De Cuba a Jamaica: entre la salsa y el reggae
El tiempo es un bien aún mucho más escaso que el dinero. El dinero puede ir y venir. El tiempo, en cambio, sólo va…
Walter Graciano
Las carnes, pollos o mariscos son marinados o frotados con una mezcla de especias, que pueden llegar a ser 30 o más, incluyendo ají habanero (un ají tan picante que el jalapeño parece suavecito), pimienta de Jamaica, nuez moscada, tomillo y cebollino. Todo se sirve acompañado de más salsa picante, arroz y guisantes, y un pan similar a las tortas de maíz fritas.
Cristina Juri Arencibia
De la zona del ALCA al Caribe. En 1993, desde el emporio miamense, cómplice, aunque parezca mentira, de un sueño viejo —¿el Miami de los Estefan y de Posada Carriles?— el vuelo a Cuba —sí, la misma que viste y calza socialismo o muerte— isla prohibida para los estadounidenses —aunque no, entre otros grupos, para los académicos— resultó, por muchas razones, memorable. Finalmente, después de muchos libros y películas, la visita a la Cuba revolucionaria se hacía realidad; ¿mejor tarde que nunca? Ahora vería con mis propios ojos lo que me habían dicho y lo que había leído. El momento de la verdad me esperaba a 90 millas de la Florida. ¿Se parecería Cuba a Fernando Ortiz, a Alejo Carpentier, a Wifredo Lam, a Nicolás Guillén, a Lezama Lima o a Irakere? ¿Se sentiría el espíritu del Che o el de Calibán? ¿Me cruzaría en alguna calle habanera con el Comandante vestido de verde?
Regreso a esa primera mitad de los noventa, una década —loca, según Joseph Stiglitz— tan lejana y a la vez tan próxima —¿le preguntamos a Menem o a Salinas de Gortari?— para rescatar, de esta conexión intercaribeña (Puerto Rico, Miami, Cuba, Jamaica), algunas relaciones de sumas y restas culturales, transacciones que, lo sabe bien Ana Lydia Vega, abren y cierran puertas del imaginario caribeño, un revolving door que funciona a muchos niveles. El relato de esta recuperación antillana está montado en dos secuencias. En la primera, un tanto vertiginosa, se da el salto inesperado —¿congruente o incongruente?— de Miami, bastión de la derecha, a Cuba, última guarida del león; en la segunda secuencia, más autocrítica, se da la transición de Cuba, zona del son, cultura del ron, a Jamaica, zona del reggae, cultura de la ganja y, para estos ojos boricuas, de una fruta roja. Drama de una caribeñidad en tensión: ensayo de sumas y restas, ¿cuántas veces se puede ganar y perder en una misma escritura?
De Miami a Cuba. Del centro prepotente, una historia de tantos golpes, al margen de las aguas calientes, donde las olas se la pasan batiendo los tiempos de muchas tempestades, me cupo la suerte —¿a quién le cabe el derecho?— de reclamar, al comienzo de una década feroz —los noventa— esta plenitud esplendente: en la inauguración de la época Clinton —una mano que apretará mucho a México— aterricé en La Habana —ciudad maldita— desde la península que imantó, tantos años antes, desde Puerto Rico, a Juan Ponce de León, ¿otro cristiano al garete? La Florida: una geografía llena de tiburones diestros, con dólares en las agallas, siempre listos para vender —como barracudas en celo— una política de esquina, bocadillo fácil —en un plato de muchos dólares— para los cardúmenes de esa tropicalidad. Florida, nombre que suena a San Agustín.
Para Cuba, eran tiempos de vuelos charter que llegaban, aflojadas las tensiones, de la península antagónica; los cubanos de Miami que entraron al avión —no los ortodoxos— traían cargamentos de medicinas y dólares, una alegría rebosante de la mejor intersubjetividad. Primero la familia; después, la política. La economía de la isla —¿castigo de Dios?— horadada por el período especial, sentía con violencia los últimos coletazos de la Guerra Fría pegando golpes a diestra y siniestra —un sonido hueco— en las paredes del estómago nacional. Definitivamente, para el peso cubano, no eran tiempos de carnaval. Entre la entropía y la más dramática falta de recursos básicos —historia de una política internacional— me tocó viajar de Miami a Cuba —un reflejo especular— con una cubana que vivía, desde hacía pocos años, en Puerto Rico; confundía, como los que confunden los versos de Lola Rodríguez de Tió con los de Martí, Guaynabo con Guanabacoa.
Una vez aterrizamos en La Habana, al entrar por el Aeropuerto Internacional José Martí, la realidad se me confundió con el deseo: no podía creer que había aterrizado en Cuba, isla imaginada, desde los setenta, a partir de la ensoñación romántica que, en verdad, se creyó lo de la lucha entre David y Goliat. ¿Poesía o prosa? ¿A quién se le cayeron, de la risa, los pantalones? Quizás porque, como puertorriqueño, lo cubano había sido siempre importante, la idea —errónea, por supuesto— de que Cuba me iba a agradecer la llegada, me dejó, ante la realidad del silencio lógico, desconcertado: ¡puñeta!, nadie se dio cuenta de mi arribo triunfal a La Habana. ¿No había jugado Severo Sarduy, un neobarroco afrancesado, con una entrada parecida? ¿Ensor? En fin, Cuba no me reconoció como boricua solidario; por eso, me tocó ser, a pesar de que no había multitudes, otro turista que llegaba —como quien dice, en taparrabos— a la isla de Capablanca. Estaba en Cuba, sí, ¡coño!, pero nadie se dio cuenta, ¿realidad o fantasía?, de mi epopeya boricua.
Santiago. Ese mismo día viajé, algunas horas después, a Santiago, donde pasaría nueve días en Carifesta, un ajetreo de mucha calle, de mucho calor, de mucho cuerpo —Sudor (1934), una novela de Jorge Amado— de mucha africanía negra y blanquiñosa y de mucha errancia, como, en principio, le gustaba a Luis Rafael Sánchez la caribeñidad: a la intemperie, siempre jugosa. Santiago, la ciudad más negra de Cuba, también, la más haitiana; del aeropuerto Antonio Maceo al hotel Meliá —¿quién le tenía miedo a los pequeños, nada exuberantes burgueses de primera generación?— la trayectoria tenía algo de deja vu. ¿Estaba en Ponce, segunda ciudad de PR?
En la Casa del Caribe, localizada en el Reparto Vista Alegre, el babalao, vestido de civil —llevaba un maletín negro— tiraba los caracoles con la mano derecha; con la izquierda, se secaba el sudor con un pañuelo rojo y blanco; en silencio, los turistas, amontonados, mirábamos alelados al babalao, mientras el director de la Casa, un cubano de piel blanca, iba y venía como una jiribilla. ¿Qué decían los orishas? ¿Echaba fuego por la boca Changó? ¿Era por eso que hacía tanto calor? El logos afrocubano reencontraba su espacio en la industria cultural, la cual, según dijo, en una charla de apertura a Carifesta, Armando Hart, Ministro de Cultura, Cuba desarrollaba con abierta determinación revolucionaria. También la cultura podía generar las divisas que el país necesitaba urgentemente. Algunas casas más abajo de la Casa, estaban las antiguas mansiones prerrevolucionarias de los santiagueros ricos; ahora, viviendas multifamiliares muy maltratadas por la Guerra Fría, casonas de la primera mitad del siglo XX que los ortodoxos de Miami, siempre ávidos, amenazaban con recuperar a quemarropa. ¿El regreso de Desi Arnaz con pistolas? Balaustradas de mucha caribeñidad, construcciones domeñadas por la intensidad del calor tropical; al caminar por la acera del vecindario, el vapor de la humedad empañaba la visión de las casonas: quedó fijada en la memoria, como un dardo de siete colores, la fachada venida a menos de una mansión en azul y blanco.
De noche, un sábado en la madrugada, al regresar de un bar —un local completamente local, donde se tomaba ron de la casa y el baño, como en el resto de América Latina, hedía a orín— ninguna megalópolis podía competir con los detalles de Santiago, una ciudad con mucha piel: de qué callada manera se me acerca usted sonriendo. Como a las cuatro y media de la madrugada, el peatón y sus amigos, invadidos por la total ausencia de violencia —libres del miedo al tumbe, al palo— caminaban del centro histórico al hotel Meliá —una mole posmoderna hecha para enfrentar los noventa— como si se tratara de una secuencia libresca, demasiado libresca, en una ciudad paradójicamente bucólica. Según se alejaba del centro, pasando de una calle a otra, el peatón, inscrito en el mejor flow de esa madrugada, le iba pasando por el lado a unos grupúsculos inconspicuos de gente que socializaba frente a la casa, sin hacer ruido, disfrutando, en paz y a la intemperie —casi invisibles— de la conversación, de la oscuridad —siempre cómplice de la sociabilidad más íntima— y del rocío que refrescaba la noche. Santiago, una ciudad, a pesar y también a raíz de la precariedad económica, de una callada intersubjetividad nocturna.
De Carifesa, más allá de la calle y la errancia, de las conferencias, los conciertos y las obras de teatro, me tocó aprehender, sobre todo, algo más general y simple: en tiempos de vacas flacas, celebrar sin cerveza, con poco ron y con hambre, no era fácil. En esa coyuntura, cualquiera se subía al caballo del turismo; en una encrucijada así, tan cercana al vacío de la nada, cuando, en última instancia, el agua con azúcar hacía de cena en muchas mesas, todo se tenía que trastocar. Mea culpa. Me tocó deambular por Carifesta —siempre identificado como turista por la ropa— en el peor momento de la Revolución; cuando el apretón de la unipolaridad globalizada lo dividía todo entre los que llegaban con dólares y los que tenían que vivir con pesos: leche, nunca olvidaré la molestia que me ocasionó que los cubanos de a pie no pudieran entrar a los hoteles, a menos que el turista —un sujeto vestido de verde— firmara un documento que los autorizara a entrar al inmueble. Cuando el gas pelaba, aleteaban las palomas que cagaban jugo de tomate en el bar, tomando ron con Coca Cola traída de Panamá, se le cerraba el ojo a cualquiera que anduviera flojo del estómago. ¿No se la pasó al garete, en otra precariedad, cortando cabezas como buen cristiano viejo, el Apóstol Santiago? ¿Quién volvía a traer, a principios de una década loca, la espada con sangre en el filo: la cara o la cruz?
Flow en tensión —¿tinta o miel?— el más intenso de Santiago, a quemarropa —sí, a punta de pistola, como diría Tego Calderón— quedó enmarcado en esta visualidad, paradójicamente recíproca, una estampa para nada costumbrista, un flow de mucha intensidad translocal en la que no cabían las postales turísticas. Por un lado, en la terraza del restaurante X, a un costado de la plaza Y, estaban las mesas ocupadas por los turistas —los que teníamos monedas extranjeras— con sus amigos cubanos, quienes, tomándose unos tragos y picoteando algo, hablaban y se reían; por el otro, del lado de allá de la verja que nos separaba, estaba el tumulto de los cubanos que no podían sentarse en el restaurante porque no conocían a ningún turista que los entrara y les pagara una cerveza, una humanidad, siempre respetuosa de la frontera, focalizada en los que habían logrado entrar, quienes, a su vez, no hacían sino —¿reciprocidad paradójica?— mirar a los que, por quedarse fuera, los miraban. Flow de miradas encontradas en una dicotomía pasajera: quién le dijo que yo era risa siempre, nunca llanto. El otro flow, más pulposo, lo marcaron los que, gozando de lo lindo, se pasaban la noche hablando a la intemperie; los que, desde temprano en la mañana, se reunían en el parque; los que esperaban la guagua al alba; los que caminaban por el pueblo en grupo; los que, aun con empleo, vivían, como los demás, la carencia calórica que sufría el país. Se trataba de un flow establecido por un ritmo —la opción cero— que parecía, a pesar de las inclusiones y exclusiones de ocasión, homogéneamente repartido; a diferencia del flow habanero, que resultó mucho más ambiguo.
La Habana. Como un rayo que caía de la nada —¿disparaban luz o mierda desde la península?— al llegar de Santiago a La Habana, un regreso del margen al centro, se quebró, esa misma noche, el flow que, en nueve días, se había ido fraguando en la segunda ciudad del país; piel de otra materialidad, ¿pus o caca? Sin más, irrupción, a calzón quitado, de una opacidad más difícil de leer. En el primer encuentro con la costa de Varadero, esa primera noche en La Habana basculó, y se me fue de culo, la realidad: los turistas, por un momento, dejamos de ser sujetos vestidos de verde. ¿Se nos veían, cagados o limpios, los calzoncillos? Del aeropuerto al hotel, un viaje cuyo último trayecto se hacía a lo largo del malecón, paramos a comer en un restaurante-bar, típicamente costero, con mesas a la intemperie, con música en vivo —un conjunto de salsa— y espacio para bailar. Un lugar con buenísima onda, aunque nada de la proximidad santiaguera. Noche de rumba, un grupo de jóvenes disfrutaba del bailoteo, la comida y las bebidas. Todo parecía muy playero. Sin embargo, ¿quiénes eran esos cubanos que, como los turistas, tenían tantos pesos para gastar un viernes por la noche, en un local que, sin ser Roma, no era para dólares endebles? ¿No se sentía en La Habana el vacío del periodo especial con la tenacidad que se sufrió en Santiago? Desde el otro lado de esta interrogante cubana, dando saltos como una metáfora, Clinton, un republicano encubierto, firmará en poco tiempo el TLCLAN: un animal con hambre decimonónica. ¿Dejarán los cristianos de la metrópoli, católicos o protestantes, que Cuba, una realidad en este momento desesperada, se muera de sed? Desde esa tensión neoliberal, la hamburguesa que, empujándola con una cerveza cubana, me comía al ritmo de la salsa a la orilla de Varadero, parecía una paradoja benévola; en un mundo de flows y tensiones encabalgados, ¿quiénes, en última instancia, se comían la comida de los demás? ¿En qué clave se establecía el flow de La Habana? ¿Cuántas veces cabría el de la provincia, un flow bastante homogéneo, en el de la capital?; para mí —una materialidad virgen— un flow imprevisto.
Tres días en La Habana, una ciudad tan arquitectónicamente literaria, tan haitiana en su modernidad, resultó, a quemarropa, poco tiempo —en verdad, nada— para organizar el espacio, que ahora, por culpa de Santiago, parecía demasiado disperso, inasible, inscrito en unas coordenadas aparentemente móviles, cambiables o giratorias, que atentaban en su confusión con sacar a la Habana Vieja, una zona de encuentros, del mapa, empujándola hacia la bahía. ¿Otra vez el Maine? ¿Se movía todo hacia la derecha o era la gravedad del mercado negro? Ante la desorientación espacial —Santiago, geografía para un cuerpo a pie— fue necesario una mirada panóptica —que no por eso divina— que pusiera las cosas en su sitio. Verticalidad tripartita, ¿exceso de diversidad?: desde el restaurante del hotel, ubicado en el último piso de un edificio mediano, se obtenía una visión aérea tranquilizadora; todo, como las aguas, estaba en su lugar. De frente, el Estrecho de la Florida y El Malecón; hacia los lados, todo un mundo asimétrico de tejas y muros. ¿Porotocarrero? A poca distancia, de blanco, estaba el edificio de Casa de las Américas. Hacia el este, se llegaba a la bahía; hacia el oeste, al edificio de los intereses estadounidenses. Entre casas y edificios, calles y avenidas, el flow de esta parte de La Habana lo marcaba la tranquilidad de las tejas y la invitación de los árboles; a lo lejos se veía el malecón. Flow de otro periplo: del rojo estático de los techos al verde móvil de los árboles; y, a lo largo del malecón, como un chisporroteo de blanco, las olas que pegaban con fuerza. Olor a playa; el de La Habana se parecía al de San Juan. Las guaguas pasaban cargadas de gente. Por todas partes iban y venían —¿presencia china?— las bicicletas.
De alguna calle de La Habana Vieja despuntó, inesperadamente, la Casa Puerto Rico, una aparición que, a pesar del salto, nunca pude abrir: en dos ocasiones toqué, pero las puertas se encontraron cerradas. De más apertura fue el encuentro —un flow más inesperado— con el afroamericano que, desde los años setenta, vivía refugiado en Cuba, sin posibilidades de regresar, so pena de cárcel, a Nueva York; un ex Panteras Negras que, desde entonces, se había dedicado a aprender el mundo de la cultura afrocubana. En el mejor de los casos, un flow carpenteriano. El mapa de las Américas gravitaba, otra vez, en torno a la búsqueda de una identidad huidiza; pero ahora, en vez de irse a Suramérica, el personaje se reencontraba consigo mismo en La Habana. Cuando visitamos la Casa de África, junto a un amigo que, desde San Francisco, le traía muestras de perfume casero —un oloroso frasquito azul— el ex Pantera hizo las veces de guía, manejando con destreza el panteón afrocubano, parte de una historia que recuperaba con sentido de pertenencia antropológica.
Tres días en La Habana, entre la Casa de las Américas y el caso viejo, siempre sobrecogido por el espacio, como si en vez de andar por la ciudad de las columnas flotara, en taxi, por una geografía que, a flor de piel, se me movía de sitio. ¿Señas de otra identidad? Difícilmente. ¿Por qué no caminé, como en Santiago —aunque fuera mucho más lejos— del hotel al casco histórico? Nostalgia de una experiencia que nunca se dio; una distancia de piel. La Habana, recuerdo de una ciudad que apenas pude tocar; ¿cuántas columnas se me quedaron si ver? Desde La Habana Vieja, en la galería de arte de un hotel céntrico, la pintura de Wifredo Lam, un disparo de nieve, me trazó, fortuitamente, algunas coordenadas; de otra calle imprevista, una suerte de Casa del Libro Alejo Carpentier marcó otras vías de acceso; a su vez, desde la costa, el Castillo del Morro prendía y apagaba soles en pleno mediodía. ¿Quién había borrado las señales de humo? ¿Cómo es posible que no registrara en la memoria —¿ni siquiera un sonido hueco?— una imagen panorámica de la bahía de La Habana? ¿Dónde estaban los recuerdos de todo lo que no pude ver? ¿Y las memorias de lo que confundí? En tres días, como si nada, el flow de La Habana se tragó el poco tiempo que le quedaba al viaje; al final, sólo quedaron fragmentos que, entre la Casa de las Américas, la Plaza de la Revolución y la Habana Vieja, se mezclaban en la memoria. Cuba, término heliocéntrico de un periplo que será necesario retomar antes de que se consuma en su propio exceso el neoliberalismo.
De regreso al Aeropuerto Internacional José Martí, en la sala de espera se congregaba una humanidad diversa; entre los que volábamos a Miami había un grupo de cubanos de la isla, cada uno con un sobre manila en la mano. Algunos volaban como turistas a la Cuba de Jorge Mas Canosa y Willy Chirino, donde los esperaban sus familiares; otros iban con una visa para no volver. ¿Quién los recibiría del otro lado de la Revolución? Como en otros aeropuertos, el drama cubano parecía un desprendimiento de base católica. El avión despegó a la hora señalada; la vista aérea —calamar en su tinta— prometía un último intento de capturar, desde arriba, como un pequeño dios en cueros, aleteando de frío y de pudor, la ciudad que nunca tuve entre los brazos. ¿Se vería desde lo alto El Morro?
De Miami a Jamaica. De La Habana a Miami; del original, en un sentido positivista, a la copia, al aterrizar en la península, futura sede del ALCA, me sorprendió el cuadro que me encontré, de frente, en el aeropuerto: toda la atención —unas miradas penetrantes— de los cubanos que, ansiosos, esperaban en el aeropuerto a los familiares que llegaban con un sobre manila en las manos, a los amigos que llegaban con las manos vacías —¿a los enemigos?— que venían de la isla prohibida. Otra vez, la realidad resultaba más inquietante que la imaginación: la atención que yo esperaba recibir al aterrizar en el Aeropuerto Internacional José Martí, se me tiró encima en el de Miami, donde habría preferido pasar —¿Omega 7?— desapercibido. Al término de una escala de dos noches, mientras caminaba, entre negocios brasileños, turistas argentinos y cafeterías cubanas con empleadas nicaragüenses, por el downtown de Miami, pensaba en lo que habían dicho algunos cubanos en la isla: que, a pesar de la proximidad geográfica con Jamaica, la moda de los dreadlocks que se veía en todas partes había llegado a Cuba desde Angola. Bob Marley, ¡tan cerca y tan lejos! Miami, ¿existe otro punto intermedio entre la salsa y reggae?
Kingston. Al cabo del recorrido entre las antípodas —de la izquierda en la Habana a la derecha en la Calle Ocho de Miami— aterrizaba en el Norman Manley International Airport de Jamaica, donde el Partido Nacional del Pueblo (PNP), un partido socialista democrático, acababa de ganar las elecciones. Desde lejos, la costa noroeste de Montego Bay, como en un sueño viejo, me olió a Lezama Lima. Al salir del aeropuerto, el flow jamaiquino puso inmediatamente las cartas sobre la mesa: en esta isla que los ingleses les ganaron a los españoles en el siglo XVII, el flujo callejero, como si todos fueran zurdos,se movía por la izquierda. ¡Inglés! En la conferencia sobre el Caribe, el español no sería el eje dominante; Jamaica, mi primera visita a la isla de Bob Marley, uno de los músicos populares de la segunda mitad del siglo XX.
Igual que los cubanos descubrieron, estando tan cerca de Jamaica, los dreadlocks en Angola, yo había descubierto el reggae lejos de Puerto Rico. Ahora, en ruta hacia el Museo Bob Marley, me preguntaba si Bob descubrió alguna vez la salsa. Al entrar a los predios del museo, después de pasar el restaurante etíope, el autobús, dejando atrás la estatua del ídolo con la guitarra, la melena y la boina de tres colores, se detuvo bajo una sombra. Al bajar de la guagua, frente a las plantas de marihuana que cultivaban los rastafarianos, en medio de una humedad reinante, sentí el paralelo entre la espacialidad cubana que había encontrado a Jamaica en Angola y la boricua: en la ciudad de Cincinnati, a mediados de la década de los ochenta, lejos, muy lejos del Caribe, escuché por primera vez el reggae, uno de los temas emblemáticos de Marley, Is This Love (1978). Apoteosis en el sótano de una casa vieja cerca de la Universidad de Cincinnati, donde un boricua experimentaba, bajo el efecto de la música, el flow de la caribeñidad anglo. Como en el caso de Angola para los cubanos, Cincinnati se convirtió en trampolín de una caribeñidad más amplia.
Reggae. Muy anglocaribeño en su arquitectura, el museo de Bob, un castillo que fue su casa y su estudio de grabación, me deslumbró, sobre todo por lo que pude comprobar dentro: en los nueve tours que hizo de 1973 a 1980, Bob no visitó ningún país latinoamericano, como si el reggae, durante esa época, fuera alérgico a la zona cultural de la salsa, de la nueva canción, del rock nacional. En el estudio de grabación, del otro lado del vidrio, un mapa viejo pegado a la pared marcaba los países donde había estado Bob. Desde una óptica hispanocaribeña, concluí en silencio, Marley fue radicalmente centrífugo; las únicas dos veces (1978 y 1980) que estuvo en un país hispanoparlante, se mantuvo en Europa. De las Américas, sólo visitó Trinidad y Tobago. Quedaba claro —interesante que yo lo viniera a visitar— que, durante su tiempo de cocción, Bob se movió fuera del espacio latinoamericano: ni siquiera, en la época tan impar en la que le tocó tocar, estuvo en Cuba, tan cerca de Jamaica. En España, estoy casi seguro de que, las dos veces que estuvo, paró en Barcelona.
Tan cerca de Jamaica, sin embargo, el Puerto Rico de la última mitad de los setenta —cuando Rubén Blades pregonaba, desde Siembra (1979), una agricultura latinoamericana— se mantuvo a su vez alejado del espíritu de Bob. Separados por la música caribeña, la salsa nunca me facilitó escuchar el reggae; en vez —¿sin querer queriendo?— me cerró las puertas. Desde el museo de Bob, descubría, a pelo, frente a un mapa viejo, la fragmentariedad cultural de la que hablaban siempre los teóricos de la modernidad caribeña. Bob Marley, tan cerca y tan lejos: ¿dreadlocks en Angola?, ¿reggae en Cincinnati?
Otra tropicalidad. De Kingston, el viaje por tierra a Ochos Ríos, una costa radicalmente turística, mitigó de dos maneras, como si en el esfuerzo ganáramos espiritualmente a Bob, la ausencia de la salsa en el museo del reggae. Por un lado, el viaje de la capital a la provincia invertía los vectores de legitimación cultural; alejándonos del entorno metropolitano, entroncábamos más literalmente con el pasado hispánico de Jamaica, Ocho Ríos; por el otro, la travesía de la capital sureña a la costa norte mostraba el paisaje interior de la isla, una tropicalidad como la de Puerto Rico antes del Estado Libre Asociado, pero con una gran diferencia, marcadamente roja: el ackee, fruta nacional de Jamaica que, servida, es amarilla como el huevo revuelto. Fruta que —en Cuba le dicen árbol de ceso— no se conocía en Puerto Rico. Lo que la música no daba, la geografía prestaba: Jamaica, una caribeñidad que Puerto Rico incorporará a partir de los noventa, década de la jamaiquización boricua, cuando los salseros se hicieron, finalmente, rastafarianos.
Jamaica, un Caribe en molde angloafricano en el que, por cuestiones históricas, quedaba un flow colonial que, tanto en Cuba como en Puerto Rico (y la República Dominicana), había dejado de fluir. En la conferencia, los profesores jamaiquinos, anfitriones del encuentro —al que invitaron sabiamente a la poeta Maya Angelou, cuya declamación, descomunal, erizaba la piel— parecían, en ocasiones, ingleses de piel negra, como si un profesor de La Habana o de Santo Domingo gestualizara al estilo de un criollo aristocrático.
En algún punto de la costa jamaiquina, de vuelta a Kingston, un día antes de regresar a Miami, paramos al mediodía a comer pescado en una fonda a la orilla de la playa, tipo quiosco popular a puerta abierta, con dos mesas, un bar precario y una cocina descubierta; un local de ventanas abiertas por donde entraba la brisa y el vaivén de las olas que morían a sus pies; un comedor inscrito en el centro del olor a mar. En la mesa contigua, un jamaiquino de padres costarricenses, empleado municipal, conversaba mientras esperaba su mariscada. El sol de las doce se sentía golpeando con fuerza el techo de zinc; sin embargo, era un día de poca humedad. A pesar del calor, la brisa corría con gracia. Después de la primera Red Stripe, una cerveza que el comensal jamaiquino nos había recomendado, llegó el mero frito con líneas de jícama a un costado y al otro una ensalada de lechuga y tomates; un pescado fresco que, antes de terminarlo, me hizo salir del restaurante, desesperado, con una segunda Red Stripe en la mano, loco, ahogándome, buscando brisa, ventilación, aire para mitigar el fuego que me quemaba la boca, la cabeza y la sien: efecto insospechado de la jícama picante, con acción retardada pero brutal, que me había comido creyendo que eran papas hervidas.