –me dijo Rodolfo, sin sermonearme.

De afuera venía un runrún cada vez más ensordecedor, a medida que pasaban los segundos. El piso temblaba. Yo dije:
–Mierda, un terremoto, en medio de la Pampa, ahora sí que estamos todos locos.

–Si es Quelenquén, parece que se vino con la montonera –dijo Alberto.

–Vení, pibe, vamos a ver eso –me invita el vagabundo aun desconocido.

–Homero, devolveme el chumbo, ahora no lo vas a precisar. Ah, y te presento a Juan, nuestro hermano –me dice Rodolfo.

–Juan ¿qué?

–Juan, solo Juan. Me contesta Juan.

Una columna de antorchas venía cruzando a campo traviesa. El ruido era ensordecedor y la tierra temblaba.

–¿Sabés qué dijo Rodolfo hace algunos años? –me pregunta Juan.

–No, ¿qué dijo?

–“Cuando cuarenta mil hombres y mujeres salen a la calle, un héroe es cualquiera”.

–¿Quiénes son?

–Los ninguneados. ¿No leíste a David Viñas?

–¿Los conoces?

–Yo soy uno de ellos.
Somos los que no somos.
Somos los que no existimos.
Somos los sin rostro
Siendo el más definido.
Somos los ninguno
Siendo los imprescindibles.
Somos los despreciables
Siendo todos los valores.
Somos los negociables
Siendo los que no tenemos precio.
Somos los silenciados
Siendo todas las voces.

Vamos pibe, no te querrás perder esto, ¿no?
Estábamos en medio de la marcha y la alegría había ganado los cánticos y las consignas. Un cartelón decía, “Ha estallado en la historia la tempestad del pueblo”
Una gorda petisa y de nalgas monumentales me tomó de la mano sin mucha delicadeza y comenzó a zarandearme mientras un grupito de compañeras hacía coro de chamamé, golpeando con cucharones, los fondos de las cacerolas. Juan se reía como un loco. Los niños correteaban y saltaban.
Los jóvenes tenían cruzados en bandolera bombos gigantes que golpeaban con cachiporras. Y las cornetas aturdidoras no paraban de dar alaridos de desesperación y de euforia por mucho tiempo silenciados.

–¿A dónde van? –le pregunte a Juan

–Caminan, pibe, por el momento solo caminan. ¿Te parece poco?

La columna de gente comenzó a abrirse, dejando una calle despejada por donde apareció Quelenquén en su alazán mala cara.
–¡Huinca Homero, hermano Juan, estar preparados!

–¿Preparados para qué? –pregunté, ingenuo.

–¿Huinca Homero nunca haber escuchado sobre brutalidad policial?

Juan sacó de uno de los bolsillos una honda y algunas piedras. Yo otra vez metido en esto, pensé.
–¿Pero quién me manda a mí meterme en estos líos?

–La vida te lo pide, tal vez hasta te lo reclama y tangencialmente la literatura –me contesta Juan.

–¿Pero qué va a pasar ahora?

–Nos vamos a enfrentar a la montada. Son salvajes. Pero nosotros tenemos algunas tácticas…como ésta –y me muestra orgulloso la honda.
El primer gendarme arremete a todo galope contra la columna, Juan se para frente al caballo y cuando lo tiene a veinte metros le dispara una piedra que le da en la frente. El caballo clava sus manos en la tierra reseca y el milico sale disparado para delante, como unos quince metros, cayendo a los pies de Juan. Toda la gente festeja, le dan vítores al David. Comienzan a llover los gases lacrimógenos. La gente ordenadamente comienza a recoger las granadas y a devolverlas. Los caballos se espantan. La columna avanza.

–Yo vengo volteando milicos de esta forma desde la década de los 50. La primera vez fue cuando tenía unos 12 o 13 años, caí detenido y el comisario me dijo, “Mirá chinito, la próxima vez que te traigan te vamos a dar duro”, y de ahí en más no paré, porque no podía quedarme afuera de esas luchas.
Alguna vez he pensado que gasté mi vida peleando. Pero, ¿sabés qué…? también nos divertíamos y mucho, como ésta vez.

No se escuchaba otra voz que no fuera la del propio campo.
La columna ya se perdía en el horizonte y sus truenos eran solo un murmullo casi imperceptible.
Las ramas de los eucaliptos crujían a la menor brisa que las moviera, las palomas torcazas revoloteaban golpeando duramente sus alas, mientras un ternero gemía por su madre.

–Juan, me voy a quedar un rato tirado en la tierra.

–Bueno, como querás. Yo vuelvo a la estación. Pero mirá que mañana tenemos un día agitado.

–¿Mañana? ¿Qué es lo que va a pasar mañana?

–Salimos para el mar. El tren para a las 7 y 15 de la mañana.

–¿Ustedes también van para la costa?

–Yo estoy igual que Carlitos. No conozco el mar. Y no me sobra el tiempo.

Me tire boca arriba. Mire las estrellas. Me puse a especular sobre el tamaño del universo. Ya lo había hecho infinidad de veces.
Me dormí.
–Tomate un mate flaco.

Alberto estiró su manaza y me alcanzó el recipiente de cuyo borde afloraba una montañita de espuma verde.
Los cuatro estaban alrededor mío, sentados sobre el pasto, sonriéndome.
–¿Pensaste sobre la vida o sobre la literatura? –me preguntó Rodolfo.

–Sobre las estrellas.

–Correcto flaco, correcto. Mirá, ni sobre la literatura ni sobre la vida se puede pensar. A la literatura se llega escribiendo y a la vida….¿Está claro, no? Reflexionó juicioso, Alberto.

–Vamos que se nos va el tren –dijo Juan.

Los dejé en la arena húmeda, de cara al océano. A Alberto se le había ocurrido que debía sentarse en la posición del loto, o por lo menos intentarlo, así dijo, y no pensar en nada. Juan miraba el océano y se le caían las lágrimas. Carlitos tenía una sonrisa esplendorosa y Rodolfo aparecía y desaparecía entre la espuma del mar y el horizonte azul del cielo, nadaba escoltado por tres delfines.

Mi casa se veía desde la playa.

–Hola, vieja.

–Nene, mi amor, ¿está todo bien?

–Todo en orden viejita, todo en orden.

FIN.

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Mónica Oporto

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