Egipto, terrorismo de Estado con rostro humano
Otra vez la “solución final”. La política de exterminio por razón de disidencia, etnia o creencias. Comunidades enteras masacradas por “razón de Estado”. Como ayer ocurrió con la Inquisición española o más recientemente con el genocidio nazi, ahora, en menor escala pero no inferior gravedad, un grupo religioso con perfil político, los islamistas egipcios de los Hermanos Musulmanes, está siendo diezmado desde el poder. Conveniente y previamente demonizados por los gobiernos occidentales y los medios de comunicación afines, el autodenominado mundo libre asiste impasible a uno de los casos de terrorismo más despreciables producidos desde el atentado del 11-S en Nueva York.
Y aunque comparar matanzas entra en el territorio del dislate, por su forma y fondo los elementos que rodean al “caso egipcio” tienen aspectos suficientes para afirmar que se trata de una excepción. Que en pleno siglo XXI, los naciones que pretenden el liderazgo democrático esperen de brazos cruzados a que los militares golpistas completen la eliminación física de la población civil que ha ocupado el espacio público en algunas plazas de El Cairo para protestar y manifestarse pacíficamente contra la destitución violenta del presidente Morsi, surgido de la primeras elecciones genuinas habidas en el país, es algo que supera todo lo hasta ahora visto. Salvo que recordemos lo ocurrido en Chile tras el asesinato de Allende o el salvajismo corporativo de los “milicos” en la Argentina de los coroneles.
El diario inglés The Guardian ha calificado la matanza como “el Tiananmen egipcio”. En realidad se queda corto en cuanto a la dimensión del “terrorismo de Estado” practicado por los sicarios del ministro de Defensa Abdel Fattah al Sisi, un jefe militar “franquiciado” por Estados Unidos, aunque es verdad aquí tampoco sabremos nunca el número de víctimas. Pero acierta el rotativo al describir el clima de inacción internacional que ha servido de caldo de cultivo para llevar la represión institucional hasta sus más abyectas consecuencias. Nunca, nunca en la historiá política reciente, se había dado entre fuerzas ideológicas tan distintas una complicidad para la represión cruenta de la población civil como en el caso del brutal ataque contra los campamentos de los Hermanos Musulmanes. La Casa Blanca; la Unión Europea; la ONU; la peor calaña de las tiranías del Golfo ; los salafistas; una parte de la sociedad laica; las jerarquías de las iglesias copta y suní; sectores sobrevenidos de “la primera árabe”; medios de comunicación de referencia mundial y partidos y sindicatos de izquierda, juntos y resueltos para imponer “un orden nuevo” a sangre y fuego. Puro terrorismo de Estado revestido de rostro humano.
Otra vez la barbarie ha venido acunada por los mismos vectores que se han significado a lo largo de la historia en sucesos parecidos. Un supuesto estar en “posesión de la verdad” que permite justificar el crimen como un acto de legítima defensa. El solapamiento de la tragedia por los voceros oficiales y medios de comunicación que encriptan los hechos ante terceros para prevenir remordimientos. Y, por encima de todo, el hecho de que la represión sea ejecutada desde la autoridad del Estado, circunstancia que actúa como un lavadero de manos para muchos ciudadanos. De todo esto hablaron en su día Hannah Arendt y Kant, al referirse la primera a la ”banalidad del mal” como clave del exterminio nazi y estalinista, y al miedo a “pensar por uno mismo”, el segundo, en su descripción de las dificultades para una auténtica ilustración humanista.
Hablamos de ese hábito siniestro de la “obediencia debida” que facilita “cruzadas” y ·limpiezas étnicas” contra infieles y diferentes. De la “razón de Estado” que alentaba el lanzamiento de bombas atómicas en Hiroshima y Nagasaki. Del “destino manifiesto” con que Estados Unidos encubre la invasión militar de Irak y la intervención de Afganistán en defensa de la civilización occidental. De esas mentiras de destrucción masiva con que los poderosos del mundo encubren sus fechorías. Cuando uno veía horrorizado en la televisión las imágenes nocturnas de los campamentos convertidos en pavesas, resultaba evidente que lo que las autoridades calificaban de “enfrentamientos” encubría el ataque indiscriminado con bombas incendiarias a las tiendas de campaña donde miles de hombres y mujeres recuperaban el espíritu de la “plaza Tahrir”.
Es un lugar común decir que la verdad es la primera baja en una batalla. Pero es cierto, porque la mentira permite la impunidad de los asesinos y facilita una excusa a los que no quieren comprometerse. Y medias verdades, mentiras y rotundas falsedades es lo que la prensa del sistema ha contado para no interferir en el programa de “terrorismo de Estado” que llevaban a cabo los golpistas egipcios para someter a los indignados islamistas. Especialmente cínica ha sido la cobertura informativa del seudoprogresista diario El País, seguramente el periódico más endeudado del mundo, recurriendo a su ya legendario lampedusianismo para que la “realidad no le estropee una buena historia”. El jueves 15 de agosto titulaba “El Ejército aplasta la protesta islamista” y al día siguiente que “Los islamistas mantienen sus desafío”, contrapunteando cúcamente esa óptica incriminatoria y cuestionadora de la legitimidad democrática de los manifestantes con artículos de especialistas que condenaban sin ambages la acción golpista. Estaba clara su opción como empresa editorial por “la autoridad militar competente”.
Por cierto, la única izquierda digna de ese nombre es la que está con las víctimas, no con los matarifes.