España: un momento para vencer o morir

España: un momento para vencer o morir

A Miguel Hernández y a todos aquellos utópicos soñadores antifascistas de hace setenta años.

Mientras tú asciendes a los vastos dominios de la luz, ellos, tus verdugos, los que quisieron desterrarte de nuestro corazón y de nuestra memoria, descienden y se hunden hacia las cenizas del olvido y las tinieblas de lo abominable. Porque los que quisieron hacer una inmensa pira con vosotros, solo lograron aventar y sembrar vuestra semilla por el mundo.

Los que quisieron encadenarte y amordazarte, solo lograron que tu voz se alzase por encima de la España de las cárceles y de los cuarteles, sobre las oscuridades de las oficinas, y los conventos, sobre las medievales murallas que impedían que sobre estas tierras, condenadas a la oración y a la penitencia, soplasen los vientos de la renovación.

Porque tú estás presente, no solo en los aceites luminosos y en los frutales campos donde se cultivan el pan y la miel, si no que tu presencia se filtra como un haz de luz que penetra a través de los bosques hasta tocar el alma del obrero, el campesino y la mujer universitaria.

Miguel, “pastor de palabras”, joven eterno, eres inextinguible. Venciste a la muerte y regresas del martirio en tus poemas, vestido de miliciano, para darnos una lección de amor y rebeldía.

Tu poesía es como un agua paciente pero continua que orada la piedra hasta derrotarla. Un bálsamo para el preso, un licor que, en los más remotos lugares del planeta, alivia las heridas del humillado.

Las dulces colinas y los pardos atardeceres hallaron en ti al pintor que tomó los colores de la naturaleza para convertirlos en una fiesta.

Antes de ti sólo existía la palabra, contigo, el verbo se hizo compromiso. Todo lo que de mercenaria y de servidumbre tenía la poesía hasta entonces, tú lo transformaste en materia al servicio del amor y de la revolución hasta convertirlo en armonioso edificio, y ese rayo que es tu poesía traspasó a lo más noble de nuestro pueblo un día, para transformar nuestras tierras en una desmedida Numancia.

Miguel de España, poeta de la salud y eterno rebelde, azote de tiranos y explotadores, tu poesía no fue escrita para ser leída en los templos ni en los cenáculos literarios, sino al pie del camarada caído en la lucha, en los muros de las fábricas, por aquellos gañanes tocados de sombrero de paja, camisa blanca, pantalón de pana remendado y la hoz al cinto.

En el principio fuiste el poeta solar para convertirte más tarde en bandera del proletariado, llama inextinguible que alumbra la memoria de este pueblo cuyas alas ardieron un día en la hoguera de la revolución. Porque si bien es verdad que tu poesía creció a la sombra de las banderas de la clase trabajadora, no es menos cierto que, cuando tú celebraste tus esponsales con los hijos y las hijas de este planeta, con la sal de la tierra, la causa de los oprimidos contigo se ensanchó hasta hundirse y perderse en lo más hondo del corazón de los explotados y los humillados del mundo. Pues allí donde se pronunció la palabra España, una columna de hombres y mujeres se puso en marcha, abandonando trabajo, esposa, hijos y cuanto pudiera atarles a la tierra, para defender hasta morir si era preciso, las banderas de 1789. Y desde los Cárpatos de Bram Stoker, desde el Magreb, China, Alemania, Austria, Polonia, Checoslovaquia y las duras estepas de la Rusia de Lenin y Pushkin, peregrinos, vagabundos, soñadores, padres de familia que hablaban la misma lengua de Giuseppe Verdi, campesinos de las soleadas islas y los olivares de la Grecia de Kavafis, pescadores de los mares por cuyos rumbos navegaron los hijos de Homero y leñadores de las brumosas costas de Islandia, Finlandia y de la Noruega de Ibsen, aquí comieron de nuestro pan, amaron, bebieron de nuestro vino, cantaron hermosas baladas y murieron con el grito ¡NO PASARÁN! atravesado en la garganta.

Poetas y zapateros, mineros, veteranos de la Gran Guerra que combatisteis en el Somme y en Verdún, estibadores de los grises y lejanos puertos de Nueva York y aventureros que acudisteis a la llamada de la libertad, robustos y jóvenes cuerpos de atletas que vinieron a participar en la Olimpiada Popular de 1936 y que, atrapados en la encrucijada de la revolución, se quedaron aquí para alimentar con sus raíces el humus de estas tierras, construyendo con este pueblo una barricada que, traspasando el corazón de la Península Ibérica, juraron al pie de la fosa del camarada abatido, convertir España en la tumba del fascismo; hombres viviendo un tiempo cruel, sectarios a veces, duros, pero solidarios y generosos hasta rozar la ternura, compartiendo las horas más amargas que pueda vivir un pueblo y persiguiendo un mismo sueño.

Sindicalista norteamericano que, mezclados con los aromas de las centenarias secuoyas mecidas por el viento y el rumor de los viejos ríos de tú país que cantara Walt Whitman, traías en tu mochila el eco de viejos cantos tribales de pueblos exterminados por el hombre blanco y que cruzaste clandestino las nieves del Pirineo con una guitarra al hombro para unirte a los voluntarios de la libertad en este laberinto español, en esta Babel de idiomas donde hombres y mujeres llegados de 54 países distintos se fundieron con este pueblo en un mismo sueño; tú, mujer de Extremadura o de Galicia, que un día vestiste el riguroso luto que no te abandonaría ni en la vida ni en la muerte para dar sepultura a los restos del hijo que incendió la iglesia del pueblo y al que encontraste tendido al pie del muro del cementerio del pueblo, con el rostro desfigurado por los disparos de los falangistas, aquel día de verano que te quitó para siempre las ganas de vivir; tú, alcalde socialista de aquel remoto pueblo andaluz, que te fue arrancada la vida al grito de ¡Viva la República! y amaneciste tirado al pie del molino, bebiéndote las estrellas de las aguas del arroyo; maestro de escuela rural canario, educado en la Institución Libre de Enseñanza de don Francisco Giner de lo Ríos, cuyos únicos delitos: enseñar a leer a los jornaleros en la Casa del Pueblo y colgar la bandera tricolor en el balcón del Ayuntamiento aquel 14 de abril del 31, te llevaron al despeñadero de la Sima de Jinámar o fuiste exterminado cual alimaña en los riscos de La Palma; tú, Blas Infante, ejecutado en el más largo y cálido verano andaluz en la carretera de Carmona por los hijos de Don Pelayo, embarcados una vez más en Gloriosa Cruzada por el Imperio hacia Dios y dispuestos a imponer aquí también el pensamiento único nacido en las montañas de Goethe, allí de donde llegaban los aviones de la Legión Cóndor que ensombrecían los azules y claros cielos velazqueños para arrojar sus pesadas cargas mortales sobre los campanarios donde construían sus nidos las apacibles cigüeñas, sobre los inocentes escolares y los rebaños de ganado que pastaban en los prados entre el almizcle y el bordoneo de laboriosas abejas, sobre los antiguos aleros de las casas donde anidaba la golondrina y los sueños de los campesinos, donde la paciente y laboriosa araña tejía el hilo de su laberinto, sobre los polvorientos caminos, collados y oteros por donde un día se perdieran el Arcipreste, el Lazarillo y los personajes de Quevedo; heroico soldado del Ejército Popular en Brihuega, que tomaste una y otra vez Teruel o cruzaste el Ebro aquellos días de julio del treinta y ocho con Líster y Tagüeña y que acabaste tus días en el campo de concentración de Barbastro o Albatera; compañero Coll, que armado tan solo de botellas con gasolina rechazaste una y otra vez a los tanques de Varela que intentaban cruzar el río Manzanares por el Puente de Toledo; jornalero hambreado que ahora escuchas emocionado en el frente del Sur al poeta campesino que dice sus poemas a los combatientes de tu división encaramado sobre un camión y que huiste de la represión de Yagüe en los lejanos campos de tabaco de Extremadura, allí donde se incendian los crepúsculos y de donde partieron aquellos seres sin más alma que la espada con la que conquistaron y saquearon el Nuevo Mundo; defensores del cinturón de Madrid, quizás arrancados por esta guerra de las breñas cubiertas por la niebla en los prolongados inviernos y que fusilasteis un día en el Cerro Rojo a un dios ciego y mudo que jamás escuchó vuestras súplicas, ni siquiera cuando morían vuestros seres más queridos de hambre y enfermedades, allí donde no llegaban ni la ciencia ni los libros y donde los dioses os negaban hasta la bendición de los anhelados lienzos de agua descolgándose sobre aquellos campos malditos, o tal vez llegados aquí desde los ásperos paisajes de las Batuecas y las cumbres desde donde un día se arrojara la princesa Guayarmina en el pasado para no ser violada por los castellanos de Juan Rejón, de Pedro de Vera y Alonso de Lugo, donde tristes seres arrastraban una vida miserable rodeados de bestias de carga y de la nada más absoluta.

Vayo, Rosario Sánchez, Hidalgo de Cisneros, Tina Modotti, Altolaguirre, Constanza de la Mora, Rafael, Cernuda, General Lukacs, Regler, Largo Caballero, Prieto, Barceló, Bergamín, Kisch, Uribe, Federica, Serrano Plaja, Tolstoi, Tristan Tzara, Ehrenburg, Companys, Galán, García Oliver, Longo, David Seymour, Nelken, Miaja, Renn, Togliatti, Zugazagoitia, Cruz Salido, Koltzov, Ascaso, María Teresa León, Emiliano Barral, Nin, Tarazona, Orwell, Neruda Eugenio Manso, Ramón Gaya, Casilda Méndez, Conchita Pérez Collado, Teresa Pamies, Mangada, marineros del Jaime I, Batet, Escobar, generales y oficiales asesinados por los rebeldes por no haberos sumado al “glorioso movimiento nacional”, voluntarios del 5º Regimiento que desfiláis desmañadamente en el patio del convento de Francos Rodríguez, milicianos utópicos del P.O.U.M. y de la C.N.T. caídos en las calles de Barcelona las jornadas de mayo del 37, los que sonreís triunfantes en las viejas fotos de Centellés aquellos días tórridos de julio camino de Zaragoza para detener al fascismo; vosotros, los de la Quinta del Saco y los de la Quinta del Biberón; los que os hacinabais inútilmente en el puerto de Alicante esperando un barco que nunca llegaría, cuando vuestra suerte ya estaba echada; niños, soldados, ancianas madres de España, traicionados todos por Casado, por Besteíro y por todo el “mundo democrático”, que os dio la espalda en la hora de España; los que calzados con zapatillas y envueltos en pobres mantas tomasteis en el más duro invierno la nevada ruta pirenaica del calvario y perseguidos por el acero de la aviación franquista “gozasteis” de la hospitalidad francesa en los campos de concentración de Djelfa, Argelés-sur-Mer, Barcarés y Prat de Molló, para más tarde darlo todo por la libertad con Cristino García, Emilio Álvarez Canosa “Pinocho” y con Celestino Alfonso en la resistencia y en el maquis francés; los que construisteis el tendido del Transahariano, os enrolasteis en la Legión Francesa, combatisteis con Rol Tanguy, con Raymond Dronne y con el general Leclerc en la “Nueve” y tomasteis París con Granell después de desembarcar en Normandía; legión anónima que sembrasteis vuestra sangre y vuestro ejemplo de combatientes por la libertad en los campos de Europa y de África y regresasteis un día a España con la guerrilla, en lo más duro de la dictadura, para hostigar a la Guardia Civil y al ejército franquista, con un “naranjero” al hombro, una bandera republicana en el macuto y el sueño de restaurar la democracia en la patria y caísteis con Seoane, Caraquemada, Grimau, Vías, Sabaté, Agustín Zoroa, Girón o Manuela Sánchez en cualquier emboscada de las fuerzas represivas en lo más profundo de un bosque de Galicia, de León, en Gredos o en Cuenca; los que apurasteis hasta la última gota el cáliz del sufrimiento con Marcos Ana y Juana Doña en los penales de Burgos, Ocaña, en la Carcel de Ventas, en Porlier, en Santa Rita Fyffes, en San Pedro de Cerdeña, en Gando, o fuisteis “cristianamente agarrotados” en cualquier cuartel franquista, como lo fueron Juan García, El Corredera y Salvador Puig Antich; las que al alba de aquel siniestro día de agosto de 1939, como si de disparos precursores se tratase, oísteis pronunciar los nombres de…, más conocidas como las Trece Rosas, para ser conducidas al pie de los muros del cementerio del Este, donde sus sangres fueron a unirse a las sangres de otros mártires por la libertad; los que desde hace setenta años alimentáis las raíces de cualquier árbol del barranco de Víznar y los que dormís un sueño eterno bajo la laurisilva de las cumbres canarias y en los barrancos de Fuencaliente, en esa larga nómina de mártires anónimos por la libertad.

Aquí estáis todos de nuevo, convocados por los pinceles y las plumas de Delacroix, de Goya, de Picasso, de O·Casey, de Víctor Hugo, de Máximo Gorki, de John Reed, de de Jack London, de John Steimbeck y de Sender, desafiando al mundo una vez más, repitiendo una y otra vez las antiguas palabras de rebeldía de Espartaco, que viajaron en el tiempo como semillas y fecundaron las banderas de los que en el pasado tomaron la Bastilla, las mismas banderas que incendiaron de rebeldía las llanuras de Castilla y que se empaparon con la sangre de Juan Bravo, Maldonado y Padilla en la plaza de Villalar en 1521, hermanándose hasta hoy con la sangre y las banderas de Torrijos y de todos aquellos liberales ejecutados en 1831, las de la fraternidad de Garibaldi y las que acompañaron hasta la tumba a los comuneros de 1871 en París, la que conserva en su memoria todos y cada uno de los nombres de los 300 indios Iacota asesinados en Wounded Knee en 1890, la roja bandera que conducía a los obreros de San Petersburgo que en 1917 tomaron el Palacio de Invierno, la de los espartaquistas de Rosa Luxemburgo, la de Clara Campoamor y la de todas las sufragistas del mundo, la de los mártires del Iº de Mayo en Chicago y la de las mujeres vilmente asesinadas en Manchester, la que envuelve la memoria de Sacco y Vanzetti, las que encabezaban la Gran Marcha del pueblo de Mao–Tse-Tung, las que, atravesando de parte a parte la América de Simón Bolívar, crecieron al calor de las palabras y los sueños de Prestes, de Jacobo Arbenz, de Alvarado, las de Arauco, y San Martín, la de José Martí, las de Sandino y las que enarbolaban en tierras de Méjico al paso de Villa los campesinos de Emiliano Zapata, las banderas de la Unidad Popular que cubren con su ejemplo la figura imborrable de Salvador Allende, la de Camilo Torres, la de los comunistas de Tito y la Rossa Bandiera a la que cantaran los partisanos italianos de los años heroicos, la que el Ejército Rojo llevó hasta el cubil de la Bestia en Berlín el 2 de mayo de 1945, la misma que años más tarde arrojaría definitivamente a los imperialistas de las tierras de Ho-Chi-Minh, de Corea del Norte y de la India de Gandhi, las de los rebeldes que se alzaron en Sierra Maestra, la de los estudiantes del Mayo francés de 1968, las banderas de Patricio Lumumba y las de Omar Torrijos, la de el Che Guevara, la de Mandela y la que desafía en el siglo XXI a la globalización en la Sierra de la Candona, en Bolivia, en Caracas y en Madrid, las mismas con distintos colores que velan el sueño del regreso a sus tierras de los refugiados sobre los campamentos saharauis y del pueblo palestino.

Pueblo mío constituido un día en vasto Fuenteovejuna, sacrificado, mutilado, vejado y violado por la soldadesca rifeña y por la arrolladora maquina de matar vaticanofascista apoyada por Hítler y Mussolini, que convirtieron en inmenso Guernica estas ciudades, llevando la desolación y la muerte por todas estas tierras cantadas mil veces por Jorge Manrique, por Bécquer y por Juan Ramón, y todo, como castigo por haberte alzado, como un ejército de espigas, sobre tu ignorancia y sobre tus hambres milenarias, contra el invasor, contra la explotación, la superstición y la miseria, por haber intentado robarle la llama del conocimiento a los dioses; la España minerocereal de Unamuno, de Baroja y de Valle Inclán, donde trabajaban, soñaban y morían los personajes de Lope de Vega y de Calderón, estas tierras de poetas y guerrilleros donde el paisaje se colma de colmenas, de araucarias, de dorados trigos, de centenos, de palmerales y de maizales donde en los crepúsculos se perdían los gloriosos cuerpos de los amantes para prolongar los apellidos y la raza, donde crecen los mirtos, el cantueso, la hierbaluisa, el carmín el acanto, la hierbabuena y la manzanilla, tierras donde verdean la cebada y las viñas, campiñas, vegas, calderas, praderas y campas donde en los días de fiesta, después de la cosecha, se reunían los labradores y zagalas para danzar al aire de las gaitas, de la zanfoña y el chistu; manzanares de la verde Asturias que conserváis íntegra la memoria de la sangre de los mártires de la Comuna de 1934; hayedos que buscáis en las alturas la luz más pura; campos erizados de chumberas y de naranjales que os asomáis al mar, de asnos con la tristeza pintada en los ojos y eternamente cargados de leña o uncidos a la noria que riega estas tierras; tierra de medievales fortalezas y murallas, de catedrales y de bravías reses, de cabras y de ovejas que pacen moteando un paisaje ahora transitado por columnas de hombres que se entrematan: unos defendiendo los sacrosantos intereses de la “España eterna” y los otros por el progreso y por la libertad, los mismos hombres y las mismas mujeres que desfilan por los libros de “Clarín” y de Arturo Barea, aquí están todos los personajes de Solana y de Romero de Torres; la España sembrada de cuarteles y penales, de calzadas donde se deposita el tiempo soñando con el regreso de Almanzor y de los Omeyas, de Washington Irving, de la Carmen de Bizet y de la Carmela de la copla que cantan los soldados del general Rojo y de Modesto que ahora combaten en estas tierras; llanuras de blancos y eternos molinos de viento anclados en un paisaje gobernado por el azul luminoso y por un astro que ejerce su dictadura desde hace millones de años sobre estas tierras que suspiran de nostalgia por la ausencia del Hidalgo Caballero y de su señora Dulcinea del Toboso; tierras de utópicos caballeros, de locos y de visionarios navegantes que llevaron un día la cruz, la sumisión y la lengua de Cervantes hasta las tierras de Moztezuma, de Atahualpa y de Tupac Amaru, abriéndose paso a sangre y fuego por tierras y por mares lejanos; la España de cordeleros, de repartidores de hielo a domicilio, de curtidores y capadores salmantinos, de barberos llegados de los más humildes pueblos de Segovia, trabajadores de los tejares, carboneros, aguadores, trabajadores del mimbre, el barro y el cáñamo, hojalateros, cajistas y linotipistas, vinateros y retratistas al minuto de los parques públicos, bordadoras, y planchadoras, lavanderas del río Manzanares que iluminaban el paisaje, más allá del Campo del Moro, con los lienzos y las prendas que tendían sobre la pradera, verduleras de los mercados de la Cebada, de Olavide, de Maravillas y de San Miguel, trabajadores de las “artes blancas”, albañiles que trabajaron en la construcción del Metro y en el monumento de Pablo Iglesias del cementerio del Este, de la plaza de toros de las Ventas, y que un día abandonaron la construcción de los Nuevos Ministerios para hundirse hasta la cintura en las trincheras de la Casa de Campo, o protegen de los bombardeos fascistas la fuente de la Cibeles con ladrillos; sastres, vareadores callejeros de la lana de los colchones, afiladores que bajaron un día a Madrid desde su Orense natal con su carretón, latoneros, paragüeros y lañadores que recorrían las ciudades y los villorrios con sus pregones, vareadores de los olivos del Sur, conductores de esos tranvías que, cogidos entre dos fuegos, quedaron un día en tierra de nadie y, cosidos a balazos, permanecen abandonados en mitad de la calle, como embarcaciones varadas en una playa cualquiera; vendedores ambulantes que ayer mismo llenaban los humildes arrabales y las lujosas mansiones con sus pregones y con el aroma de los quesos y de la miel recién llegados de las míseras tierras de la Alcarria, confundidos ahora con los cascotes del Hospital Clínico, donde intercambian ráfagas de ametralladora y luchan cuerpo a cuerpo con el enemigo que llegó de Valladolid hasta las mismas puertas de la ciudad; buhoneros, labradores, pastores de ganado que vivieron las duras horas de Casas Viejas en el 33 con Seisdedos convertido en un carbón por la Guardia Civil, que cambiaron las abarcas y la hoz por un fusil en el frente de Torija junto a los hombres de Mika Etchebehre que combatían a los soldados de Mussolini; lacayos y mozos de hotel, trasquiladores, labradores de las cárdenas piedras llegadas desde Sepúlveda; periodistas y viajantes de comercio hermanados en la Masonería, carpinteros que lo mismo construían un trillo para las labores del campo que un escabel, que un yugo para la yunta, o aquellos portones grises lavados por las lluvias y los vientos y bajo los cuales cosían las mujeres de los pueblos en las tardes de sol, entre recuerdos de bodas y partos; vidas que un día naufragaron, barcas venidas de lejos y que un día encallaron en el empedrado de estas ciudades; y el acero homicida despertando una y otra vez la paz de los cementerios donde descansan aquellos otros que en el pasado levantaron templos y escuelas, hijos a su vez de aquellos otros hombres que en el pasado le pusieron nombre a cuanta cosa nos rodea: a animales y plantas, a los lugares y a los frutos, que domaron bestias y aguas, que escribieron libros, cincelaron hermosas esculturas y pintaron prodigiosos lienzos con batallas y maravillosas mujeres, que llevaron la electricidad y la luz a través de los campos y los abismos hasta los lugares más remotos, que tendieron puentes y líneas de ferrocarril cruzando simas y caudalosos ríos, que levantaron ciudades y cultivaron campos, que habitaron los yermos paisajes y las ciudades con el enebro, el flamboyán y el jacarandá, con bosques tantas veces incendiados por hambrientos campesinos, tantas veces testigos de cruentas batallas entre moros y cristianos, campos sembrados por la metralla de ayer y de hoy, piedras, pinos de Breogán y helechos habitados por la niebla y por los personajes cantados y llorados por Castelao, por Rosalía y por Curro Enriquez, por Rafael Dieste, por Xose Neira Vilas, paisajes de Eduardo Blanco Amor y Cabanilles, de Otero Pedrayo y de Piñeiro, heridos ahora por el acero fratricida de los generales africanistas, campanas de Bastabales y de Padrón, enmudecidas ahora de dolor por los hijos encarcelados, por los torturados y por los fusilados entre los viñedos, abandonados en las fragas de esta Galicia que se desangra; apacibles pastizales y bucólicos paisajes violados sus silencios por las mortíferas ráfagas de las ametralladoras Hotchkins y el ruido de los tanques segando la paz de estas masías y estos yermos donde se baten las dos Españas, al pie de los santuarios, de las milenarias ruinas y de las silenciosas aguas de los ríos y de los lagos donde se escriben páginas de terror y de heroísmo; de trabajadores de la fragua y de los bosques de pinos de Balsaín; pescadores que hasta hace bien poco faenaban en los mares de Celanova y frente a las costas del Sáhara Occidental y que ahora escriben una carta a los seres queridos desde el frente de Gandesa; traperos de los barrios de Dos amigos, de Usera y de Jauja, que recorríais las calles de la ciudad con vuestro carro tirado por una triste mula recogiendo los desechos de los barrios, que oísteis un día electrizados las palabras Azaña en el mitin de Comillas y que ahora matáis los piojos que os comen vivos en el frente de Lérida, entre las nieves de 1937 y noticias de la ofensiva en Guadalajara que pone en desbandada a los italianos; mozo de reemplazo que un día llegaste a la ciudad desde las montañas de Santander para servir al Rey, que caíste herido en Ayerbe después de proclamar la República en Jaca con Galán y con García Hernández y que un fotógrafo te inmortalizó para siempre un día repartiendo armas entre los milicianos desde un balcón del Cuartel de la Montaña, frente a una explanada sembrada de cadáveres, y que, antes de morir en el 38 con un casco de metralla alojado en el cerebro en el hospital de sangre improvisado en el Hotel Palace, te enamoraste de una enfermera norteamericana hasta perder el conocimiento; ropavejeros del Rastro, mendigos de las Salesas, limpiabotas de la Puerta del Sol y de la calle de las Sierpes, trabajadores de los rejales de ladrillos de los despoblados de Vallecas y del barrio de San Pascual, de las fábricas de azulejos de Manises, de Talavera y de Andalucía; hombres bregados en los duros campos de África que salvaron la piel a duras penas en el veintiuno cuando lo de Anual, bebiéndose en la huida su propio orín y comiéndose la carne de los mulos, y maldiciendo ahora una vez más porque no llegan los refuerzos para detener a los falangista en el Alto del León; trabajadores del azogue, herreros de Palencia, picapedreros de las carreteras de Zamora, aguadores de los secanos de Almería, mozos y cocineros de los grandes hoteles de Málaga desescombrado ciudades bombardeadas y extrayendo cadáveres de niños de entre las ruinas de colegios destruidos mientras Pío XI condena el comunismo y Franco se fortalece gracias al Pacto de no Intervención, a pesar del fusilamiento de dieciséis sacerdotes en la “zona nacional”; trashumantes escardadores de la lana de la Extremadura profunda y segadores de las extensas llanadas de Castilla que dormían al raso al pie de la Puerta de Toledo camino de los espigados campos de labor, torreros de los faros de la Estaca de Bares, de Maspalomas, de la Orchilla y del Cabo Ortegal que descifraban el lenguaje codificado de los vientos, de la luz y de las nubes, solitarios marinos que habitaban aquellas naves de rojos ladrillos siempre a punto de hacerse a un mar de nubes y de espuma; faroleros que cambiaron por un fusil el mechero con el que encendían las farolas de gas de los barrio burgueses; carteristas y mozos de cuerda de Atocha, de Principe Pío, de Delicias y de todas las estaciones de ferrocarril de España, con la colilla colgándoles de la comisura de los labios; lampistas, fogoneros y conductores de las locomotoras que perforaban la calma de las noches con su silbido y barriendo a su paso las sombras de la noche que dejaban atrás, trasladando a los heridos de los frentes a los hospitales de Madrid, de Barcelona, de Benicasin; trenes cargados de dolor hasta los mismos estribos y trasladando hombres somnolientos hacia los campos de batalla de donde tantos no regresarían jamás, y que a su paso por las estaciones van dejando tras de sí un rastro de canciones y de promesas de victoria, de consignas políticas y de besos a jóvenes mujeres con sencillos mandiles que les obsequian con frutales sonrisas y flores, y quizás, Lillian Hellman o Dorothy Parker, desde un apartado rincón de este microcosmos de fusilería y humanidad, tomando notas en un bloc para un artículo para The New Yorker o para un futuro libro que con el correr de los años será expuesto en los lujosos escaparates de las librerías de Manhattan; hombres y mujeres cargados con colchones y con enseres, buscando el abrigo de un nuevo techo después de que su casa cayera tras el último bombardeo; niños de mirada dulce huyendo tras la alarma de ¡aviación! y buscando el consabido AL REFUGIO; a policías; miembros de la “quinta columna” acechando desde la oscuridad de los portales del Barrio de Salamanca; “la España un día devota de Frascuelo y de María”, la misma España donde George Borrow vendía sus biblias a lomos de un borrico.

Paloma roja de España que un día te atreviste a remontar el vuelo por encima del territorio de los halcones de Roma y de Berlín y cuyas alas fueron clavadas sobre las laureadas y las cruces gamadas de los vencedores; mozos de cuadra, payeses de las blancas aldeas mallorquinas abatidos a balazos por el conde Rossi y sus camisas negras sobre el polvo de los floridos campos, allí por donde deambulan aún los espíritus de Georges Bernanos, del señor de Bearon, de Chopín, de George Sand y el de todos los que un día os amaron y os codiciaron; descendientes de aquellos portadores de sillas que en tiempos transportaban por estos mismos paisajes sbre los que ahora morís defendiendo una idea, a crueles y gotosos reyes y a viciosos cortesanos que construían fabulosos monasterios, palacios y alcázares, que protegían a artistas y a prostitutas pero que jamás descendieron hasta el barro para enseñaros a leer al “divino” Virgilio, ni al Dante, ni a Petrarca ni al mismísimo Bakunin; raza que durante siglos solo vivió para cuidar cerdos ajenos y roturar las ricas y duras llanuras que los señores de la guerra “ganaran” combatiendo a los sarracenos en lejanas y santas Cruzadas; hombres míseros y anónimos hasta ayer, simples sombras que se mueven por impulsos en este teatro del mundo defendiendo las claridades de estos cielos ahora, ángeles rebeldes precipitados por las simas de un sueño que creían al alcance de la mano, seres telúricos apenas armados de su cólera de siglos de explotación y nada más, que solo esperan tendidos en tierra a que los fachas maten o hieran al camarada de al lado para tomar el fusil que mandó el presidente Cárdenas desde Méjico para defender la República, pues hoy, hartos de esperar al Mesías, o matan “al de enfrente” y regresan al pueblo para hacer la reforma agraria, o mueren sobre esos cuatro palmos de tierra que ahora defienden; gente bravía, manos agrietadas y deformadas de echar una y otra vez la red al mar y de manejar el bieldo y la azada, rostros castigados y curtidos por los cierzos y décadas de sol y tallados por la misma lluvia y el mismo viento que labró estas ciclópeas y milenarias piedras y estos tolmos que ahora les sirven de parapetos en Guadarrama o en Sierra Caballs, oídos hechos al silbido de la tralla que castiga los costillares de la mula y al crujir de los terrones que se deshacen a su paso bajo las rústicas abarcas; partículas atrapadas en la probeta de un genio perverso, la España libertaria de hombres y mujeres por cuyas venas discurre la sangre de aquellos que resistieron a Cartago y a Roma, hombres sin amo y sin dios, gentes sin mayores esperanzas hasta ayer que, un día no lejano se abriera la tierra y tenderse definitivamente hasta matar un cansancio milenario; Sanchos que sabiendo mal leer, a pesar, de arrastrar fama de quemaconventos, arriesgaron sus propias vidas por salvar los viejos lienzos de Velázquez, los santos de Zurbarán y las vírgenes de Murillo que habitaban bajo las bóvedas de El Prado, las obras de aquellos que jamás se acordaron de ellos si no fue para rellenar con gañanes, como dóciles siervos o simples borrachos, los bucólicos paisajes de los tapices que después adornarían, junto a las cabezas de jabalís y los trofeos de guerra, las paredes de los odiados palacios y las suntuosas mansiones donde, ni ellos ni sus hijos, jamás tomarían el té con la nobleza venida de Europa para acudir a las recepciones de Palacio; gleba a la que únicamente una República de trabajadores y de poetas tendería una mano para salvarse juntos o hundirse en el empeño; hombres y mujeres defendiendo un paisaje a veces dulce a veces cruel pero siempre ajeno; tristes seres que no conocieron quizás otras flores que aquellas que sus deudos depositaron en sus sepulturas ni otras literaturas que el salmodio del cura de la aldea el día de sus exequias; pueblos de España que apenas levantaron la vista del surco si no fue para otra cosa que maldecir a un cielo que les negaba el agua a aquellos secanos donde ellos trabajaban como simples aparceros generación tras generación; labrantíos, pinares, yermos, olmedos, llanadas, tierras ingratas donde se oxida la memoria de España en la cal de sus camposantos y en las blancas aldeas; alcores donde el viajero cree reconocer recortada en el paisaje la figura infatigable de Teresa de Ávila, de San Juan de la Cruz, de Gonzalo de Berceo; viñedos, corredoiras, sendas, calzadas, rúas, bulevares y ramblas con las huellas de Cajal, Arturo Soria, la Semana Trágica y La Pasionaria, por donde un día se perdieron camino de la nada las figuras del Papa Luna, de Gerald Brenan, de Castelao y del Presidente Aguirre, de Claude Aveline, de Anna Seghers, de Ferrer Guardia, de Castelar y de Cristóbal Colón, de Garcilaso y de Fernando VII y sus cadenas, de los Borgia, de Averroes y del cura Santa Cruz, la tierra de los Católicos Reyes, que transformaron una España plural diversa y multicultural en un espléndido auto de fe, desde las montañas de Covadonga, hasta las islas de los Menceis y los Guanarteme donde vieran por primera vez la luz los ojos de Benito Pérez Galdós, desde los albos pueblos de las Islas Baleares y los arrozales de la albufera valenciana, pasando por los pueblos donde las gentes hablaban el idioma de Camoens, hasta los confines del mundo entonces conocido; la España de Bartolomé de las Casas, de Rosalía y de Vicente Pastor, del Cardenal Cisneros y de Daoiz y Velarde, del General Prim, de Pizarro, de Legazpi, de Lope de Aguirre, de Cortés y de todos los tiranos que navegaron por el mundo llevando como estandarte la Inquisición, el arcabuz y la codicia, desde Roncesvalles hasta las luminosas cumbres de la Isla de El Hierro; la España de Isaac Peral; la España de Zumalacárregui y de El Greco , la de todos los Austrias y Borbones que se pudren bajo las piedras de tanta catedral y tanto monasterio que construyeron para ahogar en rezos los sufrimientos de tanto pueblo; la España de Juan March, Salvador Dalí y de los Urquijo, embalsamados los tres con billetes de banco; la España de El Pernales , de la Celestina, de Don Juan Tenorio, la de Buñuel y de Manuel de Falla, la de Primo de Rivera en Villa Rosa, con putas y manzanilla hasta el amanecer y Unamuno desterrado en Fuerteventura; la Córdoba de Abderramán, donde refugiado en la penumbra de las frescas estancias estudiaba Maimónides la Torah; la España del sable y la España de la idea; la España oscura, la España guerrera, la España de los templos donde se cultivaba la cera y el … arrepentios de vuestros pecados; la de los oscuros sótanos donde se archivan los nombres y los apellidos, las medidas de los castigos y el precio de un campo de encinas donde engordan los puercos, donde se agusana la historia; la España de las Cortes del Cádiz de 1812 y la de los ateneístas del XIX; la del verdugo y el reo mirándose frente a frente al pie del cadalso, con un sol justiciero clavado en el azul derramándose sobre el mismísimo polvo de aquellas plazas públicas de provincias donde los esforzados hombres y mujeres de las Misiones Pedagógicas, de las Guerrillas del Teatro y de La Barraca de Federico García Lorca llevaban por primera vez el cinematógrafo y el libro, los dramas de Calderón y las obras festivas de Cervantes; las mismas calles sobre las que ahora llueve el acero que zagales de corta edad se apresuran a recoger aún caliente, después de herir las blasonadas fachadas y segar la joven vida de esa adolescente que quedó tendida sobre la calle, la misma metralla que deja sin dueño ese libro que yace al pie de ese hombre de mediana edad y sin cabeza que también pasaba por allí, al pie del cine que anuncia en las carteleras diseñadas por Josep Renau la película soviética Tchapaief: El Guerrillero Rojo y mientras ambos leían un cartel de Bardasano que grita a los cuatro vientos un potente ¡FUERA EL INVASOR!; balcones de hierro forjado donde hasta ayer se secaban al sol las prendas íntimas femeninas y sangraban los geranios, y que ahora cuelgan peligrosamente sobre el vació tras el último bombardeo; el mismo paisaje al pie del cual los jóvenes de las J.S.U., de la C.N.T. y del P.S.O.E. pregonan el Mundo Obrero, Solidaridad Obrera y El Socialista, los mismos viejos edificios con vigamen de madera que ahora amanecen reventados por las “pavas” y exhibiendo la intimidad de sus alcobas y de sus pobres enseres, los jirones de vidas que un día fueron y bajo los que amaban y morían en el pasado tantas Fortunatas y tantas Jacintas, tanto ser llegado a la CAPITAL DE LA GLORIA venido para defender Madrid los campos de girasoles de Albacete y de Ciudad Libre (antes llamada Ciudad Real) esa mujer que ahora amamanta a su cachorro sentada sobre los andenes del “Metro” ante la cámara de Robert Capa o Gerda Taro, rodeada de otros seres indefensos que como ella huyeron del avance nacionalista que ya avanza por Toledo, para quizás morir con su crío en la estación de Lista, que reventó a causa de los bombardeos franquistas llevándose por delante cientos de vidas de refugiados no combatientes, lejos de los cayados de su Caleta natal o del río en el que una noche de luna llena perdió la virginidad, lejos quizás de los caminos y de las aldeas tantas veces cantados por León Felipe; columnas interminable de pacientes mujeres que hacen cola ante la Gota de Leche, mirando al cielo intermitentemente por si llegan los aviones de la Luftwaffe, para conseguir una ración del preciado alimento para el bebé que tiene al padre combatiendo con la 149 Brigada en Sierra Pandols desde que los soldados de Negrín cruzaron el Ebro; pueblos enteros evacuados y donde raramente se oye a un perro macilento ladrar al paso de “las tropas de liberación”, que van dejando tras de sí la rúbrica de la represión y de la venganza, arrancando a su paso banderas tricolores, retratos del presidente Azaña y placas del Ministerio de Instrucción Pública de los colegios, y reemplazándolas por las borbónicas de toda la vida y perfiles de José Antonio y del Caudillo, destrozando placas de calles donde se leía: PLAZA DE LA REPÚBLICA, PLAZA DE LA LIBERTAD, o borrando los torpes trazos con brocha con que alguien había mal escrito: AVAJO EL CLERO, VIVA EL FRENTE POPULAR, o los nombres de los héroes populares, y pintando en su lugar los nombres de los generales fascistas, de santos y del rey en su día expulsado de la Patria por traidor y por indeseable; relaciones interminables en las fachadas de las iglesias con los nombres de los que hicieron armas contra la República y el CAIDOS POR DIOS POR ESPAÑA, ¡PRESENTES!, el rostro de un general que trae con él los fusilamientos en masa y el fin de las libertades, los cardenales saludando con el brazo en alto y los rostros adustos de las mujeres de la Legión de María cubiertos por los rigorosos velos desfilando al ritmo marcial de los tambores y de las cornetas del “Glorioso Ejército de Liberación”, el Cara al Sol y las cartillas de racionamiento; la España Grande y Libre que predicaba José Antonio, que va dejando tras de sí un rastro de yugos y flechas, para aviso de caminantes de que ya están en zona “nacional” y, por lo tanto, “libre”; de muros acribillados tras los fusilamientos de los hombres y las mujeres que combatieron durante treinta meses por la igualdad y la fraternidad del genero humano; una España crucificada por cientos de trincheras donde poetas en alpargatas se clavan en las trincheras confundiéndose con Lina Odena y otras milicianas y con su mismo pueblo; carros que el último verano aún trasegaban las mieses desde las eras hasta el molino y los graneros, entre los chirridos de los ejes y de las ruedas sobre las polvorientas calzadas, que herían un paisaje de amapolas y de zarzas, de sábanas tendidas al sol sobre los juncos y las cigarras desgranando su canción, y que ahora transportan las pocas pertenencias de los evacuados de las tierras, de Villaviciosa de Odón, de Majadahonda, de Morata de Tajuña, de Peguerinos, Brunete, Robledo de Chavela, Pozuelo de Alarcón, Aravaca, de Cadalso de los Vidrios, Moralzarzal, de Hoyo de Pinares… gentes buscando el abrigo de las grandes ciudades, dejando tras de sí campos de labor convertidos en campos de batalla donde se combate a muerte, entre nubes de humo y el entrechocar de las armas, entre maldiciones de combatientes heridos que, de no ser por esta cruel guerra, a esta misma hora, estarían echándole pienso al ganado, o sumergidos en las tinieblas de la fresca alacena en busca de un pedazo de tocino con el que matar el hambre, o quizás agrupados en corro en la plaza del pueblo, en torno al capataz que escoge en esos mismos momentos a los gañanes que van echar una peonada en las tierras del Conde de Romanones por un sueldo de hambre con el que poder comprar unas cebollas, o cortando uvas del emparrado de la casa en tanto una mujer joven, al pie de la ventana por la que entran los últimos rayos de sol, echa soletas a los calcetines, con el pliegue de una sonrisa dibujada en la comisura de los labios, pensando cómo le dirá a su hombre que ya está de dos faltas y que para la siembra le hará padre; pastores de ganado, encuadernadores, trabajadores de las imprentas de Minuesa y de Rivadeneira, allí donde ellos mismos imprimieron la Constitución de 1931 que ahora defienden con uñas y dientes; grabadores de la Fábrica Nacional de Moneda y Timbre de la Plaza de Colón, allí donde se fabricaban aquellos billetes tan bellos y aquellas monedas tan relucientes de 25 céntimos con un agujero en el centro; hombres que descendían hasta los vientres de las ciudades para sanear las venas de estas y cuyos nombres no figuran en ningún libro de historia; heroicos y desoladores paisajes de ciudades reducidas a escombros, donde el rumor de ¡A las Barricadas! y La Internacional no se termina de apagar, y que aún hoy exhiben ante el viajero que se adentra por esos campos los muñones de la torre de la iglesia donde anidaba la cigüeña, el abrevadero donde las bestias acudían después de pastar en los cercanos y escasos pastos, el lavadero público donde las mujeres acudían a lavar la ropa y donde hoy busca su fresco refugio la culebra vigilada por el águila que sobrevuela en círculos estas soledades; paisajes cotidianos que aquella guerra se llevo para siempre y donde Malrraux, Karmen, Max Aub, Hemingway, Joris Ivens, Brecht, Arthur London y Alvah Bessie situaron sus películas y sus libros; la España que un día quiso hacer una hoguera con el misal de la abuela y el confesionario donde medio mundo se humillaba ante los mismos que quisieron quemar a Galileo; la España que a lo largo de su historia perdió todas las guerras; estas costas donde atracaron naves de fenicios, griegos, celtas, cartagineses, holandeses, musulmanes e hijos de las tribus del pueblo de Israel, que dejaron aquí, bajo las tierras de Iberia, sus huellas, su pensamiento y su cultura; la España abrazada por las aguas de sus tres mares, que desde hace milenios reclaman y seducen sus costas ahora cercadas por los barcos del enemigo; la España que en el pasado se sacudía el polvo del calzado cuando cruzaba la línea de la frontera.

Madre España que un día, poseída por un dolor sin límites y perdida la razón, te echaste a los campos y a los caminos para velar con tu locura las piedras teñidas con la sangre de tus hijos sacrificados.

Republícanos españoles, soñadores, vagabundos incansables, irreductibles argonautas en busca de una Itaca que podía estar en cualquier parte y que un día desafiasteis a los “tiburones” de Wall Street, que fuisteis arrastrados por los caminos de Europa en interminables caravanas junto al pueblo de Yahvé y a tantos gitanos e internacionalistas a los que se les negaba la patria, para ser inmolados en las aras de Buchenwald, Dachau y Mathausen a los dioses nazis y a mayor gloria del III Reich…

Hombres y mujeres por cuyas venas discurría la sabia de Miguel Servet, de Manuela Malasaña, de Torquemada y de Riego, raza devenida en árboles, cuyas raíces se hundieron un día en estas tierras para morir una vez más, solos y a merced de su destino, dándole al mundo una lección de cómo sabe morir un pueblo cuando defiende su dignidad.

Inmortales para siempre en la memoria de los pueblos, ni los días ni los años rompieron la cerrada formación en que marcháis hacia la victoria los que descendisteis al fondo de la tierra, tal vez un día como estos en que es otoño y llueve. Llueve también el tiempo sobre vuestra memoria y sobre las piedras de vuestras sepulturas, a la que descendisteis quizás tras largos años extraviados en el exilio americano. Tal vez no seáis si no un nombre más en ese bosque de nombres que os rodea, quizás vuestro cuerpo le fue devuelto a la madre tierra sin mas riqueza que una bandera comunista y la lectura emocionada de un poema de Spender, de Vallejo o de Pedro Garfias, tal vez ni siquiera haya una placa ya sobre el montículo que oculta lo que fuisteis, una simple inscripción que diga, en vuestro propio idioma, vuestro nombre y que, en aquella hora, estuvisteis en España con los compañeros, con Kléber, con Hans Beimler, peleando con los milicianos en Morata de Tajuña, en Aragón o en Cataluña.

Porque, solo gracias a vosotros, los que un día ya lejano empuñasteis la ”hoz de la rebeldía”, podemos aún decir por el mundo en voz alta que somos españoles, “a muerte lo íbero”, que dijo Gabriel.

Quizás la gloria de los mármoles oficiales no os alcanzó nunca, pero una estrella soviética ilumina desde entonces los caminos que un día os llevaron por las tierras polvorientas, allí donde Don Quijote se enfrentaba una vez más a los gigantes, (que loco no estaba) vestido de miliciano antifascista y armado de un grito proletario: ¡TIERRA Y LIBERTAD!, combatiendo en el barrio sevillano de Triana, en Lopera, en el Jarama, en Brunete, en Bujaraloz, en Talavera, Belchite, Quinto, Oviedo, Lérida, Bilbao, en el Rió Manzanares, Monte Aragón, Cerro Muriano, en Somosierra, en África, en Noruega…

Sobre el asfalto tantas veces generosamente regado con vuestra sangre, al pie de los muros de las ciudades que defendisteis de los bárbaros, aún flamean las amadas banderas de vuestra juventud más luminosa: la que condujo a los confederados de Durruti hasta las puertas del Madrid asediado por las balas en 1936, la que nunca fue sometida en el cerco de Leningrado y Stalingrado, la que bordaba Mariana Pineda, la de Galán, Azaña y Antonio Machado.

Aunque el otoño de la historia cubra vuestras tumbas bajo el aparente polvo del olvido, jamás renunciaremos ni al mas viejo de nuestros sueños.

¡Salud, camaradas! ¡Viva la República!

Si no ardemos nosotros hoy en la llama de la revolución, ¿quién iluminará mañana el camino?
Nazín Hikmet

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