El realismo según López Aranda

El realismo según López Aranda

Por Arturo del Villar

Cae el telón que oculta las estrellas del cielo, porque se apagó la luz de la esperanza. El espectador siente en su mente la amargura de vivir contagiada de los personajes. No había sitio para la esperanza en aquella España vencedora de la guerra más sanguinaria de su historia…

La Sala Berlanga, perteneciente a la Fundación de la Sociedad General de Autores de España, programa un interesante ciclo cinematográfico con el título general de “Cuarta pared”, iniciado el 26 de marzo con la obra más difundida de Ricardo López Aranda, Cerca de las estrellas. Con ella obtuvo el premio Calderón de la Barca en 1960, a sus 25 años, en un concurso al que había presentado ocho obras dramáticas, porque ya entonces era un escritor de inspiración fácil, que le encontraba siempre con la pluma en la mano. Su estreno en el Teatro Nacional (todo era nazional entonces) María Guerrero el 5 de mayo de 1961 tuvo una gran acogida por parte de los espectadores y de los críticos. Por eso en 1962 se estrenó la adaptación cinematográfica dirigida por César Fernández Ardavín, con la misma fortuna.

En esa década el régimen dictatorial que nos asfixiaba desde 1939 pretendió disimular sus orígenes nazifascistas, impuestos por sus patrocinadores la Alemania hitleriana y la Italia mussoliniana, para integrarse en la Europa democrática y recoger las divisas traídas por el turismo. Aunque la censura de imprenta y espectáculos seguía inamovible desde su promulgación en 1938, se permitía una cierta aceptación de los temas sociales en las obras literarias, manteniendo la más completa cerrazón para los políticos y religiosos. La literatura más notable de esa época lleva el apellido de social, poesía, teatro y novela, la que pudo publicarse en edición o estreno, ya que mucha sufrió el lápiz rojo de la censura en el Ministerio de Información y Turismo, al que pertenecía la Dirección General de Cultura Popular y Espectáculos, según la entendían los sicarios de la dictadura. El cine sufría idénticas limitaciones, como el resto de las artes. El eslogan inventado por la dictadura para atraer el turismo era: “España es diferente”, y no mentía.

Un protagonista colectivo

Con Cerca de las estrellas se situó López Aranda en un primer plano de los dramaturgos interesados en llevar a los escenarios la representación de la sociedad en sus clases populares, mayoritarias pero tapadas para hacerlas invisibles. Había un partido político único, un sindicato único, una religión única, y se pretendía mostrar una sociedad única, uniformada según los llamados Principios Generales del Movimiento. Los vencedores de la guerra querían gobernar a un pueblo domesticado según su ideario y sus métodos coercitivos para impedir las discrepancias a la fuerza.

El drama de López Aranda presenta la manera de existir un protagonista colectivo. Salen a escena treinta y seis personajes, aunque destaca una familia compuesta por siete personas, como una síntesis del grupo general.

Se titula Cerca de las estrellas porque la acción sucede en el último piso de una casa de vecindad de clase media baja madrileña, un domingo de verano. De acuerdo con las viejas normas clásicas, el drama se sujeta a la ley de las tres unidades, ya que toda la acción se desarrolla en ese lugar ese mismo día, y tiene como tema único la desilusión colectiva.

Los personajes viven cerca de las estrellas en ese último piso que sufre más que los inferiores el calor veraniego madrileño, de modo que no están en el cielo, sino sobre una tierra hostil, y sin ascensor para subir tantas escaleras. Todos padecen la mediocridad de una vida pobre y vulgar, como la de tantos otros habitantes de la vecindad. Ellos forman parte de un pueblo que sobrevivió a la guerra atroz y la posguerra de las ejecuciones sumarísimas y el hambre generalizada, al miedo y las cartillas de racionamiento, a los piojos y el pan negro. El régimen presumía de la paz española.

Todos esos vecinos son el protagonista general del drama, pero también una representación de la sociedad media baja, que López Aranda conocía muy bien. Gentes anónimas como tantas otras en cualquier lugar de la España sin ideología ni partido político ni sindicato, presentes en la misa dominical para que el párroco no las delatase en la Comisaría del barrio como ateos y comunistas. Así vivíamos entonces. Un grupo cualquiera de aquellos españoles fue llevado a escena en este drama. El autor expuso su intención al escribirlo, en una “Autocrítica” publicada el día del estreno en el diario madrileño archimonárquico y protofascista Abc:

Mi deseo ha sido poner ante vuestros ojos un trozo de vida: hombres y mujeres que viven, aman y sueñan y que, cuando la realidad roza su mundo de ilusión, se angustian y temen, sin dejar de sonreír y esperar. Mas, sobre todo, he querido hacer en esta obra una llamada a la esperanza, […]

La mayor y mejor parte del teatro de López Aranda retrata a unos personajes vulgares entregados a pasar su anodina vida esperando algo que mejore su situación, quizá un milagro, que tal vez llegue en forma de billete de lotería premiado. Es constante el afán del autor por preservar un hálito de esperanza en su espera. Quiso evitar la desesperanza total que significa la aceptación de la muerte. Contra toda evidencia la esperanza resulta una referencia obligada en esta dramaturgia. No importa que el temor y la duda estén presentes, para imponer el realismo de vivir en un momento desesperado, porque el autor desea mantener la esperanza pese a todo.

Siete personajes

Dentro del grupo general protagonista del drama destaca una familia, que desempeña los papeles principales. Está compuesta por la madre, Adela, dedicada a las labores del hogar, y el padre, Ricardo, que hizo la guerra en el bando de los vencedores, pero no ha aprovechado esa ventaja para procurarse una prebenda laboral, más cuatro hijos y el marido de la hija.

Como es habitual en las familias burguesas, la madre es la figura central, aunque el marido grite más fuerte, porque ella es de hecho y por derecho el ama de casa. Lo único que espera Adela es que sus hijos se sitúen bien en la vida. Sus aspiraciones se colmarían si los viera a todos casados y con un trabajo estable. Acepta su situación social tranquilamente, cumple con las obligaciones que le marca la religión en la que fue educada, sin cuestionarse sus razonamientos, y es feliz a su manera porque carece de ambiciones. Se conforma con lo que tiene porque desde niña aprendió a ser obediente al varón, primero el padre, después el marido.

Precisamente Ricardo comparte esas ideas, de modo que es un matrimonio asentado en su mediocridad. Participó en la guerra porque su quinta fue movilizada, aunque tanto en política como en religión se limita a seguir las normas oficiales, sin plantearse discutirlas. También él se conforma con lo que tiene, porque la propaganda del régimen clama a todas horas que los españoles son unos seres privilegiados por residir bajo la dirección del gran estadista. Su situación económica es discreta, pero comprobamos que no tienen instalado teléfono en la casa, lo que en 1960 constituía una señal de bienestar social.

Habita con ellos la única hija, Laura, que está embarazada y a punto de dar a luz, con su marido, Antonio, un hombre cualquiera que trabaja en un garaje, y no tiene más distracciones que reunirse en la taberna con sus amigos. El hecho de residir en casa de los padres demuestra que gana un sueldo escaso que les impide emanciparse, como sería lo normal. Cuando prospere se lo plantearán, pero ese hijo que esperan va a ser el que haga fracasar las esperanzas.

Otros dos hijos son adolescentes, sin relevancia en la obra: Paco solamente se interesa por el fútbol, y Pablo por enamorarse. Son arquetipos de una juventud domesticada por el régimen nazifascista, para que no pensara en cuestiones políticas que pudieran acabar en una rebelión.

Un escritor fracasado

Especial atención merece el hijo mayor, que se llama Juan y se dedica a escribir literatura sin éxito, porque sus originales son rechazados por los editores, los que le contestan. Está esperando la respuesta a su último envío a un editor, una carta que nunca llega. Es de subrayar que Ricardo López Aranda en sus inicios como autor firmaba Juan Ricardo, nombre después abreviado al suprimir el primero, así como otras veces eliminó el primer apellido López. Nótese que este personaje lleva el primer nombre del autor, completado con el del padre, Juan y Ricardo, que era el suyo completo.

Teniendo estos datos en cuenta, podemos sospechar que en el drama se reúnen experiencias autobiográficas de Juan Ricardo López Aranda. En el momento de la acción Juan tiene 25 años, los que contaba el autor cuando recibió la comunicación de haber obtenido el premio Calderón de la Barca por esta obra. Ha estudiado una carrera, presumiblemente Filosofía y Letras, con una beca oficial, pero no quiere ejercerla, porque asegura no sentir vocación por la enseñanza. También López Aranda estudió Filosofía y Letras en la Universidad de Oviedo, en donde fuimos compañeros, sin terminar la carrera porque no sentía interés por la enseñanza, que es la ocupación más usual de los licenciados, y consagró su vida a la literatura.

Lo único que le importa a Juan es la escritura, y por eso espera ansiosamente la carta del editor, aunque es posible que contenga unas palabras amables de rechazo, como en las ocasiones anteriores, si es que se ha dignado responderle. No puede evitar plantearse la razón de su entusiasmo por la escritura, se pregunta si en realidad merece la pena tanto esfuerzo hasta entonces baldío: pasa los días sin hacer nada más que leer y escribir, encerrado en su habitación, lo que preocupa a sus padres y a sus amigos, y también a una vecina que le demuestra su amor. En el segundo acto se interroga por la razón de supeditar la vida a la escritura:

Me lo pregunto muchas veces. ¿Merece la pena? ¿Qué sentido tienen todas estas cuartillas? ¿Qué me importa a mí toda esa gente desconocida que algún día quizá llegue a leerlas? ¿Qué me importan los sentimientos que despertarán en ellos? […] Algunas tardes estoy aquí, en mi cuarto, escribiendo, y oigo cantar a los chiquillos del barrio. Están ahí, en la terraza, jugando con sus espadas de madera y sus gorros de papel. Y entonces me acuerdo del niño que fui, y lloro. Es tonto, pero es así. ¿Por qué dejaremos de ser niños? Entonces cierro la ventana y pongo la radio a todo volumen para poder llorar sin que nadie me oiga. Y si en ese momento alguien me preguntara: “¿Por qué lloras?”, tendría que responderle que no lo sé. Porque es como una congoja sin sentido, que no tiene principio ni fin, pero que a veces basta lo más mínimo para que todo estalle. ¡Dios mío, me siento tan solo!…

Como tantos otros personajes de López Aranda, también Juan duda acerca del sentido de su vida. Por el momento la reduce a esperar. Tal vez era lo único libre bajo la dictadura fascista, esperar que llegara el final. La solitaria felicidad asequible consistía en esperar, según comenta Margarita, la vecina enamorada de Juan, ya al final del drama, por lo que sus palabras pueden tomarse como el resumen de todo lo sucedido. Pero ella desea una espera activa, y si por un lado le manifiesta a Juan la necesidad de esperar, por otro le incita a la acción:

Eso es ser feliz. Un poco de amargura y otro poco de placer. Y reír hoy y llorar mañana. Y así un año y otro. Lo que te pasa, Juan, es que sueñas demasiado. […] La cuestión es que haya algo, al fondo, esperando. […] Y entretanto, ¿qué? Sí, entretanto, ¿qué? Los años pasan y tú, ¿qué? Esperando, esperando, aquí metido, sin hacer nada. Sufriendo y haciendo sufrir a los que te quieren. […] ¡Déjate de sueños! ¡Ya no hay tiempo para soñar! Vive… ¡Vive!…

Sabemos entonces que la carta tan esperada ha llegado, pero contiene un nuevo rechazo del original por parte del editor. La espera se resuelve en fracaso. Repárese en que Margarita considera que pasarse el día escribiendo literatura es no hacer nada, una idea muy extendida en la sociedad, porque el trabajo intelectual carece de reconocimiento público.

El final es trágico. Todos se marchan a la verbena del barrio, a festejar el nacimiento del niño, menos Antonio, que duerme la borrachera con que ya lo ha celebrado por su cuenta. En ese momento telefonean desde la maternidad a una vecina, para comunicar que Laura ha muerto. Es la señal del fracaso total. La espera del nacimiento del niño concluye con el fin de la esperanza. Cae el telón que oculta las estrellas del cielo, porque se apagó la luz de la esperanza. El espectador siente en su mente la amargura de vivir contagiada de los personajes. No había sitio para la esperanza en aquella España vencedora de la guerra más sanguinaria de su historia.

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