El discurso del rey: ¿por qué no te callas?

El discurso del rey: ¿por qué no te callas?

Espero que el coronel Amadeo Martínez Inglés me perdone por emplear el título de su célebre artículo sobre Juan Carlos I. Expulsado del Ejército en 1990 por manifestarse a favor de una milicia profesional en una época donde Felipe González enviaba a los insumisos a la cárcel, Martínez Inglés nunca se tragó el cuento de la Transición ejemplar ni el papel de Juan Carlos I en el 23-F, un sospechoso golpe de estado que evoca el pronunciamiento de Miguel Primo de Rivera para instaurar una dictadura con la connivencia de Alfonso XIII. En la Cumbre Iberoamericana de 2007, Juan Carlos I mostró esa grosería típica de los Borbones, cuando interrumpió a Hugo Chávez, pidiéndole que cerrara la boca. Al parecer, su mal carácter se encendió al escuchar que llamaban “fascista” a José María Aznar. Reacio a hablar ante los micrófonos de forma espontánea, su lengua se desató al oír el improperio, tal vez porque recordó a Franco, “un ejemplo por su desempeño patriótico al servicio de España”. Durante casi cuatro décadas, el dictador se dirigió a los españoles durante la cena de Nochebuena. Su sucesor mantuvo la costumbre y esta noche repetirá un rito que cada vez convoca más indignación y desprecio. Somos muchos los que desearíamos estar a su lado para imitar sus modales cuarteleros y gritar a pleno pulmón: “¿Por qué no te callas?”

No se trata de un simple exabrupto, sino del clamor de una sociedad que perdió su inocencia con la crisis iniciada en 2007, cuando se hizo evidente que la Transición sólo fue una pantomima urdida para garantizar la impunidad de los crímenes del franquismo y preservar los privilegios de la banca, la patronal, los grandes grupos empresariales y la familia real, una gavilla de botarates y presuntos corruptos protegidos por la prensa durante años, pero a los que el papel cuché no ha logrado salvar de un destino semejante al del famoso retrato de Dorian Gray. Ahora casi todos sabemos que detrás del brillo y los colores deslumbrantes, sólo había miseria, avaricia, egoísmo, estupidez y una insoportable mediocridad. Hay muchas razones para oponerse a la Monarquía. Es una institución atávica, irracional, antidemocrática, asociada al boato, el abuso, la tiranía y la arbitrariedad. En el caso de Juan Carlos I, su corona es una prebenda otorgada por el general Franco, responsable de un genocidio que causó al menos 300.000 víctimas. 140.000 aún esperan la exhumación y un entierro digno, pero los poderes públicos no escatiman esfuerzos para que continúen en fosas clandestinas, indiferentes al dolor de sus familias. La corona no puede presumir de legitimidad democrática, pues el referéndum sobre la Constitución de 1978 no constituyó un ejercicio de soberanía popular, sino un vergonzoso plebiscito semejante al Anschluss o a la mascarada del “Franco Sí o Franco No” de 1966. Juan Carlos I no es el Rey de todos los españoles (incluidos vascos, catalanes y gallegos, que en muchos casos no se consideran españoles), sino el Rey de la España negra, tridentina y eterna, que nunca rompió su alianza con los sectores más reaccionarios de la Iglesia Católica, el Ejército y la oligarquía financiera. No sé si el cociente intelectual de Juan Carlos I está a la altura de los de Fernando VII o Isabel II, pero la sangre de esos dos idiotas, promiscuos y traicioneros, corre por sus venas. Ignoro si el “campeón de la democracia” (por utilizar la expresión de Ronald Reagan), siente el mismo desdén por la cultura que Fernando VII o Isabel II, pero pocas veces se le ha visto con un libro entre las manos y, en cambio, hay innumerables testimonios gráficos de su pasión por los toros y la caza. Contemplar a Su Majestad posando con un elefante cruelmente abatido con un rifle de mira telescópica, sugiere que en su mente aún resuena la consigna: “lejos de nosotros, la funesta manía de pensar”. Juan Carlos I prefiere disparar a un oso o a un leopardo antes que perder el tiempo con un libro de historia o un tratado sobre el buen gobierno. Según la escritora Mercedes Salisachs, “Alfonso XIII era un enfermo sexual”, que encargó a los hermanos Ramón y Ricardo Baños, propietarios de Royal Films, el rodaje de películas pornográficas.  No creo que Juan Carlos I se estimule con las películas de los hermanos Baños (Consultorio de señoras, El ministro, El confesor), pero según la malograda Lady Di el rey se comportó con ella como “un hombre muy libidinoso”. “No pasó nada”, pero el Borbón intentó llevarla al huerto de Calisto y Melibea. Quizás se limitó a repetir la frase de Calisto: “Señora, el que quiere comer el ave, quita primero las plumas”, pero la Princesa de Gales, poco aficionada a los clásicos castellanos, prefirió no quitarse las plumas.

El diario The New York Times atribuye a Juan Carlos I una fortuna de 1.800 millones de euros, pero la Casa Real afirma que el sueldo del Borbón no llega a los 300.000 euros anuales. Tal vez el diario neoyorkino exagere, pues -según la princesa Corinna, amiga y presunta amante- cacerías como la de Botsuana no ocasionan ningún gasto al erario público. Son simples regalos de amigos que desean mostrar su gratitud por un acuerdo comercial. Se rumorea que Juan Carlos I utilizó el dinero de los fondos reservados hasta 1996 para nadar en las aguas del amor venal, a veces acompañado por Bárbara Rey, que intentó inmortalizar el evento con cámaras ocultas. Quizás sólo es un chisme, pero el periodista Andrew Morton le atribuye romances con Raffaella Carrà, Nadiuska, Sandra Mozarowsky, Sara Montiel y Carmen Díez de Rivera. Casi todos los idilios se caracterizaron por su apasionamiento, pero en el caso de Sandra Mozarowsky, una de las musas del destape, la historia finalizó de forma truculenta. Hija de un diplomático ruso, sólo tenía 18 años cuando Juan Carlos I se cruzó en su camino. Sandra fue una de las protagonistas de Abortar en Londres (1977), una película de Gil Carretero que debería ver Alberto Ruiz-Gallardón, Ministro de Justicia y, según la putrefacta Esperanza Aguirre, el “hijoputa” Mayor del Reino. Sandra se quedó embarazada y murió al precipitarse al vacío desde el balcón de su apartamento en la madrileña calle de Barquillo. Se afirmó que se trataba de un suicidio, pero algunos periodistas y el desaparecido actor Pepe Sancho desmintieron la versión. Aún se especula con las verdaderas causas de la muerte. No menos oscuro resulta el trágico fin de Alfonso de Borbón, hermano menor del actual monarca. Cuando se produjo el presunto accidente, Juan Carlos había cumplido 18 años y era cadete del Ejército español. Un disparo accidental parece poco creíble, pues el joven príncipe ya era un experto en el uso y manejo de armas. Varios historiadores coinciden en señalar que el conde de Barcelona se dirigió a su hijo y le hizo prometer que no había disparado a propósito. La bala entró por las fosas nasales de Alfonso y le destrozó el cerebro. Al ser un arma de pequeño calibre, la bala no habría resultado letal con una trayectoria más convencional. Juan Carlos no prestó declaración ante la policía ni ante el juez y don Juan de Borbón arrojó el arma al mar. El asunto se enterró rápidamente y aún hoy no es posible realizar una investigación con las mínimas garantías legales, pues la figura del rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad.

En un país que compra compulsivamente Cal viva, el libro del ex comisario José Amedo sobre los GAL, casi nadie muestra mucho interés en averiguar quién era el máximo responsable de la “guerra sucia” contra ETA, pero todo indica que Felipe González sólo era la “x” minúscula de la trama, pues Juan Carlos I era el primero en recibir los informes clasificados del CESID. El sector neoliberal del PP (Aznar, Esperanza Aguirre), la COPE, El Mundo e incluso El País conspiran para acabar con los restos de una monarquía franquista que cultiva el paternalismo con la clase trabajadora. El rey ya no es intocable, pues representa un pasado que se pretende liquidar. El neoliberalismo considera que la forma republicana se presta mejor a la implantación de un capitalismo salvaje y globalizado, con la “máxima flexibilidad” laboral y los “ajustes necesarios” para dinamizar la economía. La historia a veces se parece al arte de birlibirloque y la Monarquía española podría ser defenestrada por la derecha neoliberal. Por eso, no debe producir extrañeza que Federico Jiménez Losantos pida la cabeza del Borbón. Algunos dirán que no importa quién haga el milagro, pero creo que en este caso no deberíamos ceder ese papel al diablo. Juan Carlos I debería callarse ya en sus discursos de Nochebuena. Estamos en 2013 y el pueblo trabajador, que sufre el paro, los desahucios, la precariedad, la malnutrición y graves restricciones en sanidad, educación y servicios básicos (el 10% ni siquiera puede pagar las facturas de agua, luz y calefacción), debería asomarse a sus ventanas y  balcones para hacer sonar sus cacerolas, agitar la bandera tricolor y pegarle un corte de mangas al Borbón que nunca debió reinar.

* Rafael Narbona

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Notas:

¿Por qué no te callas?

 

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