Escenografías del poder
Mientras los tijeretazos hacen jirones las ayudas a los museos, los responsables de las instituciones no dudan en exhibir en sus apariciones obras de arte, como las de Esteban Vicente en La Moncloa o las de Dalí en La Zarzuela, compradas con dinero público
Que el arte es, para muchos, una necesidad, es algo obvio, como lo es que no todo el mundo tiene acceso a él. A pesar de los tijeretazos que meten constantemente a los presupuestos de los museos públicos, a los gobernantes, a nuestros dirigentes, les encanta, a juzgar por lo que dejan entrever, estar rodeados de grandes obras.
No hay reunión o comparecencia pública donde no aparezca un cuadro o una escultura en la escenografía. En su último discurso navideño, el rey Juan Carlos, apoyado en su mesa de despacho, lucía a su espalda un retrato de Felipe de Borbón, duque de Parma, realizado por el retratista barroco francés Jean Ranc en 1732 y perteneciente a la colección del Museo del Prado.
En otras ocasiones, el jefe del Estado ha posado con vistas al jardín, donde tienen plantada una espiral del escultor canario Martín Chirino. En otras estancias del palacio, obra del arquitecto Juan Gómez de Mora, se exhibe el óleo de Dalí El atleta cósmico(delante del cual se fotografiaron en animada charla el monarca y el Papa Juan Pablo II) y algunas obras de pequeño formato de Goya, entre ellas la titulada La fabricación de pólvora.
En el Palacio de la Moncloa, sus ocupantes, según apreciamos en las imágenes que vomitan las televisiones y en decenas de fotografías que ilustran las reuniones del presidente del Gobierno o en las del Consejo de Ministros, también están bien arropados. Mientras en el salón donde recibe Mariano Rajoy, las obras que dan color al espacio, inmaculadamente blanco, son del pintor Esteban Vicente, el único español perteneciente a la Escuela de Nueva York, en la sala donde se decide la marcha del país las paredes las decoran obras de Joan Miró, un artista que permanece perenne a pesar de los cambios de Gobierno.
Un monumental lienzo de Antoni Tàpies, uno de los artistas catalanes más internacionales, sirve de telón de fondo para que se retrate el ejecutivo catalán cuando delibera. En los plenos del Parlamento vasco, una escultura de roble firmada por el escultor Néstor Basterretxea, al que el Museo de Bellas Artes de Bilbao dedicará una retrospectiva este año, preside la cámara autonómica. La Asamblea de Madrid apostó en su día por una panorámica urbana de la capital vista desde Vallecas, firmada, como no, por Antonio López.
Los escenarios del poder se han convertido, sin duda, en un perfecto escaparate para difundir el trabajo de los creadoras españoles. Las instituciones del Estado se nutren, en unos casos, de los fondos de los museos públicos y en otros recurren directamente a la compra de obras de arte para decorar sus estancias, lo que resulta un absoluto escándalocuando los almacenes de los centros españoles están que revientan de lienzos, esculturas, dibujos, grabados e instalaciones que no veremos nunca.
Durante muchos años, cuando España soñaba que era una potencia mundial, muchos ministerios, consejerías y concejalías se lanzaron a gastar alegremente el dinero que no invertían en el ejercicio en la compra de obras de arte, con lo que evitaban devolver las partidas sobrantes a Hacienda, algo que a muchos siempre les ha parecido una perversión del sistema público.
Llegados a este punto, donde cada día hay que administrar las miserias, los grandes museos españoles -los de mediano y pequeño tamaño lo van a tener más difícil- se han lanzado a la búsqueda y captura de empresas que ayuden a financiar sus proyectos expositivos. Todo, por supuesto, sin una Ley de Mecenazgo que anime a las grandes empresas a invertir en cultura. Ya sabemos que nadie da duros a pesetas. Si no reciben una compensación, ¿por qué los millonarios, tan celosos de su patrimonio, van a querer invertir en los maltrechos museos españoles? A estas alturas, visto lo visto, oído lo oído, ya nos creemos muy pocos cuentos.
Rafael SIERRA / Director de Descubrir el Arte