Historia de Guillermo

Historia de Guillermo

Conocí a Guillermo en las aulas de un instituto de la Comunidad de Madrid. Yo era su profesor de filosofía. Aún no había empezado la crisis económica y las familias no soportaban los estragos del paro masivo, los desahucios y la malnutrición. Los jóvenes encontraban trabajo con relativa facilidad en los grandes polígonos industriales, cobrando sueldos que les permitían consumir sin pensar en el futuro. Casi nadie hablaba de política y muy pocos se planteaban la necesidad de luchar contra la marginación y la exclusión social. La pobreza era una nota a pie de página que pasaba desapercibida. Guillermo no era pobre, pero sí procedía de un hogar conflictivo. Sus padres eran antiguos politoxicómanos, pero los dos habían conseguido librarse de sus adicciones. No conocí a la madre, pero sé que se preocupaba por su hijo, cuidándole con afecto y tal vez con cierta sobreprotección. El padre era un hombre alto, con unas piernas zancudas y las espaldas cargadas. Se inclinaba al hablar, como si su pasado le impidiera enderezarse y mirar hacia delante, quizá porque no vislumbraba un mañana. A los dieciséis años, Guillermo ya rozaba los dos metros y se comportaba como un muchacho inmaduro, temerario y autodestructivo. No pensaba en el futuro, pues no ambicionaba nada, salvo acallar sus heridas y aguantar el peso de su existencia, sin experimentar nuevos quebrantos. Se podría decir que vivía en las afueras del mundo, flirteando con los abismos que le permitirían escapar de la vida.

No recuerdo cuándo le vi por primera vez, pero sí que entonces aún aparentaba cierta alegría, si bien sus reacciones eran infantiles e imprevisibles. Su tendencia a llamar la atención con payasadas le había granjeado cierta popularidad entre sus compañeros. Solía imitar a personajes de las comedias televisivas y los dibujos animados, sobreactuando con gestos de actor de cine mudo. Sus notas eran penosas y su conducta en el aula lamentable. Sin embargo, aceptaba las reprimendas e intentaba ganarse el afecto de los profesores, con chistes ingenuos y ojos de niño travieso, que encadena una trastada tras otra, convencido de que siempre será excusado y perdonado. Todo eso cambió cuando murió su madre. Aunque llevaba mucho tiempo alejada de las adicciones que habían arruinado su salud, el SIDA se alió con otras patologías para provocar una muerte injusta y temprana. Gracias a su fuerza de voluntad, había logrado que su compañero se desenganchara y comenzara a trabajar como fontanero, mientras ella limpiaba casas y atendía a su hijo. Algunos alumnos me contaron que era una mujer de enorme dulzura, con una gran sensibilidad para el sufrimiento ajeno. Al escucharles, recordaba las historias del barrio obrero donde creció mi mujer. Las drogas diezmaron a una generación que pasó del régimen franquista al régimen de servidumbre de la heroína.  Mi mujer se libró por los pelos, pero muchas veces nos cruzábamos con antiguas amigas del colegio, que se inyectaban en los parques o en los lavabos de los bares. En cinco años de paseos por jardines, lonjas y descampados, contemplamos el doloroso deterioro de chicas que se convertían poco a poco en espectros, con las mejillas hundidas, la mirada afiebrada o inexpresiva y una delgadez sobrecogedora. Solo unas pocas sobrevivieron. Ignoro dónde creció la madre de Guillermo, pero presumo que su historia era parecida. Pertenecía a ese pequeño grupo de afortunadas. Sin embargo, no pudo superar las secuelas de una prolongada adicción. La vida no es considerada, sino terriblemente injusta y avanza como una riada, sepultando ilusiones, proyectos y afectos.

Guillermo acudió al instituto al día siguiente de la muerte de su madre. Corría el mes de mayo y el calor anunciaba la inminencia del verano. Yo solo le daba dos horas de clase en semana y ese día no formaba parte de mi horario. Un compañero me comunicó la noticia y noté la pesadumbre del que revive un viejo infortunio. Sabía lo que era perder a un ser querido a una edad temprana. También conocía la tragedia de los que han vencido a la heroína, pero no a un bazo o un hígado terriblemente herido. Morir en una cama es más digno y humano que morir en un lavabo, con la aguja de una jeringuilla hundida en las venas y una luz amarillenta colgando del techo, pero puede ser infinitamente más cruel. Entre unas sábanas, la conciencia escenifica tu propia muerte, reservándote una butaca en la primera fila. No vi a Guillermo hasta la hora del recreo. Bailaba en el patio, con el torso desnudo y un gigantesco radiocasete en el hombro, que reproducía a todo volumen canciones de hip hop. Algunos se reían y otros le contemplaban asombrados. Se había rapado el pelo y llevaba unos pantalones de chándal, con zapatillas deportivas. Sonreía con un gesto de locura, como si bailara con los pies desnudos sobre zarzas y espinos, feliz de sentir cómo se desgarraba su piel. Su aparente alegría solo era una máscara de desesperación. El jefe de estudios se acercó a él, pidiéndole que apagara la música. Guillermo tardó en obedecer, pero al final apagó el aparato y se dirigió a la valla del instituto. Con agilidad felina, sorteó el obstáculo y se alejó sin prisas. De lejos, el radiocasete parecía una cruz cargada sobre sus espaldas.
No regresó hasta una semana después. Su cara manifestaba que había perdido la capacidad de razonar. De hecho, adoptó un comportamiento antisocial y estrafalario. Si le hablabas, respondía con frases incoherentes. Se escondía en los servicios con su novia –una chica con un entorno familiar no menos conflictivo- para mantener relaciones sexuales, sin realizar ningún esfuerzo por disimular. En más de una ocasión, el director del centro intervino personalmente para que saliera del baño y escogiera otro escenario para sus desahogos. Guillermo abría la puerta con una sonrisa, muchas veces con los pantalones y los calzoncillos a la altura de los tobillos. Los servicios sociales estudiaron el caso y, pese a su actitud desafiante, pidieron que continuara escolarizado. Pensaban que en el exterior su locura se exacerbaría. Yo le acerqué a su casa en un par de ocasiones, intentando razonar, pero no logré nada:

-Debes pensar en tu futuro.

-¿Qué es eso? Yo me cago en el futuro.

-No me contestes con chorradas.

-No son chorradas. Yo no pienso en el futuro.

A veces, cuando se bajaba del coche, alzaba la voz y gritaba: “¡Soy el puto amo!”, pero en una ocasión se cruzó con nosotros un caballo blanco, con zonas grises moteadas y las crines negras. Nos miró con serenidad, con unos ojos casi humanos. Se había detenido al pie de la carretera y parecía observar el tráfico, con la melancolía de un paseante que contempla las aguas de un río. A unos cincuenta metros, había un corral con la puerta abierta.
-Se ha escapado –susurró Guillermo, con una desconocida dulzura, tal vez reproduciendo el tono de voz de su madre.

Sin miedo, le agarró las bridas y le llevó al corral, cerrando la puerta. El caballo intentó seguirle, pero la valla se lo impidió. Guillermo sonrió y le acarició el cuello:

-Tú también te sientes atrapado, ¿verdad?

Al menos en mi presencia, no volvió a repetir un gesto semejante. Quizás se trató de un breve interludio en su espiral autodestructiva. De hecho, sus correrías se convirtieron en un grifo desbocado, que libera agua sin parar. Una noche se desnudó en la plaza de su pueblo y se bañó en una fuente. La Guardia Civil le detuvo y presentó cargos por resistencia a la autoridad. Lejos de tranquilizarse, otra noche se ensañó con el mobiliario urbano, destrozando escaparates, marquesinas y las lunas de los bancos locales. Ni siquiera se escondía. Se acumularon las detenciones y los juicios, augurando un desgraciado final. A mediados de junio, se despidió del instituto pintarrajeando obscenidades en los baños y rompiendo las taquillas de los pasillos. Intentó arrancar un urinario, pero le faltó fuerza. Frustrado, abrió la puerta del despacho del director y se sentó en su mesa, aprovechando su ausencia. Cuando el director le descubrió con los pies encima de su mesa y unos cascos de música a todo volumen, Guillermo sufrió un ataque de risa, sin hacer caso a sus recriminaciones. Intentaron convencerle por las buenas, pero se negó a moverse. Fue necesario llamar a la policía local, que le desalojó a la fuerza. Solo tardó cinco minutos en colarse de nuevo en el instituto, lanzando una nueva incursión contra el despacho del director. De nuevo lo encontró vacío y esta vez le robó el maletín. No se planteó huir con él. Prefirió entrar en los aseos y destrozarlo con una furia irracional. No se molestó en robar el móvil, una agenda de piel o una pluma de cierto valor. Le produjo más satisfacción pisotearlo todo y destrozar el maletín, golpeándolo contra las paredes. Yo me encontraba de guardia y escuché el barullo. Cuando descubrí lo que había sucedido, levanté la voz y le pedí una explicación, amenazándole con una expulsión ejemplar e irreversible.

-Tú no harías eso –comentó perplejo.

-¿Por qué?

-Porque eres mi amigo.

Me quedé estupefacto, sin saber qué responder. Guillermo hizo varias muecas infantiles, de niño incapaz de comprender el mundo que le rodea, y no pudo contener las lágrimas. Después, salió por la puerta y desapareció por las escaleras. Desde una ventana, pude ver cómo abandonaba el centro y corría calle abajo, con la desesperación del que ya no espera nada, salvo descansar y caer en el olvido. No volví verle. La policía nos informó dos semanas más tarde que había muerto cerca de Albacete, después de robar un coche de alta gama y estrecharse contra la mediana de una autovía. Solo le faltaban unos meses para cumplir dieciocho años. Su padre abandonó el pueblo y se extravió en el bullicio de Madrid, buscando un compasivo anonimato. No sé si aún vive. Han transcurrido casi diez años y no he olvidado a Guillermo. Pienso que su muerte revela el fracaso del ser humano para convivir fraternalmente con sus semejantes. Huimos del sufrimiento ajeno y raramente respondemos con ternura, cuando alguien nos tiende la mano, pidiendo nuestra ayuda. Creo que el caballo que se cruzó con nosotros advirtió el desamparo de Guillermo e intentó prodigarle su afecto. De hecho, aplacó por un momento su ira y le hizo reparar en la belleza del mundo.

La muerte de Guillermo es el pecado de todos. No soy capaz de creer en Dios y me duele terriblemente que no haya un mañana para los chicos como él. Me gustaría pensar que se ha reunido con su madre y que los dos sonríen despreocupadamente, libres de todo dolor o inquietud. Me temo que ese anhelo es una fantasía y que la muerte solo es el umbral de un vacío interminable. Tal vez Dios solo es el milagro que se produce cuando se funden dos vidas en un instante de amor y desprendimiento. Quizás el rostro de Dios se esbozó en la sonrisa de Guillermo al sentir el afecto de un caballo que  intentó mostrarle un paraíso inexistente.

*Rafael Narbona 

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