De la Campania y Puglia al Epiro (Diario de viaje)
Erasmo Magoulas. LQSAomos. Octubre 2014
Iba camino a la región de Puglia. Salí de Nápoles a mediados de abril, con el aún brillante sol de la Campania, y el aire fresco que corre por las tardes, a través de ese paseo marino que es la Via Francesco Caracciolo, y el azul del Tirreno.
Uno se despide de esos lugares con un dejo de tristeza. Había caminado por Nápoles acordándome de la película Passione de John Turturro, de un amor imposible, Lina Sastri, de las películas protagnizadas por Sofía Loren, de la versión de O sole mio de Massimo Ranieri, y de los colores y la música del Quartieri Spagnoli. Marinos de la Grecia Arcaica desembarcaron en las Islas de Capri e Ischia hace unos tres mil años, dando inicio a una expansión cultural sin precedentes, la Magna Grecia. Mi corazón me decía que esa geografía humana no me era del todo desconocida.
Una mañana partí para el oeste de la Bahía a conocer el Puerto de Pozzuoli y las ruinas griegas de Cumae en honor a Apolo, junto al Lago Averno al que le cantara Virgilio en su Eneida.
Había leido que el escritor y viajero francés André Gide se había apasionado por un corredor marino de extarordinaria belleza, era la Costa de Amalfi. Gide no se había equivocado, si el paisaje natural era deslumbrante, la mano del hombre lo había enriquecido con colores y formas. Desde Sorrento, la tierra del poeta Torquato Tasso, recorrí el camino de Gide hasta el pueblito de Amalfi. De regreso a Nápoles paré en Pompeya, caminé incansablemente la ciudad, en ruinas desde hace dos milenios, e hice la tradicional subida al Vesubio. Un tren interurbano une poblaciones de historia apasionante, entre Pompeya y Nápoles, como Torre Anunciata, Torre del Greco, Ercolano, Portici, y San Giorgio.
En Sorrento vi, en huertas familiares, la producción de limones más extraña que haya visto jamás. Inmensos árboles del cítrico,
tan altos que para realizarles las labores de cura, poda y cosecha se fabrican andamios permanentes de varios pisos. El destino de la producción será el delicioso licor limoncello y por supuesto el –ningún tamaño es suficientemente grande- gelato de limón.
Yo paraba en un quartieri muy tradicional de Nápoles, Mergellina, y la Estación de trenes me quedaba a escasas dos cuadras. De allí partí a Brindisi. Estuve varias veces tentado de bajarme a mitad de camino cuando pasé por la región de Basilicata, donde se encuentran reliquias arqueológicas griegas en Potenza y Matera, pero el tiempo apremiaba y el crédito de las tarjetas se encogía a una velocidad que siempre nos da una sensación de vértigo a los que viajamos.
Brindisi es una pequeña ciudad con muy poca actividad turística. Después de los tsunamis, de visitantes extranjeros, que sufren las grandes ciudades de Italia, llegar a una mediana localidad que no es tocada por ese fenómeno, uno tiene la sensación de ser un sobreviviente. Es tanta la extrañeza de los locales por los visitantes que en el mercado de verduras y frutas, mi condición de coterraneo de Maradona y Messi me granjeó la simpatía de varios puesteros. El júbilo del aceitunero era tal que me regaló una selección de aceitunas marinadas de diferentes variedades. Trajo un par de vasos y una botella de Nero amaro, un vino rojo tradicional de la región de Puglia. Tarde de aceitunas, Nero amaro, y práctica de mi Italiano, el cual, al final de cuentas, no resultó tan horrible.
Uno no se quiere ir de Italia, se los aseguro. Se me cruzaban por la cabeza decenas de escusas para no partir, y eran tan buenas como la de hacerce una disparada a Lecce, la Florencia del Sur, donde se reune lo más granado del Barroco italiano de los Siglos XVI y XVII; o una visita a Martano, Melpignano y Calimera, la Grecia Salentina, donde se habla el Griko, un dialecto con una notable influencia del Griego, y donde todos los agostos se realiza uno de los festivales musicales y danzarios más electrizantes de la Cultura mediterranea, La Notte della Taranta.
Desde Brindisi había dos ferries a Grecia, uno llegaba a Igoumenitsa y el otro a Patras. Mi intención era tomar éste último, pero no me acuerdo por que motivo este servicio estaba cancelado por una semana y el único disponible era el de Brindisi-Igoumenitsa.
Igoumenitsa es un puerto griego sobre las confluencias de los mares Adriático y Jónico, en el norte del Epiro, cerca de la frontera con Albania. Las ocho horas de travesía fueron de una tarde muy luminosa, un cielo radiantemente azul y mar tranquila, así que sentarse en la cubierta y contemplar aquello era un lujo, me dije, y eso es lo que hice toda la tarde. El ferry pasó por el estrecho entre la Isla griega de Corfu -la última parada de Odiseo, antes de llegar a Itaca- y la pequeña ciudad balnearia albanesa de Ksamil. Algunas luces comenzaban a encenderse, a uno y otro lado del estrecho. Lo que se veía, tanto a babor como a estribor, estremecía por su belleza.
Llegué a Igoumenitsa alrededor de las nueve de la noche. La ciudad en penumbras, se presentaba como poco acogedora. Era el único turista. El resto del pasaje estaba conformado por griegos que volvían, luego de una circunstancial residencia en Italia por cuestiones de trabajo; y rumanos y búlgaros para conchabarse en trabajos agrícolas temporales. En la tarde del siguiente día llegaría a Atenas.