De los necios, los mastines y los lobos en los tiempos sombríos

De los necios, los mastines y los lobos en los tiempos sombríos

Por Fernando Llorente*

‘Mientras llueva hay esperanza’. Esta máxima que siempre ha sostenido desde la infancia este enamorado de la lluvia que se esconde -o se muestra- tras estas palabras precipitadas está dejando de ser tan verdad. Apenas he escrito nada desde la catástrofe de Valencia: los 600 litros por metro cuadrado, los más de 200 muertos humanos (los de animales no humanos ni los contabilizamos), la devastación del agua que sacó a la luz la previa y premeditada devastación urbanística de los cauces del litoral valenciano (tan premonitoria y crudamente descrita en la obra novelística del imprescindible Rafael Chirbes), la incompetencia criminal de las autoridades todas, etc. Todo aquello fue tremendo, aunque hay que reconocer que también fue la crónica de un desastre previsto y anunciado, probablemente fue sólo el primero en estos lares de los muchos que vendrán.

AP

Estábamos avisados: la comunidad climática lleva decenios alertando, sus informes y estudios nos han servido a los ecologistas y ambientalistas para argumentar y predicar, las más de las veces en el desierto, sobre la que se nos venía encima. Así que, en el fondo, la única sorpresa que nos trajo la Dana fue que tras la avalancha de lodo y agua viniese un no menos tóxico aluvión de mentiras y delirios negacionistas, y para eso, hay que reconocerlo: no estábamos preparados.

Tendemos a pecar de ingenuidad y a minusvalorar la capacidad de la estupidez humana para construir infiernos mentales y materiales, profecías auto-cumplidas que se tornan maldiciones, y delirios mesiánico-diabólicos. El ser humano es la única araña que se enreda en su tela.

Si miramos con detenimiento la catadura moral de los dirigentes políticos a los que votamos y entregamos el manejo de los asuntos públicos, caben pocas dudas de que algo anda muy mal en la capacidad de discernimiento de las mayorías sociales. El fantasioso relato disociado del negacionismo climático es compartido por activa o pasiva por la inmensa mayoría de la casta política y de la ciudadanía que (todavía) vota, y ello constituye un síntoma más de deslizamiento psicocognitivo hacia un territorio muy peligroso en el que proliferan verdaderas y variopintas psicopatologías de masas, que fluyen por cauces diversos y que, como en otras etapas históricas críticas, pueden acabar confluyendo y desaguando en esa ‘ciencia política para tontos que es el fascismo’ (en afortunada descripción de José Millán).

El horizonte ya está cuajado de ominosas manifestaciones de ello: tecnofascismos o tecnofeudalismos como el que dibujan los Trump, Milei, Meloni y otros deleznables; el autoritarismo de estado ruso, o chino; los desquiciados integrismos musulmanes, sionistas y monoteístas en general; la deriva armamentística y la paranoia rusófoba europeas; la neurosis genocida del gobierno y la población de la entidad sionista; los descerebrados carniceros que han sustituido en Siria al descerebrado carnicero Al Assad y tantas otras nubes oscuras que apuntan a futuros nada halagüeños en los que parece que el recurso a la violencia se privilegia como patrón regulador de las relaciones sociales. Por desgracia parece que los últimos estertores del autoritarismo patriarcal van a ser muy trágicos y que el declive inevitable del capitalismo industrial nos va a deparar todavía niveles de devastación de una dimensión horrible, espeluznante. Lo que Bifo (Franco Berardi) denomina brutalismo: “al hacer de la competencia el principio universal de las relaciones humanas, el neoliberalismo ha ridiculizado la empatía por el sufrimiento del otro, ha erosionado los fundamentos de la solidaridad, y con ello, ha destruido la civilización social”. En este sentido es que el actual clima belicista y las políticas de rearme son un verdadero peligro aunque finalmente no hubiera guerra (mundial), no sólo porque dilapidan recursos y trabajo vivo, sino porque además introyecta en la sociedad este clima violento de ruptura del vínculo social que algunos denominamos “régimen de guerra”.

Cuando teníamos que unirnos fraternalmente más que nunca en un esfuerzo colectivo para la salvación de nuestra especie y de las demás que nos acompañan, nos entregamos a lo contrario: a una nueva ronda darwinista de guerra de todos contra todos y contra Gaia, con el agravante de estar en posesión de un poder tecno-militar de autodestrucción total, como nunca antes en la historia habíamos tenido.

Cuando teníamos que ser más prudentes y cuidadosos nos entregamos al exceso y la locura nihilista: que personajes de la catadura moral de Trump, Putin, Macron y Von der Leyen tengan a su alcance el botón rojo del apocalipsis nuclear es probablemente una de las pesadillas distópicas más tremendas que nadie haya podido imaginar. Otra vez ocurre aquello de que la realidad supera a la ficción.

Así que, ante estas pavorosas perspectivas me pregunto cómo hacer para habitar los días oscuros sin dejar que los afectos negativos me hundan en la desesperación. Y la estrategia que sigo es la de aferrarme a las pequeñas luces y alegrías de la cotidianeidad, rumiar recuerdos bellos, amasar sueños y deseos liberadores (iba a escribir ‘libertarios’: pero esta palabra también ha caído víctima del brutalismo de la neolengua reaccionaria que coloniza el ‘sentido común’ de este momento crepuscular, su significado original se ha pervertido radicalmente: que ese monstruo argentino de la motosierra se autodefina como libertario es un buen ejemplo de lo bajo que estamos cayendo, aunque eso sí, hay que reconocerle a ese psicópata que la motosierra es un excelente símbolo de la barbarie destructiva de nuestro tiempo, ).

Así que paseo por la montaña azul para espantar el desasosiego, la tristeza y el miedo. Aquí al menos todavía queda mucha belleza a la que entregarse, mucha vida por cultivar y defender, muchas criaturas de las que aprender modos de habitar sin daño los días que nos quedan en este vagabundeo alrededor del sol, (el término ‘planeta’ proviene del griego y significa: errante, vagabundo). Quedan también muchos procesos de vida simbiótica que imitar. La naturaleza es la gran escuela. Esa empresa que como dice Riechmann no ha quebrado en 4000 millones de años.

La belleza son las otras. Las otras criaturas, las otras especies.

Me acompaña en los paseos mi viejo mastín leonés-asturiano. Pesa 75 kilos más o menos, pero ni ese peso, ni esa edad, le impiden ser un animal ágil y vivaz, con una vocación cazadora que denota la gran cercanía genética que tiene respecto a sus ancestros salvajes: los lobos. Es verdad que con esa envergadura sus lances de caza son, en la inmensa mayoría de los casos, un fracaso; pero le sirven para hacer ejercicio y a mí me brindan el inmenso privilegio de contemplar animales que de otro modo nunca vería: gracias a su olfato y a su tesón ha levantado ciervos, corzos, jabalíes e inclusos zorros y mustélidos de sus miméticos escondites, en los que hubieran permanecido de pasear yo solo. Porque los animales silvestres son perfectamente conscientes de la ceguera, sordera e hiposmia (reducción de la capacidad olfativa) de los prepotentes y vanidosos animales humanos.

En general vamos por el campo como tontos, muchas veces ensimismados en nuestra nube mental absurda, absorbidos en las piruetas de ese mono loco y locuaz que habita u ocupa nuestro cerebro con su cháchara inagotable. Perdiéndonos, de este modo, el espectáculo cuajado de belleza de la vida: los colores del paisaje, los cantos melódicos de los pájaros y las aguas, el silbido del viento, el aroma de las plantas, la vibración de la luz, la danza pictórica de las nubes… Y no digamos ya cuando paseamos con los cascos puestos, ‘chupando’ móvil, oyendo música o más pendientes del ‘track’ que del camino. Estoy seguro que en esas situaciones hay ojos emboscados que nos observan y piensan, no sin cierta pena: “ahí va otro pobre imbécil y despistado animal humano”.

El bello mastín, del que conservaremos su anonimato (en todos los paraísos hay una serpiente, y en este hay varias), se lanza hasta a por las cabras montesas cuando subimos a sus dominios serranos. Estas ocasiones me han brindado escenas inolvidables de juego y persecución, en que las cabras conscientes de su agilidad muy superior, le retaban y provocaban, ‘chistándole’, esperándole para después salir brincando por los canchales, hasta dejarle reventado con la lengua fuera. En el denso libro de Brian Massumi ‘Lo que nos enseñan los animales sobre política’ (ed. Otros Presentes, Colombia y Cactus, Argentina) se dedican muchas páginas a la cuestión del juego animal: “Por un lado los animales aprenden jugando (hasta el punto de que un juego de lucha es una preparación para los combates reales que pueden ser necesarios en el futuro). Por otro lado, el alcance de sus potencias mentales se amplía. En el juego, el animal se eleva al nivel metacomunicacional, en el que se adquiere la capacidad de movilizar lo posible… El gesto lúdico es un gesto vital… El juego animal crea las condiciones para el lenguaje… En el juego, el humano entra en una zona de indiscernibilidad con el animal…”

Tengo que reconocer que este compañero animal en una ocasión descubrió, persiguió y dio muerte a un Meloncillo (‘herpestes ichneumon’). No me dio tiempo a evitarlo: cuando comenzó la persecución pensé que no lograría alcanzarle, pero como he dicho antes, pese a su peso es un can ágil con una zancada larga que le confiere una velocidad increíble pese a las apariencias. Me sentí muy culpable, pero también reconozco que no le eché la bronca: si tolero en silencio a los cazadores humanos que todos los inviernos suben a fusilar a la fauna silvestre ‘por placer’, por aburrimiento, o por compensar las dudas (muchas veces más que razonables) sobre su hombría y poder fálico, ¿por qué habría de regañar a este animal amigo al que eduqué para que en ningún caso, bajo ninguna circunstancia, atacara a los ganados y animales domésticos, pero no le dije nada respecto a los salvajes?. De hecho, una de sus funciones es impedir que los jabalíes me destrocen la huerta y que los ungulados se coman los brotes de los frutales jóvenes que trato de que sobrevivan en medio del bosque que habito, y ese arduo trabajo de cuidado y protección, mayormente nocturno, requiere de instinto de caza y agresividad en forma de ladridos y hasta dientes, requiere en definitiva que el perro conecte con su pasado ancestral de lobo. Para eso los domesticamos.

Caza con perros. Arte neolítico.

Domesticar proviene de ‘domus’ igual que domicilio, los perros son los lobos de andar por casa,’ los lobos de la familia’. Fue el primer animal que homo sapiens (en realidad seguramente más: fémina sapiens) domesticó en el paleolítico en algún lugar de Eurasia, así que llevan acompañándonos como mínimo los últimos 30.000 años de nuestra andadura por esta tierra hermosa.

Creo que ni hace falta contar que, en cualquier caso, las alimañas más peligrosas que hay en este ecosistema son las de dos patas y dos manos (aunque ya casi siempre una de ellas esté ocupada e inutilizada por el móvil), y esa es la principal función protectora de mis lobos domesticados.

Hablo ahora en plural, porque recientemente ha ingresado otra en la familia. Otra mastina. Esta es más ligera, sus ancestros cuidaban ganado en la raya que separa (y sin embargo une) a Cáceres y Portugal. La línea de los mastines extremeño-lusitanos es de menor envergadura que la leonesa-asturiana. Aquí abajo todos y todas siempre hemos padecido más hambre, más calor, más latifundio, más caciquismo… y eso deja su impronta en la constitución y el carácter de todos los animales incluidos los y las humanas.

La nueva perrita es un animal entrañable, me ha hecho darme cuenta de que el otro es ya un abuelo, pese a que precisamente la domesticación lo que ha buscado y logrado es lo que se conoce como ‘neotenia’: fijar comportamientos y caracteres infantiles y juveniles en los animales que perduran aún en la adultez y vejez. El juego es uno de estos comportamientos neoténicos, el impulso cazador otro, la cachorra de loba rayana que vino hace unos meses le ha traído al abuelo la ocasión de reactualizar su innato amor por el juego y la ocasión de transmitir sus conocimientos. Creemos que la cultura es patrimonio exclusivo de los animales humanos, al igual que la conciencia y el lenguaje, pero cualquiera que se acerque a la moderna etología o simplemente conviva y observe a los animales no humanos sabe que no es así. A lo largo de una vida compartida con cánidos y otros animales he podido comprobar que es el aprendizaje entre iguales es más rápido y efectivo, la imitación es uno de los mejores vehículos de transmisión cultural, la amistad, el gusto por ‘andar juntos’ la vida, es otro de los mejores recursos pedagógicos, a un perro siempre se le educa mejor cuando se hermana con otro educado. Félix Rodríguez de la Fuente afirmaba que “el rasgo más destacado que he encontrado en el lobo reside en su capacidad para establecer lazos emocionales con otros individuos…, esa capacidad permitió al hombre convertir al lobo en su mejor amigo: el perro actual”. Cada vez que criamos un cachorro tenemos que recorrer esa fascinante aventura de cooperación, aprendizaje mutuo y amor multiespecies que nuestras antepasadas recorrieron en el Paleolítico. No exagero cuando afirmo que criar cachorros de perro y de otras especies ha sido la oportunidad de disfrutar de eso que podríamos llamar felicidad auténtica.

“El hombre no es el único animal que piensa; es el único que piensa que no es un animal” esta frase del paleoantropólogo francés Pascal Picq resume muy bien ese sesgo antropocéntrico y bastante insensible que predomina en nuestras sociedades humanas, que es precisamente una de las presuntuosas disociaciones que nos ha puesto al borde del precipicio en el que estamos. Lynn Margulis que tanto perseveró para demostrar que el mecanicismo cartesiano y su vástago neodarwinista eran presupuestos no sólo falsos, sino dañinos, afirma contundente: “bajo la perspectiva de Gaia, el neodarwinismo ha de ser intelectualmente desdeñado por ser una secta del siglo XX de poca importancia dentro de la creencia religiosa desparramada por la biología anglosajona. Como otro ejemplo del estilo de pensamiento en la gran familia del ideario filosófico, científico y biológico, pasado y presente, el neodarwinismo ha de ocupar su lugar (como el darwinismo social británico) como una aberración pintoresca, pero potencialmente peligrosa”.

Hace pocos días vi una película polaca titulada Potok, no es que sea la mejor película de la historia del cine europeo, pero es muy interesante no sólo por la historia que cuenta sino también por la belleza abrumadora de los paisajes que retrata y de la fauna que de algún modo coprotagoniza el filme. Si tienes tiempo y disfrutas de la lectura te diría que no veas la película antes de leer la espléndida novela en la que está basada: ‘Sobre los huesos de los muertos’ de la muy brillante (y en esta casa: muy querida) premio Nobel polaca Olga Tokarczuk. Todas las novelas y relatos de Olga son recomendables, pero este thriller rural, ecologista y animalista con final feliz es una gozada: una pequeña venganza literaria contra un crimen legal y subvencionado que destruye la vida y la convivencia en los campos europeos, y que incluso es defendido por gente que se dice progresista y amante de la naturaleza (las mismas frases que pronuncia el apolillado cura católico en su sermón de la película, las he escuchado en boca de algunas de las lideresas de lo que se decía ‘nueva política’ que ahora es ya tan rancia, … es para llorar). Como siempre ocurre, la novela es mucho mejor que la película, pero si no vas a leerla, entonces date el placer de ver Potok. De nada.

Me he acordado de Potok y ‘Sobre los huesos de los muertos’ (título tomado de un poema de otro imprescindible, el poeta y pintor romántico William Blake: “siempre aramos sobre los huesos de los muertos”) porque es también un canto a esa vieja amistad y camaradería entre los animales humanos y los animales del género ‘canis’.

Ahora ya la cachorra tiene edad para aguantar largas excursiones, y caminando por ‘las montañas que caminan’ me sorprende la inteligencia de estos animales: en la segunda ocasión que subimos a la cuerda que corona estos parajes, ya era capaz de saber cuál era la senda en encrucijadas confusas en las que yo, que he subido decenas de veces, todavía dudo y me equivoco. También me maravilla la velocidad a la que avanza en ese proceso de diálogo, juego, troquelado y educación que los individuos jóvenes de esta especie requieren, y que es sin duda un trabajo y una responsabilidad insoslayable por nuestra parte (algo que quizás hay gente que al ‘tener’ un perro no sabe, olvida o descuida, y de ahí vienen luego problemas de todo tipo de conducta y relación).

El primer año de convivencia con un perro requiere presencia, atención, trabajo, autoridad y amor a diario para establecer límites claros, enseñar los códigos de comunicación, reforzar la seguridad y autoestima del animal, darle espacio, cubrir sus necesidades (y la de jugar y pasear no son menores), pedirle su colaboración, exigirle que no transgreda ciertos tabúes (atacar ganado, morder personas, entrar al huerto y destrozar plantas cultivadas, ladrar neuróticamente, etc,) y afianzar un vínculo de amor, lealtad y apoyo mutuo que será indestructible, y que nos brinda a los humanos una experiencia mágica de descentramiento respecto del narcisismo antropocéntrico que es terapéutica. Y una enseñanza moral que es una cura de humildad, dice Konrad Lorenz: “El hecho simple de que mi perro me quiere más que yo a él constituye una realidad tan innegable que, cada vez que pienso en ella, me avergüenzo”.

Tendríamos que convivir más con animales, con más animales, ello nos abriría la puerta a reconectar con una sensibilidad muy refinada y profunda, lo que Deleuze y Guattari denominaban “un devenir animal”, como el que atraviesan en su danza la orquídea y la avispa, la orquídea que imita y atrae a la avispa, la avispa que poliniza orquídeas: “el devenir es del orden de la alianza. Si la evolución implica verdaderos devenires es en el basto dominio de la simbiosis que pone en juego seres de escalas y reinos completamente diferentes, sin ninguna filiación posible. Hay un bloque de devenir que atrapa a la avispa y a la orquídea… hay un bloque de devenir entre raíces jóvenes y ciertos microorganismos, y las materias orgánicas sintetizadas entre las hojas realizan la alianza (rizosfera)… en un devenir-animal, siempre se está ante una manada, una banda, una población, un poblamiento, en resumen, una multiplicidad” (‘Mil Mesetas. Capitalismo y esquizofrenia.’ Gilles Deleuze y Félix Guattari)

Paseando por la montaña azul con los mastines ya no somos tres individuos de dos especies distintas, ya no hay jerarquía patriarcal familiar, devenimos manada, un grupo de iguales-pero-distintos que cooperan amistosamente (amistad deriva del verbo amar). Caminando al unísono, sincronizando los cuerpos, ahora ya somos ‘animales en plural’, animales que otean, rastrean, escuchan; somos una banda que extiende su atención al paisaje con multiplicidad de ojos, oídos y cuerpos coordinados para estar atentos y desde esa refinada atención amar con intensidad el instante presente y fundirnos, en ese amor, con la montaña y las otras manadas de aves, árboles, musgos, insectos, nubes y rocas que la pueblan. Llegar así a ser paisaje vivo, consciencia terrena, devenir paisaje, devenir Gaia.

En el concepto vivo y vibrante de ‘manada’ hay quizás una línea de fuga del corsé patriarcal y autoritario de la ‘familia’ (cuya etimología latina es muy aclaratoria: procede de ‘famulus’, siervo, esclavo, ‘familia’ en latín significa grupo de siervos y esclavos patrimonio del jefe, y es que ¡en Roma está el origen de tantos males!). Los lobos son siempre multiplicidad, grupo, banda, manada, camaradas (que comparten camada, que comparten cama-refugio-sueño). Los seres humanos sólo podremos salvarnos si devenimos lobos, si aprendemos de ellos, y en esa enseñanza nos pueden introducir nuestros ‘lobos de andar por casa’. Decía Félix Rodríguez de la Fuente: “todas las virtudes del perro, la fidelidad, la nobleza, la alegría, el altruismo, la inteligencia, la sensibilidad, están acrecentadas y acrisoladas en sus tatarabuelos, los lobos”. Hay que dejarse guiar, hay que dejarse inspirar, hay que abandonarse a la vieja sabiduría animal.

Querría haber acabado este escrito en una clave intimista y poética, que incluso algunos considerarán inapropiada con la que está cayendo: ¿a quién le importan unos paseos con perros en un mundo en que mueren a diario niños y niñas bajo el fuego de los bombarderos del capital? Vivimos en un tiempo tan trágico que uno se siente hasta culpable cuando escribe de cosas triviales.

Pero la sombría realidad no nos da tregua, de día en día ‘la conjura de los necios’ (John Kennedy Toole me perdonará que en esta hora crítica tome prestado el título de su obra cumbre) va socavando todas y cada una de las conquistas civilizatorias que habíamos alcanzado. La brutalidad como horizonte oscuro. Ayer las fuerzas reaccionarias votaron sacar al lobo del Listado de Especies Protegidas (LESPRE), abriendo así la puerta a que se reanuden las matanzas legales y con fondos públicos al norte del río Duero. Controles poblacionales lo denominan en la neolengua de la barbarie. Resulta curioso y sintomático que en esa votación se coaligaran los rancios nacionalistas españoles, con los catalanes y los vascos: a la hora de la verdad la rojigualda, la ikurriña y la senyera son trapos manchados de sangre.

Se les tenía que caer la cara de vergüenza todos esos que en nombre del pastoralismo, de la defensa del mundo rural y de la agroecología se posicionaron hace cuatro años contra la protección del lobo. Ahora vemos a qué intereses y posiciones políticas han servido: inconscientemente y evidenciando una nula visión política se alinearon con lo más rancio, reaccionario y retrógrado de nuestra enferma sociedad: con los neocon de VOX, con los sionistas, supremacistas de Junts, con los jauntxos (caciques) del PNV, con los corruptos meapilas del PP y con las organizaciones agrarias más recalcitrantes, subvencionadas y corporativas. Un pan como unas hostias. Deberían pedir perdón, deberían pedirnos perdón a los que nos insultaron, nos llamaron de todo (animalistas, radicales, urbanitas, enemigos ‘del rural’ y de la ganadería, defensores del ‘infierno del rewilding’ –sic-, y otras lindezas), deberían pedir perdón a la biodiversidad y al lobo… pero no lo harán, cargan con una cruz de miopía antropocéntrica y burguesa inconfesable y desgraciadamente incorregible. Allá ellos y ellas, pero se han retratado vergonzosamente, han puesto su grano de arena a la erosión de la democracia, al triunfo de la brutalidad y el ecocidio. Recogerán las consecuencias, la historia juzgará a cada cual por las posiciones que mantuvo.

Loba ibérica con sus cachorros. EP

El lobo, los lobos (los lobos son siempre manada, banda de amigos, multiplicidad), sobrevivirán. Fueron capaces de resistir y sortear el exterminio que decretó e implementó el franquismo a través del ICONA y las Juntas de Exterminio de Animales Dañino y Protección de la Caza, y sobrevivirán ahora a esta coalición infausta de los supremacistas españoles, vascos y catalanes, organizaciones agrarias corruptas y otros cómplices a izquierda y derecha del ecocidio.

Queda poco más de un mes para que nazcan un nuevo contingente de lobeznas y lobeznos, serán amamantados con amor por sus madres y protegidos y defendidos por todo el clan que circunda a las hembras. Así es como las criaturas de Gaia responden al odio y al oprobio, con amor, con vida, con cooperación, con ayuda mutua. Así es como los ‘canis lupus signatus’ nos muestran la línea de fuga de esta pesadilla que habitamos: en grupo, en silencio, en simbiosis, cuidando amorosamente, desafiando a todos los enemigos de la vida, de la libertad y de la naturaleza,… hasta enterrarlos en el mar.

Soy de esa generación que se crio con los documentales del Hombre y la Tierra de Félix, nuestra socialización temprana estuvo troquelada por esa figura inolvidable, de algún modo somos ‘los hijos e hijas de Félix Rodríguez de la Fuente’ y quiero acabar este texto con unas palabras de otra hija suya (esta no sólo ideológica y espiritual, sino también biológica), Odile Rodríguez de la Fuente: “… mi padre explicaba que su pasión por el lobo, su profunda admiración por esta especie, traslucía, en realidad, su capacidad de sentir y acceder a la memoria atávica de lo que fue para él la etapa más feliz de la humanidad. Una etapa en la que el hombre se sabía parte de algo mucho mayor, hermano de todas las especies, libre y realizado. En el lobo residía una oportunidad para recordarnos, para recuperar aquel reflejo en el que nos dejamos de mirar, aquella mirada que aún contenía a la Naturaleza en todo su misterio e inabarcable dimensión.”

Habrá que volver a las calles a gritar LOBO VIVO, LOBO PROTEGIDO. Sea

– Nota original de Viento en Prosa, a toda vela

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